Mi familia dice que mi nombre viene de un juramento que hizo una monja hace muchos años. La historia comienza con el nacimiento de mi madre. Ella era la primera hija.
En Senegal dicen que si el primer hijo es una niña, quiere decir que el padre tendrá mucha suerte y prosperidad, pero claro, en ese momento todo era sorpresa, no había ecografías y menos aún lugares donde hacer el seguimiento del embarazo. Esto no impidió que mis abuelos no sintieran alegría, emoción y, sobre todo, intuición hacia una vida nueva.
No sé si el nacimiento de mi madre o el destino actuaron de alguna manera. Pero lo que sé es que en ese momento mi abuelo era un hombre con mucha suerte, estudiaba y trabajaba como ayudante en la escuela «Misión Católica» del pueblo de Kedougou, en Senegal. Era un chico muy listo y terco que quería aprovechar cada minuto para aprender todo lo posible para ayudar a su pueblo. La escuela donde trabajaba estaba fundada por Monjas blancas, su misión era que todos los niños y niñas, fueran católicos o no, tuvieran acceso a la educación.
Mi abuelo tenía mucha afinidad con una monja que se llamaba Sofi, era una mujer alta, con ojos grandes y de color café. Era activista y luchadora de los derechos humanos. Esto la motivó a reunir un grupo de activistas senegalesas, para ir pueblo a pueblo a explicar la importancia y el impacto que tiene el que un niño tenga acceso a la educación. Ellas siempre decían que los niños son el motor del futuro.
Un día mi familia invitó la monja Sofi a comer, ese día hicieron una gran fiesta, prepararon un plato tradicional que se llama Chepp Dieng. En aquella comida Sofi y mi abuela, Nene, hablaron horas y horas, las dos quedaron deslumbradas al darse cuenta de que eran exactamente iguales, pero de dos mundos diferentes. Mi abuela era la alcaldesa del pueblo, una mujer alta, elegante, cuando caminaba parecía una princesa africana, con sus vestidos y turbantes de colores alegres que hacen juego con la naturaleza que la rodea. En esa conversación las dos conectaron con el poder femenino, con las ganas de cambiar el mundo y romper con todos los estigmas.
Pero esta relación estuvo afectada por las tradiciones patriarcales que sentenciaron a mi madre a no ir a la escuela por el simple hecho de ser mujer. Mi abuelo decidió que ella no fuera a la escuela para ayudar a hacer las tareas del hogar. Este hecho hizo que la monja Sofi intentara convencer a mi abuelo para que mi madre tuviera una educación, pero no pudo evitar que meses después la desapuntara del centro.
Pasan los años, mi madre tiene veinte años, y dos hijas. La falta de libertad que tuvo durante toda su infancia hace que no se plantee que exista otra realidad.
Nada de lo que tiene lo ha elegido, ni siquiera estar en otro país completamente diferente del suyo, España. Ella siempre me dice que cuando llegó a Barcelona estuvo llorando dos semanas seguidas. ¿Te imaginas estar en un país donde la comida, la lengua o las caras sean completamente diferentes de las que estás acostumbrado a ver?
El impacto de ver otras mujeres de su edad que sabían leer y escribir hizo que conectara con la injusticia que había vivido por el simple hecho de ser mujer.
En una conversación que tuvimos me dijo: «Estaba asustada, no sabía cómo te educaría». Mujer, negra, migrada y analfabeta. Todos los ingredientes para que la sociedad se sienta con el derecho de marginarte. La gran mayoría de mujeres migrantes no han tenido acceso a la educación, muchas se apoyan en sus hijos, en quienes ven una esperanza para poder sacar adelante la familia.
Con 40 años, mi madre decidió darse el derecho de aprender. Se apuntó a una escuela de adultos y el primer día descubrió que no era la única mujer a la que habían privado de ir a la escuela, como ella había muchas más
En nuestro caso, mis hermanos y yo, con ocho años, nos encargábamos de leer las facturas de la luz y el agua para poder explicar cuánto debían pagar ese mes. Éramos niños adultos, entendimos muy rápidamente que nos tocaría hacer el rol de padres si queríamos que la familia saliera adelante. Para los hijos de inmigrantes es muy duro ver las dos realidades. Muchas veces iba a casa de un compañero de clase y veía cómo su madre le ayudaba a hacer deberes, era una imagen muy impactante porque en ese instante conectaba con mis padres, y pensaba… «Cómo me gustaría que mi madre también me enseñara a corregir las faltas de ortografía» o, incluso, «cómo me gustaría pasar la tarde con ella y poder leer juntas mis redacciones».
La sociedad en que vivimos también ha hecho que detectara el racismo muy rápido. Cuando iba con mi madre a comprar o hacer alguna gestión, veía cómo las recepcionistas le hablaban más fuerte o vocalizaban de una manera muy peculiar, a veces me preguntaban a mí si mi madre entendía catalán, dando por hecho que no entendía nada. Aquellos momentos eran muy incómodas porque toda la gente nos miraba como si fuéramos de otro mundo o, incluso a veces, escuchaba algún comentario como: «Mujer, haber estudiada».
Estos hechos hicieron que mi madre decidiera, por primera vez, darse el derecho de aprender. Por primera vez, ella decidió, rompió con el patriarcado y se apuntó a la escuela de adultos. El primer día de clase descubrió que no era la única mujer a la que habían privado de ir a la escuela, sino que había muchas más que estaban en la misma situación. A su clase van mujeres que ya no quieren ser mandadas y que quieren reconducir su vida para poder sentirse libres de decidir hacer lo que quieran.
Después de tres cursos escolares, hoy día, mi madre ya sabe leer y escribir. Estos años han sido muy emocionantes. Ayudarla a hacer los deberes o leer juntas ha hecho que por fin tuviera ese espacio que siempre buscaba cuando yo era pequeña. Ver a tu madre feliz por sacar un 9 en un examen con 40 años es una imagen que contaré a mis futuros hijos, para que puedan ver el valor, la importancia y el impacto que tiene la educación.