Pertenezco a ese grupo de personas que, ni mejores ni peores, gusta de pensar y repensar la educación constantemente. Lanzarse a la búsqueda de diferentes enfoques, los que, además, pueden presentar las más diversas cualidades. Procuro dialogar constantemente con estas ideas y pareceres, puesto que, aunque el lector pudiera discrepar conmigo en este asunto, creo que la educación en su sentido más amplio se erige como un fundamento indispensable de nuestras sociedades actuales. Si Bertrand Russell se preguntaba ‘¿qué individuo se pretende educar?’ (Russell, 2013) no está demás entonces por analogía formularnos una pregunta, si acaso, de aun mayor calado: ¿qué tipo de sociedad y de ciudadanía deseamos forjar?
Ahora bien, demás está decir que en esta labor, la escuela ocupa un lugar principalísimo, y, por ello, la concepción de la misma y la función que a esta se confiera dará lugar a resultados que pueden llegar a ser muy diferentes.
La escuela ha cambiado, y lo ha hecho a un ritmo frenético. Parece haberse consagrado como un lugar que se desenvuelve de forma eminentemente utilitarista, habiendo quedado atrás el ideal ilustrado de la educación como el ensanchamiento del espíritu en la búsqueda de la verdad y de la instrucción del discípulo para adoptar una actitud de ser y estar en el mundo, en su mundo (Ortega y Gasset, 2015). La noción de productividad disfrazada de competencia está minando, como mala hierba, un espacio que debería pertenecerle por derecho propio a la cultura y al conocimiento. Entiéndame bien, querido lector; puesto que no estoy abogando por una elección dicotómica entre productividad o saber, sino más bien, por la búsqueda de caminos que permitan la convivencia de los mismos (Luri, 2020).
Debo reconocer que, antes de llegar al punto en el que ahora me encuentro en este asunto, adoptando una postura en defensa de la cultura y el conocimiento, había sido abducido por ese peligroso —que no malo— canto de sirena del esnobismo pedagógico que se combina con la corrección política y emocionalismo que, muchas veces, llega incluso a despreciar el propio esfuerzo insoslayable que requiere la aprehensión del saber; el que, además, parece verse intensificado mediante la aprobación de la nueva ley educativa LOMLOE, que, por moderna que pudiera sonar, ha presentado la hoja de ruta que se pretende se desarrolle en las aulas, sin hacer mención aún respecto a los recursos con los que dotará a los docentes para llevarlas a cabo, no sin, además, plantear algunas cuestiones que han sido interpretadas desde muchos sectores como injerencias que no debieran ser aceptadas (Navarra, 2021), basta para ello una breve búsqueda en internet para toparse con múltiples pronunciamientos en contra de la citada ley.
Todo esto supone, por tanto, un factor decisivo en la consecución de delineamiento del tipo de escuela que se pretende establecer —a rasgos generales, claro está—, y con ello, del ya mencionado ‘producto final’, ese ciudadano que, incluso, puede que no solo llegue a no ser productivo, sino incompetente; puesto que, ¿cómo podrá pues producir un individuo al que se le ha privado de conocer asuntos en profundidad a razón de dotarle de una serie de competencias cuya definición, además, es tan diversa según a quién se pregunte? Es a partir de esta pregunta, entonces, que creo con mucha convicción que la labor del filósofo es importante; de aquel individuo que sitúa su mirada en un sujeto, objeto y/o fenómeno e intenta discurrir en cuanto a este. Es necesario vigilar la educación y medir el impacto de las decisiones que tomemos hoy, puesto que la repercusión que puedan tener en el futuro no es baladí, máxime, cuando se trata de responsabilizarse del futuro de toda una generación.
¿Qué es, entonces, la escuela? ¿Un simple aparato productivo del que nutrir el capital humano de una nación, o, más allá de eso, un espacio donde tratar de transmitir amor por el saber? Esto último, es, por supuesto, responsabilidad casi única y exclusiva de aquel que enseña.
Quisiera concluir esta breve reflexión constatando que mi finalidad no es la de criticar de forma ponzoñosa el posiblemente no menor esfuerzo de todos aquellos que, seguramente, con la mejor de las intenciones, han intentado dar lugar a una nueva reforma educativa; sino más bien, de tratar de ser crítico respecto a este asunto. Sin embargo, las buenas intenciones no bastan. Es necesario hablar de ello y depurar nuestro proyecto educativo lo mejor que se pueda, superando además las discusiones pueriles y maniqueas entre el saber y conocimiento y la habilidad y competencia. Ambas no solo pueden coexistir, sino que, además, deberían hacerlo. Solo así sabremos hacia dónde nos queremos dirigir.
Referencias
Luri, G. (2020). La escuela no es un parque de atracciones. Una defensa del conocimiento poderoso. Ariel.
Navarra, A. (2021). Prohibido aprender: Un recorrido por las leyes de educación de la democracia. Anagrama.
Ortega y Gasset, J. (2015). Misión de la universidad (S. Fortuño Llorens, Ed.). Cátedra.
Russell, B. (2013). Sobre educación (J. Mosterín, Trad.). Austral.