La desprotección infantil está en la actualidad en el epicentro del debate educativo, y era necesario que lo estuviese. Las Naciones Unidas llevan años alertando sobre la permanente vulneración de los derechos de niños y niñas en todo el mundo, que sufren una continua violencia naturalizada desde nuestros orígenes.
Al emerger el consumo, el dinero, el comercio, los mercados y los principios capitalistas que nos mueven, los menores han pasado a identificarse como población de riesgo expuesta muchas veces a abandono y explotación. Incluso un género literario clásico de nuestra literatura, la novela picaresca, se nutre en sus temas de la violencia que vivían los infantes. Ese espíritu, a medida que la sociedad industrial edificaba sus cimientos, empezó a expandirse y las obras de Charles Dickens heredaron a través de una crítica sutil sus consecuencias.
En el capítulo X de una de sus novelas, Óliver Twist (1837-1839), el indefenso protagonista es perseguido por una turba en las callejuelas londinenses por un robo que no había cometido, al grito de “¡Al ladrón, al ladrón!”. Finalmente es derribado por un trompazo de un transeúnte y llevado a juicio, aunque el bondadoso Señor Brownlow lo rescatará y protegerá a partir de ese momento hasta el desenlace.
Los tiempos que denuncia Dickens estaban plagados de ejemplos de marginación infantil que, en muchos contextos y situaciones, siguen prevaleciendo en cierto modo, también en la escuela. Para ello se crean en los centros educativos figuras de protección del bienestar del menor, a la vez que se incrementan las partidas para detectar situaciones precoces de vulnerabilidad y riesgo, que tanto afectan a la salud psicológica de chicos y chicas y, por ello, al rendimiento en clase. Ello es innegable.
Sin embargo, a la par observamos quienes nos dedicamos a la enseñanza casos con la vertiente contraria, que también generan desasosiego y altas dosis de ansiedad: los de familias que invaden en todo momento el proceso de madurez, adaptabilidad y progresión académica de sus tutelados. Ante eso, la población infantil y juvenil, en cierto modo, también está desprotegida. En 1960, el psiquiatra infantil, Foster W. Cline, y el pedagogo, Jim Fay, acuñan el término de padres helicóptero, que luego sería rescatado a finales de esa década por Haim G.Ginott en su libro Between Parent and Teenager. Se referían a esos progenitores que sobrevuelan de forma incesante todo el espacio vital de sus hijos e hijas, también el escolar, con lo que llegan a sobrepasar sus responsabilidades.
No se trata de esas familias que, en el afán por evitar —supuestamente— situaciones de impotencia y frustración, ayudan a hacer las tareas escolares, en ocasiones en exceso, con lo cual, además, se genera una gran desigualdad entre los que tienen ese apoyo en casa y los que no. La hiperpaternidad (como la llama la periodista y divulgadora Eva Millet en diversas publicaciones) y su relación con el ámbito educativo es algo más profundo y complejo: es un signo más de los efectos del engranaje tecnocrático de la escuela y la vida. También es una secuela del imparable afán competitivo que no solamente ahonda en miedos e inseguridades, sino que desemboca en otros ejemplo de una forma de sobrecrianza que ejerce una enorme fuerza controladora en el devenir escolar de muchos estudiantes.
Muchos chicos y chicas han pasado de ser vulnerables ante multitud de fórmulas de peligro (antes, como ya hemos dicho, era así en multitud de situaciones, y no hace falta viajar al siglo XIX de Dickens para constatarlo) a, ahora, también ser víctimas de una invasión presuntamente protectora. Esta situación deja graves secuelas relacionadas con la expansión de una sociedad individualista en donde desde pequeños nos encontramos sometidos a la presión supervisadora: ante cualquier pequeña caída, ahí estaremos siempre las familias helicóptero; no solo para evitar el impacto y acompañar (que es lo esperable), sino también para recordar que siempre se puede dar más, que nunca es suficiente en esta competición insolidaria en la que hemos convertido el sistema escolar. En esa línea lo explica también Michael Sandel en su ensayo La tiranía del mérito (2020), cuando habla de la maquinaria clasificadora de la educación.
El epicentro del terremoto de la hipervigilancia parental escolar no es fácil de encontrar. Muchos, quien más y quien menos, hemos ejercido en algún momento de padres helicóptero en la faceta educativa, y la frontera para saber cuándo este modelo de control contribuye a aumentar temores y a atenuar el desarrollo de la autonomía es difícil de discernir. Al final, estar al lado de nuestros hijos e hijas es necesario, una muestra más de nuestras “buenas intenciones», como dice la psicóloga Madeline Levine. Oscilar hacia el lado opuesto, además, genera descuido y dejadez, lo que enciende las alarmas de un posible riesgo todavía mayor.
Sin embargo, la necesidad obsesiva de educar para la carrera del éxito académico y, por lo tanto, para la competición del mérito y la excelencia (dicho de otra manera, para ser perfectos en todo y ganar a toda costa), puede volverse en nuestra contra, al crecer también el recelo hacia la institución escolar: al final, se trata de no asumir el error, que nuestros hijos e hijas puedan fallar y haya que buscar un culpable, dentro o fuera. Así se genera un clima de desafección entre escuela y familia, que proyecta también ante la sociedad a unos docentes que siguen sobremanera atribuyendo el origen del fracaso a la implicación familiar, cuando el asunto es más complejo: la escuela no puede dejar de confiar en las familias, y estas no deben dejar de confiar en la escuela, y ese principio sin el cual la educación no funciona en parte se ha perdido por esta excesiva desconfianza.
Pero como todos —docentes y familias— tenemos el mismo fin, contribuir al progreso individual y al bienestar común, el mensaje que debemos transmitir tiene que ser justo el contrario: padres y madres deben estar ahí, al lado de la escuela, sin sobrevolar constantemente el trabajo de los que sufren todas estas desavenencias, y contribuyendo a generar, como la comunidad docente, un clima de confianza, estima y colaboración. Planear constantemente sobre el nido de la escuela de nuestras hijas e hijos es algo que todos hemos caído alguna vez en la vida, pero se trata de darle la vuelta y hacer sentir a los que nos necesitan que nos encontramos cerca, en su justa distancia, para acompañarlos; que nuestras hélices son un apoyo más que cada vez deben sentir más lejos a medida que crecen, aunque sigamos volando siempre a poca distancia, para lo que necesiten. Como un buen maestro en la etapa obligatoria, lejos de la visión de aquella infancia violentada que tanto queremos evitar.