Cuando Saúl se matriculó en el centro, recibimos un puñado de llamadas y correos electrónicos provenientes de familias de su mismo nivel; con frecuencia, madres de estudiantes pertenecientes al mismo grupo que el muchacho. Las conversaciones iban desde sugerir, «por el bien del niño», el traslado de Saúl a un centro especial hasta exigirlo. La respuesta fue siempre la misma, con tono más o menos afable, según el caso: en la Comunidad de Madrid todas las familias disponen de libre elección de centro; estamos encantados de que tanto la familia de Saúl como ustedes nos hayan elegido para la educación de sus hijos e hijas. Y ahí se acababa la conversación.
Hemos tratado de elegir siempre con lupa el grupo de cada criatura etiquetada, teniendo en cuenta condicionantes como las optativas elegidas, quién debe ser su tutor o tutora, quiénes forman el equipo docente… Ahora Saúl está en 3.º de ESO, pero sigue refugiándose con sus libros (es un lector voraz) en los despachos de jefatura durante el recreo. Lo llena todo de migas y papeles que no recoge, se sienta como una gárgola y pisotea el tapizado de las sillas. Yo se lo reprocho con frecuencia, y él se reconduce… hasta que se le olvida.
Puestos a aceptar el perverso juego de las etiquetas, en su frente figura la de TEA, pongamos por caso, o cualquier otra. Harina, por ejemplo. El problema es que Harina o TEA debería ser la variedad y no la definición. No es un TEA adolescente, sino un adolescente diagnosticado con TEA. Así las cosas, hay docentes que temen forzarle a hacer determinadas tareas en el aula, por miedo a que se enfade o se vea desbordado. Como él lo sabe, lo utiliza, como haría cualquier chaval de su edad. El resultado es que, en esas sesiones, hace lo que le viene en gana ante el paternalismo absolutamente bienintencionado del o la profe. A mí me enternecen muchísimo ambas partes: docente y estudiante.
En ese afán educativo por incluir (ya no se utiliza la expresión «integrar»), la administración nos dota de profesionales que atienden a estudiantes etiquetados: profesorado de Compensatoria, de Pedagogía Terapéutica, de Integración social… El problema es que muchos docentes no ven con buenos ojos a estos compañeros, cuyo cometido puede realizarse dentro o fuera del aula. Algunos alegan que si la criatura en cuestión sale en la sesión de clase, luego se pierde, porque no sabe qué se ha visto ni qué tareas se han encomendado al resto del grupo. Cuando se propone que el apoyo se haga en el aula, tampoco están de acuerdo, porque parecen sentir que se les está reprochando que no son capaces de atender al etiquetado como necesita. Sin embargo, cuando desde Orientación se pregunta si se están realizando las adaptaciones a las que tiene derecho el alumnado con necesidades educativas especiales, se objeta que no damos abasto con tanta carga laboral.
Disponer en clase de un chivo expiatorio es todo un lujo. Un alumno diagnosticado con trastorno negativista desafiante es perfecto
Elaborar lo que hasta ahora se ha llamado Adaptación Curricular Individualizada Significativa implica, en primer lugar, evaluar el nivel de conocimientos y competencias del o la estudiante para ir retrocediendo después en el currículo de cada curso previo, hasta encontrar el punto en el que se encuentra cada competencia. A veces, una competencia responde a un curso, pero otra se sitúa acorde a un nivel superior o inferior. A partir de ahí, se marcan los objetivos específicos para lograr alcanzar el nivel en el que la criatura se encuentra matriculada.
Disponer en clase de un chivo expiatorio es todo un lujo. Un alumno diagnosticado con trastorno negativista desafiante es perfecto: se enfrenta al profesorado, se burla, tensa la situación sin medida. Parte de la clase, deseosa de espectáculo, lo rodea, ofreciéndole el público que, como cualquier adolescente, persigue. Cuando el bucle eleva el tono más allá de lo controlable, nadie se siente responsable: «siempre la está liando», «no nos deja dar clase», «vosotros sois quienes deberíais evitar que esto pasara», «no hacéis nada, no le castigáis», «si lo hago yo, seguro que me expulsáis», «debería estar en un centro especial». El incidente suele acabar con el chico en Jefatura o, peor aún, con un ataque de ansiedad. Con frecuencia, expulsado.
Todo el grupo hacía piña con Arturo, un alumno que pretendía sistemáticamente impedirme la entrada al aula colocándose cual cruz de San Andrés en la puerta, con los brazos y las piernas extendidos casi hasta descoyuntarse. Arturo, que era incapaz de entender una metáfora, me decía que yo era la segunda profe que menos le gustaba. Más tarde descubrí que el primero era, como no podía ser de otro modo, el de Filo. Cuando el autobús que nos llevaba a la ruta del Quijote no se había alejado más de 200 metros de la puerta del instituto, Arturo dio rienda suelta a su entusiasmo voceando Viva nuestro conductor, alargando muchísimo la i, acompasando con su cuerpo la melodía de la canción. Todos nos sorprendimos, pero sucedió el momento mágico: en vez de burlarse, el resto de los y las estudiantes comenzaron a cantar con el mismo entusiasmo, siguiendo a Arturo. Sin embargo, cuando llegó el momento de la ruta en kayak por las lagunas de Ruidera, no fue fácil encontrarle pareja de remo. Arturo se graduó de Bachillerato el curso 20-21: la ovación de sus compañeros nos emocionó y enorgulleció a partes iguales.
Hace un par de días se ha suicidado una chica, amiga del hijo de una antigua compañera. El hecho me ha recordado unas palabras pronunciadas en el entierro de otro suicida al que todos llorábamos entre la pena, la culpa y la rabia: «Qué mierda de mundo es este en el que no hay lugar para gente como Nicolás», dijo alguien. Echo en falta recursos que se dirijan a quienes no portan etiqueta. Como ocurre con las adaptaciones curriculares significativas, los profesionales que atendemos a los etiquetados tenemos como finalidad su encaje en el marco que por ley les corresponde. Como en los viajes organizados, si hoy es martes, esto es Berlín. Si tienes 13 años, debes estar aquí. De hecho, cada vez se insiste más en que la repetición de curso debe ser algo excepcional.
Si antepusiéramos la etiqueta «adolescente» a la de «Trastorno Específico del Lenguaje», por ejemplo, deberíamos admitir que todos necesitan intervención
La mayoría de las intervenciones desarrolladas en el centro tienen que ver con lo académico o, en el mejor de los casos, persiguen que la persona atendida aprenda a relacionarse con los demás de forma sana. Aunque estos recursos son absolutamente necesarios, me pregunto por qué son, también, prácticamente unidireccionales, señalando a la etiqueta. Y, al menos en parte, la respuesta es porque se atiende a esa etiqueta, pero no al o la adolescente que la porta, porque si antepusiéramos la etiqueta «adolescente» a la de «Trastorno Específico del Lenguaje», por ejemplo, deberíamos admitir que todos necesitan intervención. En la inclusión hay dos elementos: la sociedad y el incluible. Insistimos en incrustar al incluible en un nicho que no existe, porque el grupo no está dispuesto ni preparado para abrirlo.
Cuando un etiquetado logra acabar bachillerato, es siempre el más aplaudido por el resto del alumnado, en una especie de homenaje tácito que le reconoce el logro personal de hacerse un hueco en la normalidad, a pesar de su etiqueta y de las bromas, burlas y aislamientos infringidos a lo largo de su permanencia en el centro. En una especie de ceremonia de iniciación, se le otorga en esos vítores y aplausos una pretendida inclusión en el grupo: eres de los nuestros, has superado las pruebas, no te has rendido, eres fuerte y has sobrevivido a nuestro señalamiento como diferente. Se le concede puntualmente la ilusión de encajar porque en el ámbito académico ha llegado a la misma meta que el resto, y en el social el grupo se deshace a partir de ese momento clave. Nunca he asistido a la fiesta que se celebra después de la cena que compartimos los docentes con quienes egresan del centro. Me gustaría creer que quienes portan etiqueta participan en ella con naturalidad, acogidos por el grupo como uno más.