Hace unos días asistía por Twitter a lo que yo llamo un debate déjà vu sobre los deberes. Si bien, en esta ocasión, más que el tema en sí -que ya ha sido discutido hasta la saciedad-, me llamaba la atención el tono y la forma de este. Ya que, en un momento, la discusión se giró hacia los argumentos de uno y otro bando y su “valor” respecto a si estaban basados en “datos objetivos” o no.
Llegados a este punto, un sector del profesorado que debatía se jactaba de reforzar sus argumentos con dichos datos, mientras planteaba al bando contrario la siguiente dicotomía: presentar esta clase de “datos objetivos” o acabar dándole la razón al otro bando. Un juego este, con cartas marcadas que, si bien no es un ad hominem de manual, se aproxima bastante. Pero sobre todo es groseramente hipócrita, pues disfraza de ciencia argumentaciones más próximas a los dogmas de fe que al verdadero espíritu científico.
A partir de aquí voy a tratar de ser muy claro: sin duda vivimos un momento excepcional de acceso al conocimiento. Nunca hasta ahora, el profesorado ha tenido a su disposición tanta cantidad de artículos, investigaciones, libros… Esto es, sin duda, una grandísima noticia pues permite que el conocimiento generado por la investigación educativa se incorpore a la práctica docente.
No obstante, convendría no perder de vista que si leer un artículo de neurología no te hace neurólogo, ocurre igual con artículos de psicología y educación. Esto pasa porque la persona que lee carece del contexto que te ofrece una formación profunda en métodos de investigación, epistemología de la ciencia, etc. Y que, normalmente, el profesorado no tiene.
Si juntamos esto con la creciente polarización de posturas que parece haber entre bandos docentes, el cóctel que sale es muy explosivo. Continuamente se trabaja con una visión reduccionista de ciencia que, privada de toda su complejidad, de sus matices, de sus incertidumbres… se convierte en un arma arrojadiza para justificar mis propios argumentos de partida.
Como ejemplo, en el caso de la discusión en Twitter sobre los deberes, se hablaba de “datos” pero se asumía que estos son objetivos. Nada más lejos de la realidad. Epistemológicamente los datos son datos (en una amplia variedad de formatos, me refiero a algún tipo de información recogida de manera sistemática). Las interpretaciones y los análisis de estos son las que pueden ser objetivos o subjetivos y, dependiendo de si te sitúas en un paradigma interpretativo o en uno positivista, podríamos discutir si existe siquiera la posibilidad de que haya interpretaciones y análisis objetivos sobre cualquier dato (Gage, 1989; Apple, 1986; De Cambra Bassols, 1982)
El debate se centró, como decíamos, en quién tenía más datos de “investigaciones objetivas” para poder argüir en tanto que armas arrojadizas. No había ninguna intención de comprender, de buscar, de pensar… de demostrar, en definitiva, esa visión ilustrada e intelectual que conlleva hacer ciencia. Porque, a mi juicio, esta actitud tenía más que ver con pseudociencia (tanto que gusta esta palabra para otra clase de críticas).
Hablar de ciencia en aquel momento hubiera supuesto comprender la complejidad de la investigación en el campo educativo antes de empezar con los datos como si estos fueran una verdad suprema incuestionable (lo que en las religiones se conoce como dogma). Y, consecuentemente, abrir un abanico de preguntas que normalmente se pasan por alto: ¿Qué perspectiva hay detrás de la concepción de investigación? ¿Es la única? ¿Es la más acorde a la investigación? No sólo importa el dato ¿cómo se ha hecho el estudio? ¿Sólo valen los estudios experimentales? ¿Es el valor muestral el criterio universal para juzgar cualquier investigación? ¿La investigación en ciencias sociales debe tener la misma metodología que en ciencias naturales? ¿Cuáles son las críticas y los sesgos al abuso de la estadística en la investigación? ¿Existe diferencia entre correlación y causalidad? ¿Es posible en educación buscar generalización con la investigación? Si no lo es ¿es la transferibilidad una opción? En este caso ¿qué busca la investigación que cuyo dato estamos planteando? ¿Se puede pedir objetividad en educación cuando hablamos sobre conceptos con múltiples definiciones? Estas preguntas, lejos de tener una respuesta sencilla, siguen siendo cuestiones a tener en cuenta, antes de abordar o apoyarnos en cualquier investigación.
Recordemos que la definición de ciencia no está resuelta en el mundo científico:
la cuestión está en esbozar una aproximación epistemológica al concepto de ciencia, una vez que se ha reconocido que sobre ésta no hay un acuerdo general (Alonso, 2004: 32), falta de consenso que es más pronunciada en las ramas científicas sociales que en las naturales (Jiménez, 2008, pp. 186-187)
Por ejemplo, una cuestión que, a mi juicio, se debate poco de forma abierta es que asignar valor en educación a estudios experimentales o cuasi experimentales resulta, cuanto menos, complejo, pues la educación no es un acto que ocurra en el aire, o en el control de un laboratorio sino en un entorno social complejo con sus propios significados que condicionan todas las formas de entender (Mohr, 1996; Bandura, 1986). Tal y como lo explica Gage (1989, p. 5):
The effects on people’s actions of their interpretations of their world create the possibility that people may differ in their responses to the same or similar situations.
Aislar variables para asegurar la causalidad entre la variable dependiente y la independiente es, en educación, terriblemente difícil (Maxwell, 2010, 2019; Flyvbjerg, 2004).
Mi opinión es que este paradigma de los datos por los datos, a parte de ser usado por falta de conocimiento sobre investigación, también beneficia a cierta perspectiva haciendo que se retroalimente ella misma.
Cuando la medida de todo en educación la plasmamos en el rendimiento académico, el sistema se retroalimenta él mismo y toda la complejidad de la ciencia en educación se simplifica, disminuyendo casi a cero la incertidumbre. Lo que me lleva a pensar en Innerarity (2021) y sus análisis sobre lo que denomina el dataísmo:
Mi hipótesis es que el dataísmo, es decir, la creencia de que la cuantificación produce la verdad, privilegia una falsa idea de la objetividad y proporciona una certidumbre engañosa que impide un conocimiento cabal de la realidad, sobre el que deberían adoptarse las correspondientes decisiones.
Volviendo al hilo de Twitter sobre los deberes del que hablábamos al principio y en que la discusión se centraba en las evidencias: claro que los deberes aumentan el rendimiento académico; en tanto en cuanto, es entrenamiento de las pruebas que luego pasará ese alumnado. La pregunta sería aquí, si todo el mundo puede entrenar en igualdad de condiciones y, por lo tanto, al que damos como mejor, en virtud de su rendimiento académico, no será el que más oportunidades de entrenar ha tenido.
Claro que la instrucción directa es la mejor forma de aumentar el rendimiento académico (Stockard et al. 2018). Al igual que los deberes, consisten en un entrenamiento guiado de las pruebas que luego pasará el alumnado. La pregunta que se plantea aquí es si instrucción es igual a educación como ya nos anticipó Giner de los Ríos (2003).
Como vemos, en educación no podemos desligar el contexto y la visión del concepto de su medida. Esto hace que la investigación educativa sea terriblemente compleja.
No obstante, no debe haber lugar a equívoco. Claro que es necesario que la práctica educativa esté basada en la investigación (Hederich, Martínez Bernal y Rincón Camacho, 2014). Ya Hargreaves (1996) planteaba esta necesidad. El problema es cuando entendemos por investigación de calidad para sustentar la práctica aquella que sólo proviene de un paradigma, una forma de entender la investigación y que, lejos de su pretendida objetividad, no está exenta de críticas (Biesta, 2007; Wrigley, 2018). Esta orientación de la práctica se convierte en una orientación casi pseudocientífica. En tanto en cuanto, abrazar un enfoque “basado en la evidencia” porque es hegemónico, sin una reflexión rigurosa previa, evadiendo la discusión seria sobre otros paradigmas o cosmovisiones (Jorrín et al, 2021). Es decir, usar como ciencia un planteamiento con nula capacidad de autorreflexión, no parece, precisamente, una buena noción de ciencia.
En definitiva, lo que me preocupa de todo esto es que fruto de esta actitud, como decíamos pseudocientífica, estamos perdiendo la capacidad de hablar de determinados temas y pensar desde determinadas posiciones.
El otro día, asistía a una conferencia de Bárcena (2021) en la que decía que el valor de una idea es lo que esta nos haga pensar. Esta actitud, ahora sí científica e ilustrada, de discutir tratando de entender todos los matices, las profundidades e implicaciones de las ideas, etc., se ha perdido; los debates se zanjan con afirmaciones tajantes como estas:
• Esto no es mi opinión, es ciencia.
• Eso de lo que hablas es una pseudociencia.
Y que no se me entienda mal, no estoy abogando aquí por que existan debates interminables sobre temas ya acordados (que estemos inventando la rueda de forma perenne). Hablo de una actitud científica que implica, en primer lugar, contemplar que puedo estar equivocado o no tener los mejores datos, ni haber hecho los análisis e interpretaciones oportunas. Frente a una actitud pseudocientífica que, paradójicamente, usa la ciencia únicamente para obtener datos que justifiquen los argumentos en los que ya se milita.
Hay cuestiones sobre las que cada vez cuesta más hablar públicamente. Claro que veo valiosa la formación en psicoanálisis o en las -dichosas- inteligencias múltiples de Gardner, explicando sus fortalezas y debilidades, sus limitaciones, sus malos usos… Igual que tantas otras cosas que en su momento constituyeron un conocimiento sobre el que se asentó el mundo. Porque, además, esas ideas -sabiendo de sus limitaciones- sirven para hacernos pensar.
Además, hay para mí otra cuestión importante: deberíamos tener un poco de humildad. La ciencia ha estado tantas veces equivocada que deberíamos ser más prudentes. En su momento, fue ciencia que la tierra era plana, que el átomo era indivisible, el modelo geocéntrico de Ptolomeo permaneció hasta el siglo XVI con Copérnico, …
Porque en el fondo, tal y como decía Michael Crichton, en su novela Esfera, la ciencia no es una manera perfecta de acercarnos a la realidad, sino la menos imperfecta de las que conocemos. Si por ser científico se convierte en verdadero, la actitud es más de pseudociencia que de ciencia.
Por último, algo para pensar: aquellas personas que sí nos consideramos científicas, no deberíamos entrar al trapo, justificar -y a veces dar soporte- a estas posturas, sólo porque concuerdan con nuestros postulados científicos. Deberíamos educar en la complejidad que supone la argumentación científica, no quedarnos en su simplificación.
Referencias
Apple, M. W. (1986). Teachers and texts: A political economy of class and gender relations in education. Routledge & Kegan Paul.
Bandura, A. (1989). Social cognitive theory. In R. Vasta (Ed.), Annals of child development. Vol. 6. Six theories of child development (pp. 1-60). JAI Press.
Bárcena. F. (2021). En la casa del estudio. Conferencia en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga. Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=q5LgLZtAOKk
Biesta, G. (2007), Why “what works” won’t work: evidence‐based practice and the democratic deficit in educational research. Educational Theory , 57(1), 1-22. https://doi:10.1111/j.1741-5446.2006.00241.x
De Cambra Bassols, J. (1982). La teoría crítica y el problema del método en las ciencias sociales . Reis, (17), 53-64. https://doi.org/10.2307/40182852
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Gage, N. (1989). The Paradigm Wars and Their Aftermath A “Historical” Sketch of Research on Teaching Since 1989. Educational Researcher, 18(7), 4–10. https://doi.org/10.3102/0013189X018007004
Giner de los Ríos, F. (2003). Instrucción y educación. Recuperado de https://www.biblioteca.org.ar/libros/1111.pdf
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Jiménez, L. G. (2008). Aproximación epistemológica al concepto de ciencia: una propuesta básica a partir de Kuhn, Popper, Lakatos y Feyerabend. Andamios, 4(8), 185–202. http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1870-00632008000100008
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Stockard, J., Wood, T. W., Coughlin, C., & Rasplica Khoury, C. (2018). The Effectiveness of Direct Instruction Curricula: A Meta-Analysis of a Half Century of Research. Review of Educational Research, 88(4), 479–507. https://doi.org/10.3102/0034654317751919
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