He tenido el placer de participar, junto a dos colaboradoras, en el último número monográfico de la Revista de Educación sobre la educación bilingüe para la enseñanza del inglés en España (Nro. 403, enero-marzo 2024). El tema es de indudable interés actual y, personalmente, me trae evocaciones del pasado. Hace tiempo, mucho tiempo, cuando era niño, mi madre, que era una mujer muy inteligente, fue a la escuela a ver a mi maestro. Le pidió que me enseñasen inglés. Había oído que, en otros lugares, como Madrid, en algunos colegios se enseñaba. El maestro le dijo que allí no había nadie que supiese el idioma y le cuestionó que para qué servía aprender eso. Hablamos de antes de la Educación General Básica, cuando en la escuela todavía se izaba la bandera mientras se cantaban los himnos del Movimiento Nacional.
Si comparamos esa situación con la actual, el cambio es evidente y, sin duda, a mejor. En el más de medio siglo que ha transcurrido desde que sucedió esa anécdota, han pasado muchas cosas en la educación de nuestro país. Una muy significativa ha sido el avance en la enseñanza de las lenguas, extranjeras y no extranjeras, que no es sino signo de la apertura, no solo de las fronteras, sino de la vida misma, hacia una visión más plural.
Un punto determinante en esa evolución fue la firma, el 1 de febrero de 1996, de un convenio de colaboración para el desarrollo del currículo hispano-británico integrado entre el Ministerio de Educación y Ciencia español (MEC) y el British Council (BC), y que puede considerarse el origen de los muchos de los llamados programas bilingües de enseñanza del inglés que vinieron después. Como casi todo en educación, el Convenio no ha sido inmune a las pretensiones de politización. Y es normal que así sea, porque la educación es una realidad eminentemente política, al referirse a modos de vida individual y social, que implican elecciones. Pero, precisamente por este motivo, el antídoto contra esa instrumentalización no puede ser la negación del carácter intrínsecamente político de la educación. Todo lo contrario, lo que se requiere es ponerlo más al descubierto, indagar las claves políticas que subyacen en las propuestas educativas. En el caso que nos ocupa, esa indagación está llena de sorpresas.
Los antecedentes lejanos del Convenio entre el MEC y el BC, pueden situarse, hace un siglo, en los esfuerzos del Duque de Alba, Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, para fomentar las relaciones culturales e intelectuales con el Reino Unido, con la creación, en 1923, unos meses antes del golpe militar de Miguel Primo de Rivera, del Comité Hispano-Inglés, que llevó a cabo varias iniciativas para la difusión de la lengua, la literatura y la cultura británicas. La intervención del Duque de Alba fue también fundamental para el desembarco del BC en España recién acabada la Guerra Civil, con la apertura, en 1940, del Instituto Británico en Madrid, que incorporaba, además, una escuela para niños, la British Institute School. En los años siguientes, el Instituto y Escuela estarán vinculados a la red de espionaje que durante la Segunda Guerra Mundial ayudó a la evacuación, a través de España, de pilotos británicos que caían en suelo francés, ciudadanos judíos y otros perseguidos, según ha relatado en varias de sus novelas Patricia Martínez de Vicente, hija del doctor de la British Institute School en aquella época, y antigua alumna ella misma del centro.
A pesar de contar con el apoyo de Franco, la llegada a Madrid del BC no dejó de causar fricciones en el seno de los primeros gobiernos de la dictadura. La iniciativa puede enmarcarse en la política de acercamiento pragmático de Winston Churchill al régimen franquista, y sus maniobras para asegurar la neutralidad de España en la Segunda Guerra Mundial, sobornos incluidos. La presencia del BC representaba una fuerza de atracción social, o “poder suave”, que actuase de contrapeso a la influencia de los países del Eje, tanto en España como en el contexto internacional. El gobierno español puso la condición de que el personal del Instituto fuese católico. La persona elegida para dirigirlo fue el hispanista Walter Fitzwilliam Starkie. Por allí pasaron eminentes personalidades de la vida cultural y científica, española y extranjera, de la más variada condición. Varios Institutos más se abrieron en otras ciudades españolas. Finalizada la contienda mundial, la posición estratégica de España seguía siendo fundamental para los intereses del Reino Unido, por lo que continuó recibiendo un trato prioritario del BC, a pesar de ser un país no amigo.
La apertura internacional y modernización del país a partir de los años sesenta, supusieron un nuevo impulso a la acción del organismo, que vería crecer sus ingresos en España con el número de estudiantes que acudían al Instituto para aprender inglés. El éxito cosechado con la enseñanza directa del inglés le permitió explorar nuevas posibilidades y, ya en la época constitucional, el BC reorientó la colaboración que había iniciado años antes con los Institutos de Ciencias de la Educación universitarios en la formación del profesorado, hacia la relación directa con el MEC. Aunque algunos pasos se habían dado previamente, la llegada al Ministerio del socialista José María Maravall supuso el despegue definitivo de esta colaboración.
En una crónica publicada en el Educational Supplement de The Times, en octubre de 1985, el historiador y periodista Richard Wigg achacaba irónicamente el éxito del BC en nuestro país al propio Franco, cuya política aislacionista habría despertado la necesidad de conocimiento de idiomas extranjeros. Manifestaba que la actividad del BC, “cuenta con el claro apoyo del ministro de Educación de España, Sr. José María Maravall, sociólogo formado en la Universidad de Oxford, que lleva a sus dos hijos al colegio británico gestionado por el Consejo”. Maravall había sido British Council Scholar. Sus relaciones con el organismo se remontaban a finales de los años sesenta, cuando, recién doctorado en España, consiguió una ayuda del BC para estudiar Sociología Industrial en la Universidad de Essex. Que sus hijos estudiasen en la British Council School no era una situación excepcional. Las memorias del colegio dan cuenta de la vinculación, personal o familiar, con el centro, de numerosos personajes de la vida pública española de aquellos años, entre ellos muchos políticos de distintos partidos, varios de los cuales ocuparon puestos importantes en el MEC.
La línea de colaboración promovida por Maravall llevaría, nueve años más tarde, a la firma del Convenio de colaboración entre el MEC y el BC para el desarrollo del currículo hispano-británico integrado, impulsado por el entonces Secretario de Estado de Educación, Álvaro Marchesi, con Jerónimo Saavedra Acevedo como titular del Ministerio. Se vinculaban inicialmente al programa cuarenta y tres colegios públicos de educación infantil y primaria de varias partes del país, junto con la British Council School, previendo su extensión posterior a Institutos de Educación Secundaria y otros posibles centros. En la selección de los centros públicos participantes, el Ministerio priorizó los que se encontraban en zonas o condiciones menos favorecidas. El convenio plasmaba, de este modo, el sentido social de la educación que había inspirado la política de Maravall. En España existían colegios privados especializados en la enseñanza del inglés o que ofrecían el currículo británico. La novedad era que el convenio abría esta posibilidad en el sistema de escuelas públicas.
Contrarrestar la instrumentalización política de la educación, exige adentrarse en las condiciones políticas que subyacen en las iniciativas que se adoptan. En el origen de los programas de enseñanza bilingüe español-inglés en nuestro país, si tomamos como referente el Convenio MEC-BC, hay historias de espías y sobornos, encuentros y desencuentros, afanes personales, pero también un profundo sentido social de la educación. Es cierto que, a veces, las intenciones políticas van por un lado y las realizaciones por otro, pero conviene no perder la perspectiva del tiempo, y hoy, gracias a iniciativas como ésta, el maestro de mi escuela quizás hubiese podido dar a mi madre una respuesta diferente.
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