Está la Navidad a la vuelta de la esquina. Incluso para los ateos, para los agnósticos, para quienes profesan otras religiones o para quienes las niegan hay un componente cultural en nuestro país que no podemos por más que queramos sacar de la escuela. Es ver la primera tableta de turrón en el supermercado y el cuerpo lo sabe. Hemos intentado quitarle toda connotación a estos días invernales pero como bien sabemos el entorno es tanto (o más) educador que la propia escuela y al final nos vemos a mediados de noviembre pensando en cómo hacerlo este curso. Y lo acabamos haciendo.
Las maestras más avezadas tienen ya las decoraciones a medio poner, las actividades que recogen propósitos para el próximo año preparadas para ser ejecutadas y los calendarios de Adviento-no Adviento (calendarios de Adviento paganos, diríamos) repletos de enigmas matemáticos y lecturas para cada día colgados de una pared para generar eso que llamamos “motivación intrínseca” y que surge cuando los niños han preguntado ya treinta veces que qué hay detrás de esas casillas con números. Los veintipocos días lectivos del mes de diciembre son siempre de un intenso sin parangón.
Así, con esa premura y ese entusiasmo tiene ya una de mis compañeras un árbol de Navidad creado en el pasillo, al lado de su puerta y pegado al aula de informática. El árbol está hecho a su vez de bolas de Navidad impresas, recortadas y coloreadas dentro de las cuales niños y niñas de todas las edades han incorporado un buen deseo para el próximo año. Pensar sobre un buen deseo así, en abstracto, puede llevarnos a la creencia de que lo bueno es algo común y lo deseable también, pero nada más lejos de la realidad: allí donde una esperaba encontrar peticiones relacionadas con el amor universal, la paz en el mundo, la igualdad entre todos los seres humanos o la lluvia de derechos colectivos nos hemos encontrado con bolas navideñas que recogen deseos como “que mi familia pueda pagar las facturas”, “que mi madre conserve su trabajo”, “poder ver a mis abuelitos al menos una vez más”, “que mis hermanas vengan de Colombia para celebrar la Navidad”.
Toda la que lo ve asiente con la cabeza. “Claro”, comentamos, “es que no podía ser de otra forma”. Conocemos a nuestros alumnos y alumnas y a sus familias porque pasamos mucho tiempo con ellas y porque comentamos nuestras preocupaciones que son las mismas en todas las casas, aunque sea en diferente medida: la salud, el desempleo, la vivienda, los precios desorbitados. Qué absurdo pensar que alguien puede abstraerse de las preocupaciones del día a día, qué ridículo pensar que los niños y niñas no son conscientes, que no sufren los dolores de las personas adultas con las que conviven, que no padecen los propios, que el sistema capitalista no les afecta solo porque aún dependen de otras personas para ejercer el legítimo derecho a la disidencia.
Al tiempo que este árbol era “plantado” en el pasillo del aula de informática leía en Twitter (por vez millonésima) a una persona que comentaba la necesidad de que la escuela prepare “para la vida”. Para qué vida, suelo pensar yo, como si todas fueran iguales. Como si lo bueno y lo deseable, una vez más, fuesen comunes a todas las personas. Esta preparación se resumía en este caso a aprender a pedir una hipoteca o a rellenar papeleo para una aduana. Internet está repleto de artículos e imágenes que apoyan esta idea instándonos a implementar asignaturas a través de las cuales enseñemos contabilidad, oratoria, meditación o a poner una lavadora. La vida adulta sería mucho más sencilla, dicen, si esto se enseñase en la escuela.
Cuando leo estas cosas (y en ocasiones me las envían porque piensan que soy afín a ellas en la medida en la que propongo que se hable de ello en la escuela) me planteo dos reflexiones: la primera me lleva a preguntarme qué vida imagina la gente que tiene esa otra gente que le rodea. La segunda me lleva a preguntarme cómo entienden todas las gentes, las unas y las otras, la escuela.
¿Se imaginarán la escuela como un lugar en el que conviven personas pequeñas dispuestas a absorber como esponjitas todo aquello que queramos arrojarles en un intento de prepararlas para lanzarse a un mundo repleto de oportunidades que serán solo para quienes puedan alcanzarlas gracias a su preparación? ¿O sabrán que la escuela es un lugar en el que conviven personas pequeñas y mayores conscientes de las limitaciones que les afectan, todas ellas atravesadas por las violencias estructurales del sistema, y cuyos sufrimientos afloran en cuanto les das una bola de Navidad en blanco para que la rellenen?
Cómo le voy a enseñar a un alumno a quien el banco acaba de desahuciar de su casa a pedir una hipoteca. Cómo van a llevar las maestras de las escuelas cercanas a la Cañada Real, que lleva dos años sin electricidad, una factura de la luz. Para aprender a leerla, dicen. Para esas familias, para sus hijos e hijas, la lectura es fácil, son solo dos palabras: sin servicio.
Cómo voy a enseñar finanzas a unos niños y niñas que no saben si sus madres podrán llegar a fin de mes. Cómo les voy a dar estrategias para administrar un sueldo que no llega al mínimo interprofesional. Cómo voy a hablar de meditar a familias que viven en una habitación de un piso compartido conteniendo la ansiedad a base de medicación mientras esperan un permiso de residencia que no saben si llegará.
Cómo voy a hablar de poner la lavadora a niños y niñas que no tienen más remedio que asumir en sus hogares tareas de limpieza, cocina y cuidado de hermanitos menores mientras sus padres y madres trabajan durante doce horas sin contrato con la esperanza de darles a sus hijos una vida mejor. Cómo voy a enseñar oratoria a quienes nadie escucha, a quienes ven sus voces silenciadas. Porque la voz no se da, la voz se tiene; nadie tiene que dar voz a nadie. Las voces deben ser ejercidas, y para que unas hablen otras debemos callar y escuchar. No es la oratoria, son el espacio y el altavoz los que le dan a una persona la posibilidad de ser escuchada.
Cómo voy a hablar de papeleo en las aduanas a quienes no tienen papeles.
La escuela no debe enseñar a integrarse, a adaptarse ni a someterse a las violencias de un sistema que no acepta alternativas ni fugas en sus filas si no es a base de invisibilizar, renombrar o edulcorar las opresiones. La escuela debe, precisamente, facilitar la organización colectiva para confrontar todas esas violencias estructurales que mantienen las desigualdades a perpetuidad haciendo ver que el sacrificio de unos vale más que el de las otras o que es el trabajo duro lo que, por sí mismo, tiene como resultado el triunfo.
La escuela debe poner sus paredes, sus pasillos y a sus docentes al servicio de la reflexión compartida, la escuela debe desvelar todo aquello que nos afecta colectivamente pero también lo que nos afecta individualmente, y debe propiciar espacios para que esto pueda ser hablado, apoyado y recogido. Las docentes que asumen la valentía de preguntar a su alumnado deben estar preparadas para cuestionarse sus prácticas en base a las respuestas que reciban. Porque ninguna de nosotras estaba preparada para ver cada día, en el pasillo de informática, un árbol que nos recuerda que los niños y niñas no son seres de luz ni vasijas a medio llenar. Son nuestros vecinos. Y antes de enseñarles a pedir una hipoteca a un banco me retiro.