Con el impulso del nuevo curso, retumban en las redes los ecos de los lamentos de sanitarios, profesores y demás funcionarios por la situación que percibimos todos y cada uno en lo nuestro, pero todos lo hacemos en el ámbito de lo de todos, de lo común. Se nos desmorona lo que pensábamos que era sólido y seguro, los servicios públicos, que nos permitían vivir con confianza, y está ocurriendo ya, mucho antes de lo previsto, antes de que sea percibido como real por los que no lo están viviendo en directo, como los profesionales de cada campo. Muchos piensan que nada que no pueda revertirse está ocurriendo en este momento, que esas alarmas no tienen algún interés, pero las alarmas tienen ya un sonido preocupante, contínuo y acompasado. Podemos hacer como que no pasa nada, y seguramente así sea para algunos durante un tiempo, pero el perjuicio nos va afectando ya a todos de cerca.
Solo algunos ejemplos de estos días: los médicos de urgencias del Hospital Infanta Sofía de Madrid van a la huelga; también tiene convocada huelga Atención Primaria y dimite la gerente. Y no solo en Madrid: el personal de la Seguridad Social se moviliza y convocan protestas para noviembre. La Administración bien parece un queso Gruyere, sin personal suficiente y lastrado por subcontratas.
Ante todo esto, parecería que la tranquilidad general reinante por parte de los usuarios significara que asumimos que los profesionales que se movilizan están defendiendo sus propios intereses. “Ellos y ellas se movilizan; estarán luchando por lo suyo”, parecen pensar los testigos mudos que no se inmutan ante ello. “No hay citas en las oficinas de la Seguridad Social porque los funcionarios no quieren trabajar”, es un comentario que se repite desde hace años. “Estás perjudicando a tus alumnos haciendo huelga”, me dijo una madre de una compañera de mi hija cuando hice huelga tras la pandemia.
Los últimos 10 años la dimensión y velocidad de los recortes de presupuesto, personal y servicios han sobrepasado nuestra capacidad para comprender y procesar lo que está ocurriendo. En educación, en prácticamente todas las comunidades, también ha sido así. Hace ya años, en la Plataforma por la Educación Pública de Chamberí (Distrito de Madrid), propusimos registrar las decisiones que iban mermando los recursos de nuestros centros: lo llamamos el Recortómetro. La iniciativa no tuvo mucho éxito, la verdad: eran tantos los frentes que la iniciativa hubiera necesitado varias manos concienzudas y, sobre todo, el conocimiento y la perspectiva para detectar lo que paso a paso avanzaba como elefante en cacharrería.
Ese Recortómetro recupera su sentido de ser al hilo de la necesidad de mostrar aquello que ocurre en la “caja negra” que son los centros educativos para las familias y el alumnado. El mes pasado propuse escribir sobre ello: en primer lugar, parecía necesario enmarcar lo que ocurre en los centros debido a la pérdida de dinámicas democráticas tras la aprobación de la Lomce. Más allá de ello, que es muy importante, los recortes han llegado tan lejos que parece que hubiera una anestesia que nos permite a todos los integrantes de la comunidad educativa adaptarnos y sobrevivir, pues nuestra propia naturaleza nos impele a ello.
Quizá sea necesario tomar conciencia de la situación en la que nos encontramos los usuarios de los servicios para que nos demos cuenta de la peligrosa situación que asumimos como normal. Quizá en ese momento podamos superar la ceguera y seamos nosotros los que nos movilicemos: los usuarios, los pacientes actuales y futuros de la sanidad, las familias y alumnado, los ciudadanos en general haciéndonos conscientes de que las garantías que nos proporcionaba el estado de bienestar se están viniendo abajo.
Un artículo reciente de Julio Rogero toma distancia, algo muy difícil de hacer, y se centra en la necesaria humanización del profesorado, articulandolo a través de una serie de desafíos. Rogero muestra un camino de posibilidades, no solo la queja en la que podemos quedar atrapados. El Recortómetro, que podría registrar las necesidades no cubiertas, puede ser también una fuente de desafíos para la comunidad educativa. El profesorado no puede emitir más señales de aviso, del mismo modo que los sanitarios no pueden cargar sobre sus espaldas con el sostenimiento de un sistema que necesitamos todos.
Alumnado y familias merecen que el profesorado que se encarga de la delicada tarea de instruir, educar y cuidar durante tantas horas a niños y jóvenes tenga estabilidad
En este sentido, alumnado y familias merecen que el profesorado que se encarga de la delicada tarea de instruir, educar y cuidar durante tantas horas a niños y jóvenes tenga estabilidad en sus centros: esta facilita conocer al resto de profesores, para lo que se requiere tiempo, generar vínculos a través de la confianza mutua, tener la posibilidad de profundizar en el conocimiento sobre las circunstancias en las que está inmerso el centro, cada familia y el alumnado. Tener estabilidad laboral permite la toma de decisiones vitales necesarias para tener una vida saludable en todos los sentidos.
El profesorado de nuestros hijos debe tener esa estabilidad: actualmente en Madrid las plantillas son inestables en una proporción cercana al 50%. Estabilizar plantillas supondría la posibilidad de avanzar en la creación de equipos que gesten propuestas que se consoliden a través de la mejora con los años. La atención a la diversidad del alumnado exige equipos estables pues las necesidades individuales no pueden ser detectadas y atendidas improvisadamente por personal recién incorporado a un centro. Como madre, siempre me pregunto qué profesores de mis hijos tienen estabilidad. Sé que, si no la tienen, muchos estarán improvisando por falta de tiempo para programar su actividad. Si están en comisión de servicios opaca, no tendrán libertad para tomar decisiones. Si son interinos, estarán preocupados preparando su oposición. Nadie más interesados que las familias para exigir estabilidad de plantillas
La comunidad educativa está formada por otros profesionales cuyo trabajo no es menos importante: personal de administración y servicios, intérpretes de lengua de signos, personal de limpieza. Estos profesionales participan activamente en la actividad de los centros y las subcontratas y la temporalidad generan demasiadas externalidades. La estabilización de las condiciones de estos profesionales permitiría la realización de su trabajo con posibilidad de mejora de curso en curso. La necesaria humanización que apuntaba Rogero exige la estabilización de plantillas de profesorado y otros profesionales y el alumnado crecería también en ese sentido al calor de una comunidad a la que se le permite disponer de tiempo para generar vínculos.
La existencia de una política de recursos humanos que fuera más allá de la gestión de las listas de interinos y la organización de concursos de traslados permitiría avanzar en eficiencia y humanización
La existencia de una política de recursos humanos que fuera más allá de la gestión de las listas de interinos y la organización de concursos de traslados permitiría avanzar en eficiencia, en un aprovechamiento de los recursos y en la humanización de las relaciones. Ninguna ley educativa puede dar fruto si los profesores de nuestros hijos se incorporan de un día para otro al aula a impartir materias o módulos para los que no han tenido tiempo de preparación. Esto ocurre a diario. En FP necesitamos que exista algún plan o que se realice algún tipo de previsión para que el profesorado que se incorpore a dar un módulo esté formado más allá de tener un título y un máster y tenga tiempo para preparar material y para diseñar actividades.
El alumnado que está pasando por momentos más complicados también requiere un profesorado especialmente preparado y estable. También equipos de especialistas y orientadores que trabajen coordinados, entre ellos y con agentes del entorno, para dar respuesta a tantas y tan diversas necesidades que presenta este alumnado. Si existiera una política de RRHH que las detectara y diseñara un plan de incorporación y actuación para el profesorado, orientadores y otros profesionales, las tasas de abandono y los resultados del alumnado más vulnerable mejorarían, sin lugar a dudas. Nuestros hijos lo merecen y la sociedad necesita que ninguno se quede atrás.
Las infraestructuras de los centros deben permitir el desarrollo saludable de nuestros hijos y alumnos: el presupuesto en infraestructuras en comunidades como Madrid lleva años siendo mínimo. Barracones, centros construidos por fases (lo que significa convivir con las obras durante años para ahorrar en costes), centros históricos en estado de decrepitud, y la falta de evaluación de riesgos laborales nos llevan a una situación inaceptable para el alumnado. Los centros de nuestros hijos tienen que tener como mínimo agua potable, cosa que en aquellos en los que no se han cambiado tuberías desde hace décadas no hay; es necesario que la calidad del aire sea adecuada, que no existan materiales tóxicos como el amianto y que el resto de condiciones constructivas no supongan un riesgo para la salud. Conexiones a Internet y equipos funcionales son, a día de hoy, aún un reto. La inversión en infraestructuras duraderas y sostenibles permitiría un ahorro a largo plazo. La riqueza histórica y cultural que atesoran muchos de los centros más antiguos merecen una inversión que los convertirían en patrimonio valioso. Los entornos constructivos del aprendizaje dejarán huella en los niños, por eso merecen que sean reflexionados desde múltiples puntos de vista y la dotación de recursos para ello generarían una dimensión en la formación y el aprendizaje con la que ahora no contamos.
La externalización de la formación del profesorado ha derivado en una venta de productos que distorsiona los incentivos a los que deben obedecer los protagonistas en el aprendizaje
En esa vía de la humanización como respuesta al recortómetro se exige dar un giro a la formación del profesorado. La formación debe ser liberada de los condicionantes de las empresas con intereses propios, lícitos, por otro lado, pero muy distantes de los intereses de todos. La externalización de la formación del profesorado ha derivado en una venta de productos que distorsiona los incentivos a los que deben obedecer los protagonistas en el aprendizaje. La formación del profesorado puede liberarse de la necesidad de generar productos: la innovación per se no es necesaria.
El objetivo de la formación del profesorado es la mejora del aprendizaje y para ello podemos deshacernos de la necesidad de generar productos vistosos y novedosos. Podemos recuperar la formación en contenidos, tan importante para diseñar estrategias de aprendizaje en distintos escenarios: el rigor en los contenidos y el conocimiento profundo de la materia nos dota al profesorado de una base necesaria para que la didáctica se sustente sobre una base sólida. También el aula puede liberarse de la necesidad de generar productos: los proyectos pueden ser necesarios o pueden ser un producto que no ha generado conocimiento, o no lo ha hecho con la profundidad necesaria. Familias y alumnos pueden también dejar de exigir productos al sistema, novedades con nombres sonoros, muchas veces en inglés, que pueden, o no, ser más que un envoltorio. Estamos preparados para ello.
La privatización de la educación también es esto: trasladar la necesidad de producción y la venta de productos
En algunos momentos pareciera que hemos entrado en una espiral histérica de generación de productos para justificar cada uno de los puestos que jerárquicamente beben unos de otros en la administración. La privatización de la educación también es esto: trasladar la necesidad de producción y la venta de productos, con su márketing aparejado, a la gestión educativa y a la gestión de la formación. A estas alturas de la historia conocemos cómo funciona el mercado y sus externalidades y seguro que somos capaces de asumir que hay otra manera de gestionar la formación del profesorado para que redunde en una mejora real de la práctica docente. Las familias pueden emanciparse de esa necesidad porque sus hijos merecen mucho más que un producto: merecen una educación integral en la que no todo es cuantificable ni etiquetable.
Es momento de pasar de la queja a la exigencia; de la crítica a sanitarios, profesorado y funcionarios a la reivindicación de lo que es de todos e imprescindible. Es el momento de los ciudadanos.