Somos una Fundación que ejercemos el periodismo en abierto, sin muros de pago. Pero no podemos hacerlo solos, como explicamos en este editorial.
¡Clica aquí y ayúdanos!
La presencia de los centros de segundas oportunidades -también llamados centros de nuevas oportunidades- en los fórums de investigación, proyección e innovación educativa nos han acercado un poco más los discursos con los que se presentan y con los que se argumenta de su conveniencia e importancia educativa. Es a partir de retomar contacto con ellos cuando me planteé la pregunta de si estaba ante un ejemplo de reformismo liberal o ante una oportunidad de transformación profunda del planteamiento educativo formal vigente hasta hoy. La inquietud surgió al ver que después de ondear la bandera que defiende la educación como un derecho universal, hay quien retoma el hábito de hablar de segundas o de nuevas oportunidades para aprender. La teoría de la carencia o del déficit -aquella que ya creíamos haber dejado atrás- ha vuelto con fuerza para sostener unos proyectos que pretenden enderezar las trayectorias académicas y, por ende, vitales, de más muchachos que muchachas.
Salvando la terminología con la que se identifican esto centros, lo que me propongo aquí es compartir algunas reflexiones pedagógicas que me sugieren estas iniciativas. Son unas reflexiones que aparecen a partir de tres contradicciones que emergen de los discursos relativos a esta otra modalidad de enseñanza. La intención de estas palabras es la de señalarlas y pensar a partir de ellas, ya que es evidente que existe la necesidad de garantizar una educación para todas y todos. Las contradicciones que señalaré son de índole conceptual, contextual y de finalidades.
Una primera contradicción se halla en el uso circunstancial de los adjetivos que acompañan a los chicos a quienes se dirigen los proyectos, a quienes un día se refiere como fracasados escolares y al siguiente de expulsados de la escuela. Esta alternancia denota una concepción ambigua de los chicos y las chicas como sujetos activos o pasivos de su experiencia escolar. En el primer caso, ellos son los responsables de su fracaso en la consecución de los aprendizajes que deberían realizar en su trayecto por la institución escolar, motivo por el cual se les calificaba además de desagradecidos por no haber aprovechado la oportunidad que se le había brindado para conseguir la titulación académica considerada básica. En el segundo caso, se entiende que es la misma institución escolar quién desecha los chicos y las chicas de los circuitos de formación. Así pues, en el paso de hacerles culpables por no aprovechar la oportunidad que la sociedad les brinda hasta aceptar que son unas de las víctimas de la violencia institucional, hay un abanico demasiado ancho como para saltar de un extremo al otro continuamente y sin darse cuenta. Un educador crítico debería saber dónde se sitúa ante esta realidad y saber por qué está hablando de ella como lo está haciendo. Es por ello que cuando en un mismo discurso se encuentran ambas calificaciones sospecho que el progresismo que pretenden mostrar al decir ocuparse de los excluidos no es algo demasiado sólido, y me inclino a pensar que este ir y venir terminológico no es casual. Quien así habla de la situación que viven los jóvenes conoce -gracias a investigaciones, ensayos de referencia y testimonios diversos- que es el sistema escolar quien abandona y expulsa a un porcentaje siempre demasiado alto de sus alumnos y alumnas. Decir sistema escolar es, también, un eufemismo para no nombrar los redactores de las leyes educativas –esas que siempre suspenden-, de los planes de estudio, de los docentes que además de señalar los errores de aprendizaje de los chavales aprovecha para enseñarles que el error es malo, de los tutores que además de señalar los fracasos de aprendizaje le añade la coletilla moralizadora que los resultados académicos son fruto de su mala conducta, de su mal ser, de su no saber estar en clase. Incluso hay educadores de unidades de escolarización compartida que admiten que al hablar con el tutor del instituto éste desconoce por completo cómo es el alumno que ‘comparten’, por lo que salta a la vista la indiferencia que suscita su presencia en las aulas ordinarias.
Yo no sabría estar en un aula ordinaria. De hecho, no sabía estar en clase, y por eso preguntaba y preguntaba hasta que un día una maestra me pidió que parase de preguntar; protestaba decisiones que me parecían injustas, recibiendo como resultado de ello la expulsión del aula o una visita a jefatura de estudios. Pero a diferencia de muchos de estos chicos, mi boletín de notas era bueno. No había en mi expediente ningún indicador alarmante que llevase a pensar que yo necesitaba algún refuerzo de cariz pedagógico como sí se piensa de quienes, además de protestar –con diferentes actitudes y comportamientos-, suspenden. Aquí se entrevé una discriminación meritocrática. La conducta rebelde se castiga siempre, aunque no siempre de la misma manera. A las que prometemos ser productivas académicamente se nos permite permanecer en el proceso de modelaje; a quienes no presentan expectativas de éxito, se los aparta. Y en lugar de preguntarnos de dónde surge tal rebeldía –ya vale de achacarlo todo a la naturaleza contestataria de la etapa adolescente-, de dónde surge el malestar que expresan los jóvenes, les obligamos a desviar su ruta de aprendizaje desplazándoles a los márgenes del sistema, para que allí, en la cuneta, hagan su personal penitencia acompañados de educadores – esos sí- amorosos, que les escuchan, que atienden a sus intereses, que revisan y replantean contenidos, que les miran como sujetos que son y no como problemas con patas.
La segunda contradicción la encuentro en la doble concepción de la educación con la que se trabaja en las propuestas de segundas oportunidades. A la concepción que se sostiene en el sistema escolar se le añade otra como apéndice, la de las segundas oportunidades, que explicita y orienta su atención a la dimensión social que influye en los procesos de desarrollo y aprendizaje de las personas. Se atiende su entorno socioeconómico y sociocultural, se tiene en cuenta la singularidad de los muchachos, se trabaja en red con otras entidades para acompañar a los chicos desde distintos niveles y áreas. Lo malo de ello no es sólo que se establecen dos circuitos paralelos que desembocan en lugares sociales desiguales, sino que permite que la escuela y los institutos omitan la dimensión social que muchos referentes pedagógicos, como Paulo Freire, insistieron en incluir a toda propuesta educativa:
El aprendizaje de los educandos está relacionado con las dificultades que éstos enfrentan en casa, con las posibilidades de que disponen para comer, para vestir, para dormir, para jugar; con las facilidades y los obstáculos a la experiencia intelectual. Está relacionado con su salud, con su equilibrio emocional.
Es como si la perspectiva integral a la hora de concretar las prácticas educativas solo fuera exigible ante situaciones de aprendizaje problemáticas, y que se pudiera omitir en la educación formal ordinaria. Llegados a este punto, lo paradójicamente preocupante lo hallamos en la suerte de amnesia en la pedagogía de las ideas con las que el pedagogo continuaba su reflexión:
El aprendizaje de los educandos está relacionado con la docencia de los maestros y de las maestras, con su seriedad, con su competencia científica, con su capacidad de amar, con su humor, con su claridad política, con su coherencia, así como todas estas cualidades están relacionadas con la manera más o menos justa o decente en que son respetados o no.
Así pues, y sin cuestionar siquiera un sistema educativo enfermo, van a tratar a los que enfermaron en él, y con ello se retomará o mantendrá la función compensatoria atribuida a determinados servicios educativos, aunque ahora lo hará enmarcada con el aura siempre refulgente de la innovación y de la justicia social. La cuestión está en si la dirección a la que apunta la compensación del desvío no es hacia un punto ‘estándar’ más que cuestionable.
La tercera y última reflexión que me gustaría plantear la motiva la contradicción que aparece al leer los objetivos educativos que se proponen conseguir. Al mismo tiempo que se dice promover y conseguir el empoderamiento y llegar a la excelencia personal, se plantea la urgencia de emprender acciones para frenar el individualismo que dicen que va en aumento alarmante en los alumnos con quienes trabajan. Hay quién describe con estupor y desconcierto la manera egocéntrica e individualista con la que los chicos presentan su proyecto vital, y ciertamente somos testigos frecuentes de dichas actitudes. No obstante, el interés por el otro, la conciencia de formar parte de un grupo de pertinencia –sea cual sea- y la necesidad de sentirse acompañadas son elementos que las y los adolescentes sienten con especial fuerza. Entonces, una de las preguntas que deberíamos plantear es qué provoca esa disrupción tan enorme entre lo que sienten y lo que expresan.
La primera hipótesis que aparece a modo de respuesta se encuentra, precisamente, en la dicotomía irreconciliable que existe en dos de los objetivos presentes en proyectos educativos de muchos de los establecimientos de segundas oportunidades, aunque no únicamente en ellos. Se trata del doble mensaje que se transmite a los chavales, eso es, por un lado, en la insistencia diaria y continuada con la que se les inculca la idea de éxito como aquello que se alcanza individualmente, subrayando con énfasis la afirmación que la conformación de una identidad como dios manda pasa por empoderarse -es decir, por escalar espacios de poder individualmente- y no por vivir un proceso de emancipación compartido, dando a entender que la persona es válida en tanto que puede demostrar su excelencia y no por la sencilla razón de ser quien es, etc.; y por el otro lado, con tono moralizador en momentos concretos de educación cívica y durante algún taller esporádico, reciben el mensaje de la importancia del sentimiento de solidaridad, el derecho a la igualdad de oportunidades, la importancia del aprendizaje cooperativo o el sentimiento de comunidad, por ejemplo. Con todo ello, la contradicción discursiva que capta el chico es mayúscula y entonces la desorientación aparece sin remedio.
Con la exposición de tres de los elementos de reflexión suscitados por los discursos acerca de los centros de segundas/nuevas oportunidades, no pretendo más que lanzar la propuesta de pensar con rigor y honestidad qué pretendemos enmascarar o proyectar con ellos para, así, saber mejor si son parches para un sistema enfermo, propuestas reformistas sin más, una oportunidad para recuperar principios pedagógicos de la educación popular, un lugar de emancipación comunitaria o el blanqueador de consciencia de pedagogías fracasadas.
Referencias
Freire, Paulo (1996) Cartas a Cristina. Reflexiones sobre mi vida y mi trabajo. Madrid,Siglo XXI. (p.107)