Eran como las siete y algo de la mañana cuando mi amiga Nuria me mandó las fotos. “Mira cómo ha amanecido mi cole”, me decía, y varias imágenes acompañaban esa escueta frase. Las abrí, y cuando se descargaron todas pude entender el conjunto.
En la primera se veía la calle donde está su colegio, en el mismo barrio que el mío. Se reconocían fácilmente la fachada del banco que está en la esquina, el cartel del súper con las ofertas de la semana, ese parque infantil por el que hace años que no pasa una reforma municipal. La acera, ese trozo de calle estrecha por la que apenas caben los carritos de los bebés y los de la compra, estaba cuajada de papelitos blancos que parecían haber caído del cielo, como una suerte de nube blanca de celulosa.
En la segunda y en la tercera fotos se veían planos más amplios de la calle y se podía entender hasta dónde había llegado la avalancha de papelitos, que inundaban los setos, los coches, la calzada. Yo me imaginaba a los servicios de limpieza echándose las manos a la cabeza: llovía muy ligeramente esa mañana, y los papelitos se habían fijado al suelo con ese pegamento natural que es el agua cayendo contra el asfalto.
En la cuarta foto se veía un plano corto, con los papelitos puestos boca arriba. Se apreciaba que estaban impresos por ambas caras. Una de ellas que habría sido la original, llena de dibujos y frases que perfectamente podrían haber estado en cualquier mano infantil que tuviera esa semana un examen. La otra cara, la importante, la que daba sentido a la nevada de trocitos de folio, tenía varias frases impresas en diferentes colores:
– “Cuando elegiste este colegio, ¿te avisaron de que pretendían cambiar el horario todos los años?”.
– “¿Quién se beneficia de la jornada continua en primaria? ¿Los niños o algunos adultos?”.
– “¿Es normal tener que votar año tras año porque el resultado no satisface a los profesores?”.
– “¡Que no te engañen! Si prefieres NO cambiar la jornada del colegio tu mejor opción es NO VOTAR”.
La verdad es que no me pilló desprevenida. En estas semanas del curso, cuando se abre el plazo para votar los cambios de las jornadas en los centros, el ambiente se enrarece al punto de volverse tenso, tan tenso que fractura sin demasiado esfuerzo claustros, comunidades de aprendizaje, equipos directivos, grupos de familias y lo que se le ponga por delante. Hay centros donde se ha renunciado a iniciar el proceso, centros donde los claustros pelean año tras año por intentarlo y centros donde son las familias quienes impulsan las votaciones. El de mi amiga Nuria es de los últimos.
Personalmente no tengo demasiado que aportar al debate. No soy especialmente partidaria de la jornada continua pero tampoco soy defensora a ultranza de la jornada partida. Sinceramente, no comulgo con ningún discurso que ponga al alumnado como excusa en un sistema educativo donde el menor de los problemas es la distribución de la jornada.
¿Hasta cuándo dejaremos que los procesos de cambio de jornada perjudiquen a la escuela pública?
Estamos en un momento en la escuela pública donde hacemos aguas por casi cualquier frente: por un lado, observamos cómo las administraciones públicas recortan salvajemente no solo la inversión, sino la gestión de los medios que se destinan a los centros. Hay menos profesorado que nunca, y no porque no haya docentes en las aulas sino porque el alumnado cada vez necesita más y mejor atención, y no es posible cubrir sus necesidades sin una modificación de la cantidad y la calidad de los recursos humanos.
Por otro lado, vemos cómo las aulas se masifican sin que haya apenas espacio físico para coexistir: cada vez más espacios son dedicados en los centros a la docencia eliminando otros lugares necesarios como las aulas de especialidades, las bibliotecas, las salas de estudio, las salas de reuniones o los espacios artísticos, deportivos, musicales. Y para qué hablar de las ratios, que convierten a los grupos en inmanejables.
Ni qué decir tiene que nos encontramos además inmersas en la enésima reforma legal que tiene a los claustros de punta, pero también a las familias, perdidas, retorciendo su argumentario para adaptarlo a unas exigencias que ni siquiera muchos tienen claras. Para ser honesta, yo tampoco entiendo todavía qué se espera de mí en muchos aspectos. Por más que una lee, se forma, estudia y evoluciona nunca parece estar a la altura de lo que debe dar, sea eso lo que sea.
Qué comentar de la precarización del empleo que azota a las familias, de la exterminación de los recursos públicos que les ayudan a subsistir, del encarecimiento de la luz, de la cesta de la compra o de los bienes de primera necesidad. Cómo hablar de todos esos alumnos y alumnas que apenas hacen una comida con proteínas al día, y que muchas de las veces es la del propio colegio.
Esto por no meterme en las cuestiones de salud mental que taladran sin piedad a todas, desde las personas más pequeñas hasta las mayores de los centros, dentro y fuera de ellos. En los últimos cinco años hemos pasado a tener un protocolo para la gestión de la convivencia a diversificar en una decena de planes de prevención de la violencia no solo de unas hacia otros, sino la autolesiva, la que pone en riesgo la propia vida. Tenemos un protocolo de prevención del suicidio. En personas, insisto, que llevan entre tres y diez años en este mundo y que ya necesitan salir de él.
Todo esto también sin entrar en los desahucios que sufren nuestros alumnos y alumnas, en la violencia machista que asesina a sus madres a través de las manos de los hombres con los que conviven, en el racismo institucionalizado que les condena a esconderse, en la explotación de las personas adultas de las que dependen al punto de no poder siquiera verles durante la semana. Tampoco entro en cómo cada vez la escuela asume más y más responsabilidades que no son suyas pero que tampoco son de nadie, porque la escuela es una institución del Estado y no puede escapar a todo lo que el Estado legitima, sostiene y protege como parte de sí mismo. Por mucho que quiera.
Entonces, si estamos como estamos, ¿por qué nadie me ha mandado un mensaje a las siete y cuarto de la mañana con una calle inundada de una nieve de papelitos blancos que hablen de estos temas? Me lo imagino:
– “Cuando elegiste este colegio, ¿te avisaron de que la elección de centros es privilegio solo de unas pocas familias y que el resto se conforman con escuelas masificadas y guetizadas?”.
– “¿Quién se beneficia de la precarización extrema de la educación pública? ¿Los niños o algunos adultos?”.
– “¿Es normal tener que votar año tras año a personas que gestionen los bienes públicos para que estos sean cada vez peor gestionados?”.
– “¡Que no te engañen! Si prefieres NO aguantar la violencia institucional que ahoga tu escuela tu mejor opción es REBELARTE”.
Es curioso que el debate de la jornada escolar levante tantísimas ampollas, que quienes jamás han peleado por absolutamente nada que tenga que ver con el bien de la escuela o de las comunidades educativas se esfuercen sobremanera por argumentar utilizando a la infancia, su bienestar o su estabilidad mental o física (que si las horas de sueño, que si la alimentación, como si tuvieran la menor idea de en qué condiciones de sueño o alimentación vive la mayoría de la infancia española que asiste a centros públicos) como revulsivo.
Por supuesto que es un debate interesante y necesario, pero no es el debate más urgente. Por supuesto que hay voces legítimas defendiendo una y otra jornada que no han callado ni callarán ante la violencia que la institución escolar soporta, alberga y esparce como lo que es, un lugar público donde las desigualdades estructurales se manifiestan con una claridad descomunal, pero no son las únicas que se alzan ni las que más eco tienen. Son las consultorías, los empresarios, las escuelas concertadas y privadas, las empresas de comedor y extraescolares, las AMPA conservadoras las que más se mojan. Las que más estudios encargan, las que más espacio ocupan en las redes. Las que se atreven a lanzar una nube de papelitos blancos por las calles de los barrios obreros. Y son también a las que más se oye.
Maldigo el debate sobre la jornada porque es el arma perfecta para desarmarnos, enfrentarnos, para separarnos todavía más
Cuando un debate es posible y se permite que la polarización se escuche y se vea tan claramente, es necesario pensar quién o quiénes se benefician. Cuando un espacio se torna bronco y se utiliza para la fragmentación de las fuerzas, hay que preguntarse qué se está quedando abajo o detrás. En qué se convierte esa fragmentación, qué facilita y qué impide. Y en este caso nos está impidiendo ocupar el espacio de debate para lo urgente. No digo lo importante, que la jornada lo es, sino lo que día tras día nos asfixia en las escuelas. Lo que pone en peligro las vidas del alumnado y de las familias. Lo que las cercena.
Maldigo el debate sobre la jornada porque es el arma perfecta para desarmarnos, enfrentarnos, para separarnos todavía más, para sedarnos haciéndonos creer que estamos ejerciendo nuestras voces para algo justo, cuando si esas voces se alzasen para pelear por los problemas importantes de la escuela lo harían por esos que no se escriben en papelitos blancos ni se lanzan por las calles, esos que no ocupan cientos de hilos en las redes sociales, esos que nunca llegan al congreso ni dan dinero a empresas de comedor y extraescolares.
Las voces que se alzasen para pelear por lo importante lo harían por esas familias que no tienen papeles, por las que duermen en las calles, por las que no llegan a fin de mes o no pueden proporcionar una comida protéica al día, por las que tienen trabajos precarios, por las que son asesinadas por esos hombres que siempre saludaban.
Las voces, las fuerzas, deberían alzarse para unirnos y para revolucionar las escuelas. Por las maestras, por las vecinas, por las familias. Y por sus hijos e hijas, esos que no llevan una década en este mundo y ya necesitan salir de él. Eso no va a cambiar sin que confrontemos la polarización impulsada por empresas privadas y asociaciones mercantilizadas. No si no lo peleamos entre todas.
Las vidas del alumnado y de las familias no van a cambiar si la escuela sigue como hasta ahora. Aunque los coles consigan el cambio de la jornada.
1 comentario
Totalmente de acuerdo contigo Paula. Yo fui presidente del AMPA durante 7 años. Organice reuniones para hablar, por ejemplo, del bullying. Acudieron 8 personas y 3 éramos de la Junta del AMPA. Pedí apoyo para recoger comida que dábamos a un banco de alimentos cada 2 meses, alguno solo se entregó 10 litros de leche y unos paquetes de galletas. Pero di que vas a hacer una reunión para debatir sobre jornada partida y continua que la gente casi ni cabe en la sala y antes de llegar el día de la reunión ya me señalaban y miraban mal cada vez que iba al colegio, y eso que era un debate de ambas jornadas y no un monólogo sobre jornada continua. Total, jornada=guerra
Es una pena