Hablamos de fábula intencionadamente porque abordar la educación inclusiva en nuestro país requiere, en ocasiones, de muchas dosis de creatividad y ética profesional; de paciencia del alumnado que ve muchas veces vulnerados sus derechos; de esfuerzo constante de miles de docentes que a diario tratan de dar lo mejor que saben y pueden y, sobre todo, de la comprensión y complicidad de las familias. Para que esta ecuación se logre necesitamos claramente la apuesta decidida de las administraciones públicas, estatales, autonómicas y locales, para lograr que nuestro sistema educativo cumpla los principios por los que dice regirse, de acuerdo con el artículo 1 de la Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre, por la que se modifica la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación. En particular, cabría destacar dos principios:
a) La calidad de la educación para todo el alumnado, sin que exista discriminación.
b) La equidad, que garantice la igualdad de oportunidades para el pleno desarrollo de la personalidad a través de la educación, la inclusión educativa, la igualdad de derechos y oportunidades.
A la luz de estos principios, plantear la educación inclusiva como una fábula, y no como algo de fábula actualmente, apremia entender que no se trata de una cuestión de ficción, de rumor, de pura invención o, incluso, de ficción artificiosa con que se encubre o disimula una verdad. Sin embargo, aunque no queramos admitir estas definiciones, la realidad es bien tozuda en este sentido. En muchos centros y dentro de cada centro, en muchos contextos, nos encontramos situaciones que nos hacen pensar que esa forma de entender las fábulas son la realidad diaria de profesionales, familia y alumnado que ven en la inclusión una jerga pedagógica; un ideario ilusorio y, desafortunadamente, un reto de política-ficción que logra justo lo opuesto a lo deseado: desafección hacia la inclusión, recelos hacia las diferencias y apuesta por la segregación como vía para una «mejor» atención educativa.
Faltan decisiones valientes para que esta visión de la fábula de la inclusión se acerque más a su primera definición, es decir, que sea un relato breve –no ficticio eso sí- pero con intención didáctica o crítica para mejorar. Esto sólo puede lograrse cambiando el rumbo de las actuaciones o, de forma nítida y decidida, afrontar las reformas necesarias que un sistema educativo exige.
Entre estas reformas, aunque generen desconfianza, temores, suspicacia o reticencias, debemos situar tres que son inaplazables: la formativa, la organizativa y la selectiva.
En cuanto a la primera, es fundamental la necesaria actualización de la formación inicial y permanente del profesorado de todas las etapas educativas para que tenga una perspectiva inclusiva de carácter transversal. Esto obliga, esencialmente, a reflexionar sobre las competencias profesionales y las necesidades reales de los contextos educativos. El epicentro de esta formación debe estar en mejorar la formación didáctica y metodológica del profesorado para hacer frente a escenarios muy diversos en nuestras aulas. Paralelamente debemos también apostar por una visión inclusiva resuelta en todos los procesos vinculados a la orientación educativa y profesional que desempeñan los servicios especializados considerando el impacto de sus decisiones y, por supuesto, que las actuaciones de los servicios de inspección educativa sean sensibles a esta realidad y defiendan, como es su cometido, el logro de los principios indicados. El Diseño Universal para el Aprendizaje constituye un gran aliado en este quehacer si se entiende, en profundidad, su alcance y se promueve su desarrollo.
El aspecto organizativo implica repensar desde cómo se construyen las culturas y las políticas de los centros educativos, hasta la visión inclusiva que pueden tener, o no, los equipos directivos y sus proyectos de dirección.
Cambiar ambas realidades, culturas y políticas, no es tarea sencilla, pero hay buenos ejemplos en todas las regiones de nuestro territorio que deben servirnos de inspiración para transitar hacia la mejora y que demandan, nuevamente, creatividad y arrojo para –dentro de los márgenes legales y curriculares- hacer apuestas diferentes en la agrupación del alumnado; en la asignación de tutorías; en las programaciones docentes; en la organización de los apoyos; etc. Y junto a todo ello, aunque suene a tópico, defendemos, como se recoge en la ley, que los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender, en las mejores condiciones, a todo el alumnado y que los centros de educación especial desempeñen la función de centros de referencia y apoyo para los centros ordinarios. Sólo así lograremos un sistema educativo inclusivo que no vulnere la norma y, especialmente, la Convención de Derechos de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, tal y como han venido denunciando reiteradamente las familias y el movimiento asociativo agrupado en el CERMI.
La reforma selectiva es complementaria a las dos previas y requiere abordar lo que es una demanda que está siendo aplazada desde hace décadas: el acceso a la función pública docente. Los procedimientos selectivos de acceso actuales son, a todas luces, deficientes y reflejo de otros tiempos donde lo importante es la memoria frente al desempeño real. Y, además, requieren de un auténtico acompañamiento al profesorado de nueva incorporación, independientemente de su situación administrativa (funcionarial o interinidad).
Son muchas las fábulas que podemos tomar de referencia para entender la situación de la educación inclusiva en nuestro país. Más allá de las «historias» que hemos relatado, podemos transitar desde escenas similares a las que nos proponía Bertrand Tavernier en su obra de denuncia Hoy empieza todo (Ça commence aujourd’hui) defendiendo la necesaria colaboración institucional y social para abordar las posibilidades de inclusión educativa, hasta la trama de La Historia Interminable (Die unendliche Geschichte) con una la lucha diaria, a veces solitaria y escondida al igual que Bastian leía oculto en el desván de su colegio.
Por todo ello, defendemos y apostamos, de modo indeclinable, por una educación inclusiva, porque como bien apunta el colectivo «Quererla es crearla. Una escuela para una sociedad inclusiva» demandamos, asimismo y de forma inaplazable, ¡ya!, cambios estructurales que rompan con las dinámicas y las inercias perversas que están poniendo en tela de juicio el derecho fundamental a la educación del alumnado; pero, también, la vocación profesional y ética de un profesorado comprometido y sensible.