Pocos dudan hoy que lo digital ha colonizado nuestras vidas, secuestrando una parte importante de nuestra atención –focalizada en las pantallas– y privándonos de otras satisfacciones ligadas a la presencia de los cuerpos. Por lo que se refiere al impacto en infancias y adolescencias, ha generado nuevos riesgos en unas etapas necesitadas de atención y pausa.
Nos toca, pues, repensar nuestra posición y corregir la orientación. ¿Por qué no lo vimos venir antes? Como ocurre con todo fenómeno social, las causas son múltiples. Por una parte, se trata de una tecnología que deslumbra, muy cercana al pensamiento mágico (un clic y el conejo surge), ocultando su lado oscuro y salvaje. Por otra parte, la industria tech se ha constituido como un lobby económico muy potente con gran influencia política (monopolios y paraísos fiscales) y cultural (tecnomitos), que ha impedido cualquier movimiento regulatorio.
Ese tecnocapitalismo ha generado, además, un nuevo mundo Figital (físico+digital) que ha digitalizado nuestras vidas en cualquier ámbito. Delegamos cada vez más en las máquinas la búsqueda del saber y de la satisfacción, como si la vida pudiera externalizarse. Finalmente, admitamos que el mundo es omnivoyeur (Lacan) y que esa mirada nos atrapa porque nos satisface y nos envuelve. Tenemos la ilusión de que miramos (y decidimos), pero en realidad somos mirados. La famosa foto de Kate Middleton es un ejemplo: ¿la miramos o nos mira? Por otra parte, hoy es difícil ser y gozar sin una representación visual y compartida.
Niños y adolescentes se han sentido atraídos por esa oferta, no por ser supuestos nativos digitales (nadie nace de un iPad), sino porque somos los adultos –partícipes activos de esta escena– los que les hemos mostrado el camino a seguir. Quizás pensando, inconscientemente, que podíamos delegar parte de la tarea educativa en la tecnología. Los adolescentes, como siempre ha ocurrido, tienen necesidades psicológicas perentorias que abordar (identidad, pertenencia, cuerpo sexuado) y lo digital les ha ofrecido nuevas vías, llenas de trampantojos y nuevos influencers, que han tomado el relevo de los padres y profesores. Las redes sociales y la IA, preferentemente, han agravado algunas dificultades propias del tránsito adolescente: autolesiones, suicidio, TCA, acosos, consumos; han generado nuevas: déficit atencional, apuestas online, salud (sueño, obesidad), y han disminuido aficiones (lectura, deporte, arte).
¿Qué hacer para reducir este impacto negativo? En Mòbils i pantalles a les infàncies i adolescències. Addictes o amants? (Octaedro, marzo de 2024) planteo tres estrategias que pueden ayudarnos. La primera es menos horas en pantallas, mediante una desconexión, que sea colectiva y consensuada entre familias, escuelas y Administración y que preserve espacios libres de conectividad. La industria, como ha ocurrido en otros ámbitos, tendrá que sumarse tarde o temprano.
La segunda: un mejor uso a través de la alfabetización digital que incorpore los principios (de igualdad, privacidad, respeto, diversidad) que nos son válidos en la vida física. Esos principios deben operar como vectores de orientación en el uso de lo digital, más allá de los requerimientos técnicos y las competencias digitales.
Finalmente, promover alternativas presenciales que conjuguen presencia, atención y deseo, sea en aficiones deportivas, actividades al aire libre, encuentros con familia y amigos o hobbies artísticos. Especialmente interesante es fomentar la lectura como un recurso simbólico clave, no solo en los aprendizajes escolares, sino en todo aquello que implica pensamiento y creatividad. Para ello, animarlos no es suficiente; hay que poner la atención y el deseo en ello a través de la lectura compartida más allá del aprendizaje básico de la descodificación, prolongando ese placer en el tiempo de la infancia.
Estas estrategias solo serán eficaces y justas si van, además, acompañadas de políticas públicas compensatorias para que esa desconexión no sea el lujo de unos pocos y deje al margen a los más desfavorecidos.