El fin de semana anterior concluí mi curso universitario. Los estudiantes que lo tomaron terminaron también su carrera de Pedagogía. Son 28 nuevos egresados en el competido mercado profesional de la docencia y otras tareas educativas.
La experiencia con ellos, de haber asistido al inédito proceso de enseñar y aprender desde casa, como efecto de la pandemia, me produce sensaciones extrañas y obligó a escribirles estos párrafos que comparto con los lectores de El Diario de la Educación.
Estimadas y estimados estudiantes:
Es la primera y probablemente única carta que les escriba. Imprimo en ella sentimientos contrastantes, buenos deseos y la esperanza de un camino venturoso en la carrera.
Los he visto durante poco más de un año. He conversado con ustedes a través de la pantalla, en el aula, en los recesos y algunas veces en reuniones personales. Les conozco poco, pero suficiente para valorarles por el esfuerzo que hace la gran mayoría y por el enorme empeño de sus familias, que los impulsaron a continuar estudiando.
Una de las primeras actividades que hicimos fue responder una encuesta sencilla con datos personales. Tal vez lo olvidaron. Lo que obtuve, más las entrevistas cara a cara, me proporcionaron información muy valiosa.
Sé de sus razones para estudiar Pedagogía. Otro poco de la situación familiar. Algo más de los itinerarios seguidos y, más recientemente, dónde colocan sus intereses profesionales o qué desearían en la vida laboral.
Sin ser tajantes, varios deslizaron la idea de no continuar. La carrera no fue de su agrado. Fallamos los planes de estudio, los maestros, sus propios vaivenes decisivos o la pandemia. Uno, dos o todos esos factores harán que varios deserten del mundo pedagógico. Es una pena, pero mejor al final de cuentas, pues podrán optar por un camino más adecuado.
Es impensable la formación de un profesional de la pedagogía desvinculado del territorio de las escuelas
Dos años lejos del campus y sin asistencia a los centros y espacios de prácticas es una condición desfavorable. Durante ese tiempo debieron pasar muchas horas entre aulas y centros educativos de distintos niveles y actividades. No fue posible con la parálisis experimentada por la pandemia.
Es impensable la formación de un profesional de la pedagogía desvinculado del territorio de las escuelas. El currículum que ustedes recorrieron así lo tiene previsto en cada semestre, pero no estaba preparado, como todo, para el enfriamiento de las relaciones pedagógicas.
En el principio de la pandemia, los profesores, con lineamientos institucionales vagos, en trabajo de academias e individual, procuramos, después de unas semanas de pausa, adaptar nuestros programas a las circunstancias inéditas. Integración curricular, se llamó en algunas instituciones, al esfuerzo de reducir contenidos por la disminución del tiempo de contacto y las semanas de clases perdidas.
La historia de ese experimento es larga y un poco aburrida. Rescato la autenticidad del esfuerzo colectivo y el empeño docente, pero cuando cerramos el semestre en julio de 2020, los balances estudiantiles y del profesorado no fueron tan positivos. Abusamos de intrascendencia, recortamos indiscriminadamente y en no pocos casos hubo exceso de tareas; un activismo improductivo de aprendizajes dudosos.
Cuando aprendíamos a encontrar una ruta, convencidos ya de que la pandemia no era estación pasajera, cambiaron las reglas del juego, como en la educación básica, que pasaron de Aprende en casa 1 a dos versiones más, sin resultados positivos. Me temo que en esas decisiones abundó la ocurrencia y escasearon evaluaciones serias.
Pese a los vaivenes de las políticas, el esfuerzo se perfeccionó de a poco. Aprendimos herramientas para la enseñanza remota en situaciones de emergencia, revisamos errores, ajustamos programas; aunque la situación contextual se agravaba, porque la pandemia destrozó los pronósticos del gobierno federal.
Así fuimos viviendo con ustedes cada uno de los semestres: ahora con este formato, luego con aquel, mejor los dos… y acostumbrándonos a las ventajas que representa una relación mediada por pantallas.
Aprendimos mucho. Los progresos en materia tecnológica y en capacidad de comunicarnos son inocultables; en el campo pedagógico tengo dudas. Algunos estudiantes, por necesidad u ocasión, buscaron empleo, y no pocas veces lo privilegiaron frente a la carrera, apelando al espíritu de comprensión que regaban los discursos de autoridades.
Las deficiencias se hicieron patentes cuando volvimos a clases, primero en grupos pequeños, de forma voluntaria; luego, obligatoria, y finalmente todo el grupo. En el manejo del lenguaje profesional, en el rigor de los conceptos a veces nos instalábamos en la insustancialidad y faltaban hábitos de constancia y disciplina.
La pandemia es un desafío global, lo fue y sigue. Escribirlo es una perogrullada. Debimos aprender las instituciones educativas y sanitarias, las personas, los gobiernos… aunque, temo que menos de lo debido.
Mientras escribo esta carta, leo a Philip W. Jackson, autor de uno de los libros que estudié en la licenciatura varias décadas atrás, pero que me sigue marcando un antes y después en la comprensión de la vida en las aulas, como se llama ese texto. El que ahora reviso tiene por título ¿Qué es la educación? Una pregunta que parece nimia, pero nos coloca frente a nuestro objeto de estudio e intervención y ante nosotros mismos.
En su página 62 escribe Jackson: «La mayor parte de los enseñantes tratan de hacer que la vida del aula sea lo más placentera posible pasando por alto las debilidades de sus alumnos y aplaudiendo sus esfuerzos». Es decir, somos más proclives a ensalzar lo positivo que lo negativo.
Me reconozco en ese pasaje. Pero creo que por una confusión se producen lecturas erróneas: ponderar lo positivo se interpreta como inexistencia de errores o desaciertos, por lo tanto, no caben los esfuerzos de revisión, rehechura o autocrítica. Sin esos componentes, el aprendizaje está incompleto.
No sé cómo resolverlo. Me queda como tarea para las siguientes generaciones.
Ustedes terminaron esta etapa de la formación profesional. Muchos están llenos de ilusiones porque seguirán un curso de posgrado; otros, me cuentan, tienen temores porque el mercado de trabajo no les haga un espacio; algunos, con una dosis de valentía también admirable, festejan que terminó su martirio y emprenderán otros proyectos que sí les emocionen.
A todos, mi felicitación por la alegría de cumplir una meta. Felicidades extensivas a las familias, a sus madres y padres, hermanos, a quienes les sostuvieron con recursos monetarios o el apoyo emocional cuando era preciso; a quienes les reconvinieron en el momento justo. Especialmente a las familias que por vez primera tendrán un título universitario colgado en sitio principal de la casa.
Ojalá aprovechen lo aprendido en las aulas universitarias durante cuatro años.
Si trabajan en el campo educativo, aprovechen las buenas lecciones de sus profesores, del ambiente de su facultad, pero también las malas prácticas y los vicios, para no repetirlas, por supuesto.
Ojalá se acerquen a los ideales y se separen de las rutinas que les hicieron criticar y hasta aborrecer la escuela en algunos momentos, si sucedió.
A la vuelta de algunos años será muy grato encontrarlos y escuchar las experiencias que protagonizaron cuando atrás quedaron las puertas de la universidad.
Un abrazo fraterno.