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En la Vereda la Loma, ubicada en el corregimiento de san Cristóbal, colindante con La Comuna 13 de Medellín, se encuentra la Fundación Casa Loma, un Centro Cultural que tiene 3 años desde su constitución, pero suma 7 u 8 de procesos en el territorio. La casa emerge por la necesidad de varios jóvenes y colectivos artísticos que han resistido a la crisis provocada por la violencia y que, hasta el momento de colectivizarse, ya sumaban dos desplazamientos forzados: uno, en el 2011, cuando 25 familias salieron de su territorio por amenazas; y, otro, dos años después, en que, en un margen de 10 días, 99 familias (365 personas entre menores y adultos) se ven forzadas a desplazarse y dejar sus hogares a consecuencia del conflicto que vivían. Este hecho se consolida como uno de los desplazamientos intraurbanos más grandes por efecto del conflicto colombiano. La condición de periferia y ubicación estratégica de la Vereda la Loma la convierte en un escenario perfecto para manejar y consolidar poderes territoriales, por ello durante varios años se vio abocada al dominio y control militar de grupos armados.
Ahora bien, la construcción de un escenario para el diálogo, la escucha, el aprendizaje y la resistencia en un sector altamente estigmatizado vino de la mano de los jóvenes que, a modo de convite, se juntaron para crear y recrear nuevas ritualidades dentro y fuera del territorio con una consigna clara “La Loma no es como la pintan”, decididos a encontrar símbolos que los representen y contengan el arte para denunciar y comprender la vida.
Fueron 10 colectivos los que se juntaron para crear la Fundación Casa Loma y su Centro Cultural. Convinieron que la danza, la fotografía, la plástica (grafiti), la música y la alegría serían los que ocupen las cuadras de la vereda con tomas culturales e inclusión de sectores históricamente excluidos, generando otras narrativas para nombrar y sanar las heridas que había causado la violencia y que, en la práctica comunitaria, se erigía como educación popular, donde compartir conocimiento implicaba la reflexión continua sobre el territorio y la preocupación por niños, niñas, adolescentes y familias que habitan la Loma y que constantemente llegan, porque aún es un territorio de acogida de personas desplazadas y migradas.
De modo que la participación ciudadana se hizo imperativa para pensar y construir política y simbólicamente la Loma, atendiendo el llamado de los habitantes del territorio frente a las preocupaciones comunitarias que el Estado no atiende y está lejos de entender. Así que la calle fue la fuente de inspiración antes vetada y ahora retomada para ser y construir nuevos paisajes que alienten otras consignas y recuperar la libertad representada por el arte en el que el color se vuelve aliado para renombrar la dignidad.
Además de ser un reto, volver a la calle fue la manera de construir ciudanía y confianza entre los pobladores a modo de estrategia de integración local que permitía repensar lo que ocurría en el límite de la Comuna 3, bordeada por la Vereda La Loma y el corregimiento de San Cristóbal al cual se adscribe. Fue en ese escenario en el que el juego, la danza, la música, las artes platicas se tomaron la palabra para resignificar simbólicamente el territorio haciendo procesos de reapropiación del mismo e indicar que las calles ahora eran un símbolo de cuidado para todos. Es la manera de hacer del territorio un lugar protector, en que el cuidado se convierte en premisa válida para conversar de valores, derechos, responsabilidades y, por supuesto, para construir rutas de protección que prevengan las violencias, generando además colectiva e imaginariamente relaciones de convivencia y diversidad.
Este escenario trae varios aprendizajes comunitarios y organizativos, por un lado la construcción de estatutos de la nueva entidad, por otro, lo que implica tener un lugar abierto con personas que lo cuiden y den uso. Este es el reto que se impusieron los jóvenes en cabeza de los colectivos que decidieron constituirse legalmente, así entender políticamente su proceso en el territorio y las formas de mantenerlo activo. Comprendieron además la fuerza y potencia que tenían como líderes y la necesidad de aprender no solo la parte artística si no la pertinencia de aumentar los cuidados con enfoque de derechos.
Nombrar la parte organizativa de Casa Loma es también referirse a los procesos de aprendizaje de los jóvenes frente a sus necesidades, junto a la construcción de ciudadanías emergentes que promuevan enfoques de intervención diferenciales en territorios vulnerables, de modo que un cantante rap, un grafitero, una profesora de danza entre otros se hacían con una responsabilidad que no imaginaron pero la asumían como un reto y un sueño para que otros hagan parte de su ecosistema de aprendizaje.
Las redes de cuidado se convierten para la casa en una plataforma para entender las dinámicas migratorias y el intercambio artístico y cultural que se genera de las mismas, de modo que como colectivos crean estrategias de acogida para población migrante, integrando saberes y acciones a las dinámicas de vida territorial, e incorporan procesos formativos de música, danza, fotografía, entre otros, por medio de los lenguajes artísticos.
La fuerza de la pedagogía de borde radica en la potencia creadora, emancipadora e inspiradora que aporta firmeza a las capacidades para un dialogo equilibrado donde el saber es un puente que se construye entre todos y todas para enaltecer el conocimiento y en esa medida poderlo transmitir.
Casa Loma es el reflejo de esa capacidad pedagógica de borde porque logra integrar, compartir y robustecer a sus habitantes creando ejercicios de réplica continua que detonan nuevos liderazgos en la formación de los procesos juveniles con enfoques transversales, de género y derechos humanos, alimentando así las discusiones de ruralidad-urbanismo-migración con esas necesidades múltiples que ahora se hacen exigencia para la institucionalidad.
Por ello, hoy, en una situación convulsa de Colombia, no es de admirarnos cuando vemos tantos jóvenes en la calle movilizándose por sus derechos, porque estos son los niños que han sido acunados por las organizaciones de borde o de ladera que en medio del conflicto interno del país decidieron contener con arte la existencia maleva de la armas. Estos mismos mantienen un legado artístico, social y pedagógico que les hace entender su lugar en el mundo en una ética de sensibilidades y rebeldías creadoras.