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Thoilliez tiene algunas cosas muy claras. Entre ellas, que el profesorado hace una labor intelectual que necesita ser dignificada, entre otras cosas, por medio de una mayor exigencia intelectual en los estudios iniciales que conducen a la profesión. Pero no solo.
También mediante la simplificación de un currículo que considera más ingeniería social que otra cosa. Defiende la necesidad de un sistema educativo público que garantice a todo el alumnado unos contenidos y conocimientos con los que pueda enfrentarse a la vida de incertidumbre que le va a tocar vivir. Porque cree fervientemente en que cuantos más conocimientos atesore el estudiante, más sencillo será que se desenvuelva en la vida. No así mediante una educación basada en competencias básicas. Tampoco en una escuela que dedique buena parte de sus esfuerzos en intentar mejorar las situaciones de dificultad que viven sus estudiantes. “La escuela no puede arreglar prácticamente nada, porque su movimiento no es remedial, sino conservador”, asegura.
¿Qué es lo que tenemos que conservar de la educación?
El ecosistema que la hace posible: las escuelas. Fundamentalmente eso. También al trabajo en el aula y el sentido de la educación como algo eminentemente conservadora. Enseñamos cosas que consideramos importantes, y precisamente por eso deben conservarse.
Pensemos, por ejemplo, en algo tan básico como el proceso de la fotosíntesis. Nos parece esencial que los niños comprendan cómo se produce, o que sepan por qué llueve. Bastarían una o dos generaciones sin explicarlo para que ese conocimiento se perdiera. La educación es así de frágil: aquello que no se enseña, desaparece. A ese sentido de conservación se refiere el libro.
La educación debe conservarse frente a las dificultades externas, pero también desde dentro, en los propios procesos y significados del trabajo que hacen los profesores. Porque si los profesores no lo hacen, nadie más lo hará. Si la escuela no explica la fotosíntesis, no hay otra instancia social que lo haga. Hay muchos otros temas (como la igualdad de género o los Objetivos de Desarrollo Sostenible) que también son importantes, pero que se tratan en distintos espacios sociales y mediáticos. En cambio, ciertos saberes fundamentales solos viven si los mantiene la escuela.
Por eso hay que hacerse la preguntar clave: ¿qué hace la escuela que no hacen otras instituciones? Lo que no haga ella, se quedará sin hacer. No significa que sea lo único que deba hacer, pero sí lo nuclear.
Desde hace años, a la escuela se le pide de todo. Todos los problemas sociales acaban cayendo en brazos de una maestra o de un maestro. Entiendo que es así porque es la única institución por la que pasamos todos, seguro.
Y, además, pasamos todos los días. Al médico, por ejemplo, van todos los niños, pero solo de vez en cuando: a vacunarse, a revisiones puntuales, antes infecciones estacionales persistentes. Sin embargo, al colegio van todos, todos los días. No hay ninguna otra institución así. Ni siquiera Internet tiene esa presencia cotidiana homogénea y continua en una misma generación.
Existe un proceso de pedagogización de los problemas sociales que es profundamente injusto con la escuela y con los profesores
¿Y no crees que precisamente porque al colegio van todos y todos los días no puede utilizarse como algo más que esta enseñanza o que esta conservación de la que hablas?
Existe un proceso de pedagogización de los problemas sociales que es profundamente injusto con la escuela y con los profesores. Se nos dice con frecuencia: “Tenemos este problema, pero no te preocupes, porque en la escuela lo vamos a arreglar”. Y es una mentira piadosa, o al menos una gran ingenuidad. La escuela no puede arreglar prácticamente nada, porque su movimiento no es remedial, sino conservador.
Lo que la escuela puede, y debe, hacer es conservar y transmitir. No solo explicar la fotosíntesis, sino también contagiar un aprecio genuino por los valores democráticos, por la cultura compartida, por el pensamiento racional. Esto también forma parte de su tarea conservadora, porque basta una generación en la que dejemos de cultivarlos para que se pierdan.
A menudo se le imponen a la escuela deberes imposibles, convertidos en promesas políticas fáciles: “si educamos mejor, desaparecerá el paro; si concienciamos más, frenaremos el cambio climático”. Pero el sistema educativo tiene una incidencia muy limitada en el sistema productivo y en la economía. La gente está en el paro porque faltan empleos, porque hay desajustes estructurales, no porque la escuela falle.
Con el cambio climático ocurre algo similar. La escuela puede, y debe, enseñar el fenómeno en toda su complejidad: explicar científicamente cómo se produce la lluvia o la fotosíntesis, cómo se llegó a esas explicaciones, qué alternativas se barajaron, qué dice de nosotros como especia el haber necesitado entenderlo. Se puede añadir después capas de complejidad: hablar del calentamiento global, de la gestión de los recursos, de los dilemas éticos y tecnológicos que plantea. Pero la escuela no puede reducir las emisiones de CO2. Puede presentar el debate, no resolverlo.
Por eso creo que no es misión de la escuela formar activistas de nada, sino ciudadanos ilustrados, alfabetizados de cuanto más mejor. Las militancias y los compromisos personales vendrán después, y serán legítimos, pero deben nacer de una comprensión profunda de los problemas, de eso sí deben ocuparse los profesores.
Explicar las cosas bien lleva tiempo, y el tiempo en la escuela es siempre un bien escaso. La enseñanza es un trabajo contracultural: un ejercicio de atención, de paciencia, de espera en un mundo que conspira contra todo eso. La escuela educa contra muchas tendencias externas. Es un lugar para dotar a los alumnos de herramientas de resistencia cognitiva, de capacidad para concentrarse, para leer, para escribir, para pensar, en un entorno que, cada vez más, empuja justo en la dirección contraria.
En el libro criticas el giro de la educación hacia las evaluaciones internacionales. ¿Cómo es posible que haya triunfado tan rápido y en lugares tan heterogéneos esta visión neoliberal de lo educativo de la que hablas también?
Es un fenómeno muy similar al de la reforma curricular de la LOMLOE. En el libro no lo menciono directamente, porque he querido mantenerme en un plano más conceptual y no centrar la reflexión en ejemplos concretos. Pero sirve para ilustrar lo que sucede: una visión tecnocrática de la educación que se impone con rápidamente y se extiende en contextos muy distintos entre sí.
La LOMLOE y los decretos que la desarrollan representan una normativa que muchos profesores no entienden ni saben aplicar. Y, sinceramente, me niego a aceptar que el problema sea de ellos Imagina una reforma del código penal que los fiscales no comprenden y para cuya aplicación se les ofrecen cursos de formación. En ese caso, todos diríamos que el problema está en la ley, no en los fiscales. Pues en educación ocurre lo mismo.
La lógica competencial es, en el fondo, una dimensión performativa: lo que cuenta no es el conocimiento, sino lo que puede demostrarse externamente, lo observable. Y ahí radica el problema: no podemos reducir la educación a aquello que se mide o se exhibe. Hay una parte esencial del aprendizaje (la comprensión profunda, el juicio, la madurez intelectual) que no se deja atrapar por una rúbrica.
La educación siempre tendrá una dimensión de misterio, una “caja negra”. Porque se trata de un proceso humano. Si fuera completamente medible, ya estaría resuelto. Por eso digo que estas políticas generan una “ficción burocrática”: obligan a los profesores a rellenar rúbricas interminables, a justificar lo que hacen con categorías externas a su trabajo, y luego deben tener tutorías con las familias para explicarles de una forma comprensible cómo van sus hijos. Y todo esto empieza ya en Infantil,
Enseñar no es participar en un proceso de ingeniería social, sino transmitir conocimiento y abrir el mundo a quienes llegan
Los buenos profesores siempre, los que enseñan y quieren seguir haciéndolo, siempre han alternado instrucción directa con otro tipo de actividades. Saben detectar los errores típicos de sus alumnos, conocen las dificultades que aparecen a cada edad y desarrollan, con los años, un conocimiento práctico valiosísimo: saben qué hacer cuando a un niño, por ejemplo, se le atranca la división por dos cifras. Ese saber artesanal no cabe en una rúbrica
El problema de fondo es que esta visión neoliberal de la educación ha impuesto a los profesores un modo de trabajo que no pidieron, y que además se aleja mucho de la naturaleza de su tarea. Enseñar no es participar en un proceso de ingeniería social, sino transmitir conocimiento y abrir el mundo a quienes llegan. Las competencias, al introducirse incluso en lo emocional o valorativo, cruzan un límite: pretenden modelar comportamientos y actitudes, no solo formar intelectualmente (que es, insisto lo único que, si no hace la escuela, nada ni nadie más hará con garantías). Por eso, también, su evaluación, tal y como está concebida, es una ilusión de control. No digo que no deba existir, sino que debe tener sentido pedagógico, no administrativo en forma de hoja de Excel. Creo que necesitamos no son más indicadores, sino más confianza en el juicio profesional de los profesores.
La primera parte del libro la dedicas al papel del docente y dices que son artesanos. Me acordaba de Fernando Fernández Gómez en La lengua de las mariposas. ¿Hay más docentes así? ¿Cómo conseguimos este profesorado más artesano?
El profesorado es artesano porque el trabajo lo es. La enseñanza se parece más a un oficio que a una industria. Una de las diferencias esenciales entre ambos es que el artesano participa de todo el proceso: concibe la obra, la ejecuta, la revisa y la entrega. Lo mismo hace el profesor: concreta los contenidos, los imparte, observa cómo se aprenden y los evalúa a lo largo del curso. Esa unidad de proceso, que no se puede dividir ni estandarizar del todo, es lo que hace de la docencia un trabajo artesanal.
Y precisamente por eso es tan difícil “escalar” la educación o reproducirla mecánicamente. Cada aula, cada grupo, cada explicación son únicas. En cuanto se intenta convertir esa práctica en un proceso industrial, algo esencial se pierde (y, además, muchas veces sale muy mal).
Lo que necesitamos no son más prescripciones, sino más espacios para pensar la práctica: tiempo para planificar, para conversar entre colegas
Qué se enseña es una cuestión política, forma parte de la conversación pública, pero cómo se enseña pertenece al territorio de la profesionalidad docente. Imponer métodos desde fuera es una injerencia tremenda. Lo que necesitamos no son más prescripciones, sino más espacios para pensar la práctica: tiempo para planificar, para conversar entre colegas, para observar lo que sucede en el aula, para profundizar en la indagación didáctica de los contenidos, para leer y reflexionar, para seguir aprendiendo de todo ello.
Si atendemos con cuidado a lo que realmente hacen los profesores, veremos que, a pesar de la legislación, de las modas metodológicas y de las presiones externas, lo que sostienen en el día a día es la enseñanza. Esa es una identidad más profunda.
A mí me gustaría que reivindicáramos un magisterio más especializado, en lugar de un magisterio cada vez más generalista. No se trata de burocratizar la profesión (que es en lo que se está), sino de darle mayor densidad intelectual. Me refiero a darle un sentido central y nuclear a la especialización de los maestros (como pasa con el profesorado de secundaria: trabajar por la igualación de los dos cuerpos, pero por esta vía). Por ejemplo, que los maestros puedan especializarse en Matemáticas y Ciencias Naturales, o Lengua española (o catalana, o gallega, o euskera) y Lengua inglesa, o en Música y Artes plásticas, manteniendo una sólida formación en Pedagogía y en Psicología del Desarrollo y de la Educación como base común, pero dedicando los dos últimos años de la carrera universitaria a profundizar en el conocimiento didáctico-disciplinar.
No es lo mismo enseñar algo que se domina, que estar, como decía Hannah Arendt, “solo un paso por delante de los alumnos”. Cuando eso ocurre, se enseña con menos soltura, con menos creatividad didáctica y con menor capacidad de improvisar y responder a lo imprevisto.
Un profesor que conoce a fondo su materia está más libre para mirar a sus alumnos, para detectar quién se está perdiendo, para ajustar la explicación en tiempo real. Esa seguridad genera una atmósfera distinta en el aula. Por eso digo que el dominio del conocimiento también es una forma de cuidado: permite enseñar con serenidad y holgura, y atender a quien está tratando de aprender.
Sería deseable que los profesores se reconocieran, y fueran reconocidos, como profesionales del mundo intelectual. Porque su tarea consiste en introducir a los niños en la cultura: la científica, la literaria, la musical, la artística, al nivel que sea, desde Infantil. Las maestras de Educación Infantil también introducen a los niños en la cultura, y lo hacen con una destreza admirable: logran que niños que en casa no obedecen a nadie, se siente, trabajen juntos y experimenten algo que está en el corazón de la educación: vivir experiencias de orden.
La educación, al fin y al cabo, ofrece eso: experiencias de orden. Enseñar a habitar un mundo reconocible, habitable y acogedor. En ese sentido, enseñar es una forma de hospitalidad intelectual.
No sé si has podido ver el libro blanco del grado de primaria, y qué piensas de esta formación inicial de las y los maestros, de esa tensión entre ser generalistas y tener una buena base de conocimiento de las diferentes materias.
Leí la primera versión del Libro Blanco el año pasado y envié mis enmiendas. No he leído la última versión.
En cualquier caso, me sorprende que se siga insistiendo en que el principal problema de la educación es la formación de los maestros. Es una afirmación muy cómoda: parece que así se hace algo, que se actúa sobre la “raíz” o el “origen” de problema. Pero es una simplificación injusta.
La justicia funciona mal y nadie dice que el problema principal es que los jueces están mal formados o que los abogados de oficio son vagos. Sin embargo, en educación se recurre una y otra vez a esa idea: “el problema son los profesores”. No, el sistema educativo tiene muchos problemas, pero este no es el fundamental.
La formación inicial podría mejorarse. Yo misma acabo de proponer un modelo sencillo: los dos primeros años del grado deberían centrarse en una sólida base de Pedagogía y Psicología; los dos últimos, en la especialización disciplinar y la indagación didáctica.
La formación de maestros es generalista, pero la práctica no lo es tanto
La realidad de los centros escolares, además, desmiente el ideal del “maestro para todo”. La realidad es que uno les da Educación Física, otro Sciences y el otro les da Lengua y Matemáticas, otro más Música. De manera que en 3º o 4º de Educación Primaria es fácil que ya tengan cinco profesores. Así que esta idea del maestro generalista que está con ellos dando todas las materias, pasa en las escuelas multigrado y no siempre. Porque habrá el itinerante de Educación Física o de Música que va dando una horita en cada escuela. La formación es generalista, pero la práctica no lo es tanto.
Por eso defiendo que los maestros puedan formarse con combinaciones de especialización: Matemáticas y Ciencias Naturales, Lenguas, Ciencias Sociales y Artes Plásticas… Cada cual según su perfil. Esto daría más solidez al conocimiento y más coherencia a las prácticas. Entiendo que el modelo generalista es cómodo para las administraciones (un mismo profesor “vale para todo”), pero no es necesariamente lo mejor para la educación. La especialización, bien entendida, no fragmenta: profundiza. Permite al profesor enseñar con mayor seguridad, con más creatividad didáctica y con más libertad interior.
También hay un aspecto muy realista que suelo recordar a mis alumnos de los Grados de Maestro/a en Educación Primaria: muchos opositan para alguna especialidad, pero terminarán siendo tutores e impartiendo, quizá Lengua y Matemáticas en 6º. Es decir, enseñarán a leer, a escribir o a calcular, aunque su plaza sea de alguna especialidad (y ya no digamos si están en centros concertados). Por eso todos necesitan una formación de base pedagógica sólida, pero acompañada de un conocimiento disciplinar suficientemente profundo como para sentirse cómodo en el aula.
El problema de fondo no es solo técnico: es cultural. Seguimos sin reconocer al maestro como profesional del conocimiento. Y mientras eso no cambie, ninguna reforma curricular de su formación tendrá, me temo, demasiado efecto.
Me gustaría hablar del currículo y de ese movimiento de conservación ¿Cómo tendríamos que hacer un currículum en el que todos estuviéramos más o menos de acuerdo y que sirviera para esta conexión entre el pasado y mirar al futuro?
Creo que una clave estética y pedagógica para volver a pensar el currículum sería el minimalismo. Menos no es más: es que, sencillamente, tiene que ser menos. Menos detallado, menos prescriptivo, menos orientado hacia la anticipación de lo que aún no existe. El actual currículum está tan saturado de descriptores, de formulaciones técnicas y de metas ideológicas futuristas, que resulta inoperable. Necesitamos un currículum más sencillo, legible y compartido, con descriptores reconocibles por todos: profesores, familias y alumnos.
La educación, en el fondo, es la manifestación de una voluntad colectiva de continuidad. Educamos para que el mundo no se pierda. Para que no se pierdan la escritura, ni la lectura, ni la música. Cada generación decide qué merece la pena conservar y legar hoy a la siguiente. Por eso el currículum es un artefacto profundamente humano: un testimonio de lo que una generación considera digno y necesario de ser transmitido.
El futuro, por lo tanto, debe discutirse y conversarse, no programarse desde arriba. La educación corre siempre el riesgo de volverse totalitaria cuando pretende definir de antemano los futuros de las próximas generaciones. Por eso el currículum no debería parecerse nunca en nada a un programa político, sino un pacto cultural: un acuerdo provisional, siempre revisable, sobre lo mejor de lo que conocemos hoy.
Nuestra tarea no es diseñar el futuro de los alumnos, sino entregarles un mundo al que puedan pertenecer y que puedan transformar libremente. Si convertimos el currículum en un proyecto de ingeniería social, les robamos esa posibilidad.
En la transmisión también hay persuasión: debemos presentar los valores democráticos, la ciencia, la cultura, como grandes conquistas civilizatorias, no como problemas agotados o sospechosos. No se trata de negar su complejidad ni sus contradicciones, sino de transmitir su valor antes de problematizarlo (digamos que el orden de los factores, aquí, sí que afecta al producto). No podemos, por ejemplo, enseñar a amar la democracia empezando por sus disfunciones.
Pero Bianca, ¿No es el currículum también, en cierto modo, una predicción del futuro, de lo que querríamos que fuera la sociedad? Quiero decir, un artefacto de incidencia social más allá de la conservación.
El currículum debería ofrecer relatos sintéticos y hospitalarios, capaces de generar afecto y comprensión antes que crítica y desafección. Luego, sobre esa base, llegará la complejidad y el cuestionamiento y el señalamiento de lo que está mal. Pero primero hay que transmitir lo que merece ser amado y conservado. Por eso el problema del currículum actual no es solo técnico, sino temporal: está escrito como si la educación no ocurriera hoy, como si todo lo que hacemos estuviera orientado a un mañana político que nadie conoce. Pero el mañana no le pertenece a este Parlamento ni a esta administración. Lo que sí nos corresponde es cuidar el presente y ofrecer una herencia viva. Educar no es imponer el futuro, sino mantener abierta la posibilidad del porvenir. Y eso solo se logra si el currículum se concibe como un puente entre pasado y futuro: un instrumento de conservación, no de predicción.
Con ánimo de polemizar un poco, a lo largo de los últimos 20 años hemos visto cómo materias de humanidades, como la filosofía o la historia, han ido menguando y no ha sido solo por Lomloe y las competencias. Eso es a lo que me refiero cuando el currículum también es proyección hacia el futuro. Se ha utilizado y se utiliza con esa proyección de la que hablas y que criticas en el libro.
La política tiene siempre esta pulsión totalizadora, incluso dentro de las democracias. Es una tendencia constante: usar la educación como instrumento de ingeniería social, como espacio desde el que proyectar una determinada de futuro. Y precisamente ahí está el riesgo.
Lo primero que hace cualquier régimen autoritario, lo sabemos, es controlar la escuela: decidir unilateralmente qué se enseña, quién puede hacerlo y de qué manera se habla de las cosas. Ese impulso por colonizar el aula debería servirnos como advertencia. Si queremos que la escuela siga siendo una institución democrática y democratizadora, debemos hacer justo lo contrario: retirarnos un poco, dejar espacio para la autonomía profesional de los docentes y para la diversidad legítima de enfoques.
Sí, está claro. Aun así, insisto que el Parlamento ha tomado decisiones como la eliminación de horas de filosofía, por ejemplo, para dar más peso a la lengua y las matemáticas. ¿Esto cómo deberíamos hacerlo? ¿Quién decide qué se tiene que aprender y qué no?
No se trata de negar que el currículum tenga implicaciones políticas, toda decisión sobre qué enseñar las tiene, sino de evitar que se convierta en un programa partidista. Cuando el currículum se usa para imponer un relato único o para ajustar la enseñanza a los ciclos electorales, pierde su función más noble: ser el depósito compartido de los saberes y valores que una comunidad considera dignos de ser transmitidos.
En las últimas décadas, y no solo en España, hemos asistido a un progresivo desplazamiento de las Humanidades (Filosofía, Historia, Literatura) hacia los márgenes del sistema educativo. Y eso tiene consecuencias graves, porque son precisamente esas disciplinas las que ayudan a construir el sentido del tiempo, la conciencia histórica y el juicio moral. Sin ellas, la educación digamos que pierde profundidad.
Lo que ha ocurrido no es solo fruto de las reformas competenciales, sino de un imaginario cultural que valora lo útil, lo inmediato y lo medible por encima de lo significativo. Y en esa lógica, las Humanidades resultan incómodas: no producen resultados visibles ni aplicables de manera directa, pero forman criterio, que es la competencia más importante de todas.
Por eso, cuando digo que el currículum no debe ser un programa político, no estoy pidiendo neutralidad, que sería además imposible, sino pluralidad y equilibrio: que podamos acordar unos mínimos comunes de legado cultural, sin pretender orientar desde la escuela la conciencia o el futuro de las próximas generaciones.
Educar es un acto de transmisión, no de colonización del porvenir. El futuro les pertenece a ellos, no a nosotros.
Las condiciones materiales de la educación ya son otra historia, desde luego.
Sí, y lo son todo. Las condiciones materiales determinan la educación mucho más de lo que se suele reconocer: el número de alumnos, el tiempo disponible, los horarios. Quitar o añadir una hora no es un trámite menor: puede significar que un profesor atienda a más grupos y a muchos más alumnos. Sobre el papel la dedicación horaria puede ser la misma, pero en la práctica la experiencia de trabajo del profesor es muy distinta.
En el libro dices algo así como que enseñar es un acto profundamente político porque configura la relación entre el sujeto y el mundo. Desde hace algunos años existe cierta tensión entre quienes ven que la educación no debería ser un acto político, sino un acto técnico, digamos. Me gustaría que me hablaras un poco de ese acto político.
La educación tiene implicaciones políticas, pero también culturales y biográficas. No es un acto neutral. Cada profesor se sitúa, quiera o no, en una trama de significados y valores que trasciende lo técnico. Su tarea es concentrarse en lo que puede hacer hoy, con los alumnos que tiene y con los contenidos que le corresponde enseñar.
Enseñar es un acto de supervivencia civilizatoria: lo hacemos para que el mundo no se nos pierda
La definición de qué enseñamos es, en sí misma, política, porque pertenece al ámbito de la conversación pública. Por eso está siempre abierta, siempre en revisión. A cada generación le preguntarse qué quiere legar a la siguiente. En ese sentido, enseñar es un acto de supervivencia civilizatoria: lo hacemos para que el mundo no se nos pierda, para que no se nos desvanezcan los logros a los que hemos llegado, desde las explicaciones científicas hasta las formas de vida en las que, más o menos, estamos de acuerdo.
La política, en su mejor sentido, es ese esfuerzo por cuidar del débil, por impedir que nadie sea arrojado a los leones, por asegurarnos que no nos rija la ley del más fuerte, sino otras leyes más justas.
El tiempo escolar es lento, deliberadamente lento Enseñar es hacerlo con esperanza: con la confianza de que, si hoy no lo entienden, mañana quizá sí; y si no, lo volverás a intentar. Es un ciclo de esperanzas.
La educación revela su sentido con especial claridad en los momentos extremos, cuando todo lo demás se tambalea. Salvando las distancias, pienso, por ejemplo, en un aula hospitalaria: sabemos que un crío se va a morir, que no saldrá adelante, pero se le sigue enseñando a leer. Ese gesto resume la esperanza educativa: incluso en medio de la incertidumbre, seguimos enseñando porque saber cosas siempre importa.
En tiempos difíciles, lo único que realmente podemos hacer es eso: seguir enseñando, asegurar que nuestros alumnos estén bien alfabetizados, que sepan leer el mundo y comprenderlo por sí mismos. Que entiendan por qué llueve sin tenerlo que buscarlo en Google o preguntárselo a una IA. Que conozcan el movimiento de traslación de los planetas no por haber leído la respuesta, sino por haberla aprendido, por haber pasado por el camino intelectual de llegar a saberlo. Ese recorrido deja una huella, tiene un efecto formativo profundo.
Los estamos preparando para un futuro que no conocemos, y precisamente por eso debemos prepararlos con más saberes que nunca, no con menos. Justo al revés de lo que suele decirse.
Leyendo el libro hablas también como de este currículum, casi lo veo como un clavo ardiendo al que agarrarse precisamente ante esta incertidumbre, no por salvar la incertidumbre, no por prepararte para ser un emprendedor, cosa de la que también hablas en el libro, sino como el salvavidas.
Sí, pone los pelos de punta, ¿verdad? Hablarlo a un niño de Primaria de su futuro como si fuera un pequeño emprendedor en ciernes.
Usamos Chromebooks, trabajamos en la nube, pero nadie puede asegurar que Google siga existiendo dentro de unos años. Todo cambia rapidísimo. Por eso es absurdo pensar que podemos preparar a los alumnos para un futuro que ni siquiera conocemos. Lo sensato es lo contrario: prepararlos para aquello para lo que el mundo no los va a preparar.
Y eso significa cultivar todo lo que hoy está en riesgo: las prácticas analógicas, la vida offline, la lectura profunda, la escritura a mano, la atención sostenida, la memoria. Desarrollar sus capacidades cognitivas y atencionales en un entorno que, desde todos los frentes, les bombardea para que sean meros consumidores de estímulos, una especia de amebas que solo reacciona y consume.
Por eso también me preocupa esta ola de emocionalización en la educación. Si tú te defines prioritariamente como un ser emocional y no racional, y además lo dices con orgullo, estás renunciando a la parte más propiamente humana de la inteligencia: la capacidad de deliberar, de esperar, de tomar una decisión. Desde esa lógica, todo se vuelve inmediato: consumes más, ahorras menos, y cuando un trabajo te cansa, lo dejas en lugar de intentar cambiar las condiciones o defender tus derechos. Ese tipo de empleado (adaptable, volátil, disponible) es el que mejor encaja en una economía que prefiere el impulso a la reflexión. Por eso la escuela debería ser el espacio donde se cultiva justo lo contrario: la capacidad de pensar antes de actuar, de resistir la prisa, de mantenerse en el esfuerzo. Un refugio frente a la dispersión
Esto también lo señalas mucho, la individualización que llega también al currículum, ese pasar de lo común a lo individual y que lo individual sea valor en sí mismo hasta el punto de que la educación tiene que preocuparse de cada individuo de manera muy pormenorizada. Entiendo esta crítica y al mismo tiempo, ¿no tiene capacidad o no debe la escuela proteger al individuo? Al individuo en cuanto al que se ve desprotegido.
La escuela y el profesor tienen que cuidar, por supuesto. Forma parte de la vida común cuidar de quien lo pasa mal. También tiene que ver con aprender a vivir juntos, a convivir, a sostener la presencia de los otros.
No hace falta inventar nada nuevo ni añadir grandes programas para eso. La escuela ya dispone de las herramientas necesarias: las rutinas escolares, el trabajo compartido, la escucha, la atención. Ahí se aprende lo esencial.
Por eso me genera dudas esta tendencia a individualizar el currículum, a adaptarlo de forma exhaustiva a cada alumno. Cuando se generaliza esa lógica, paradójicamente, lo que se obtiene es una simplificación. Sucede algo parecido a lo que pasa con el bilingüismo mal entendido: al tener que trabajar en una lengua que ninguno de los dos domina del todo, el resultado suele ser una reducción de los contenidos y una pérdida de profundidad. Es una desnaturalización del proceso educativo.
La escuela nos saca de nuestro pequeño tribalismo familiar y nos convierte en “uno más entre otros”
Por supuesto que cada persona debe cultivar su individualidad; todos somos sujetos únicos. Pero lo característico de la escuela, lo que la hace insustituible, no es reforzar esa individualidad, sino ofrecer una experiencia común. La escuela nos saca de nuestro pequeño tribalismo familiar y nos convierte en “uno más entre otros”. Nos da la oportunidad de convivir con quienes son diferentes, de experimentar algo común juntos.
Por eso es tan valioso el potencial de mixtura social que tiene la escuela, aunque, lamentablemente, muchas veces se queda solo en esa potencia. Lo que se practica y se incentiva, desde las políticas educativas o desde las propias dinámicas sociales, a menudo es justo lo contrario: la segregación. De manera natural, las personas tienden a buscar estar con sus semejantes; es una constante antropológica. Pero desde las políticas públicas podemos decidir si alimentamos esa tendencia o la contrarrestamos. Se puede echar leña al fuego diciendo que ser un buen padre consiste en buscar que tu hijo esté rodeado de los “suyos”; o se puede, manteniendo la libertad de creación y de elección de centros, abrir otras preguntas, ofrecer otros focos de preocupación: por ejemplo, que ser buen padre también puede significar permitir que tu hijo aprenda a convivir con quienes no se le parecen, a comer con otros, a compartir mundo.
Por supuesto, es comprensible que los padres se preocupen (sobre todo cuando solo se tiene un hijo, cuando ha llegado tarde y se ha proyectado tanto sobre él), pero ahí precisamente la escuela tiene una función política de primer orden: ayudarnos a salir de la lógica del yo y de lo mío, para entrar en la del nosotros.
Abundan cursos de mindfulness, de constelaciones familiares o de teatro educativo, pero escasean los de didáctica de las matemáticas, de enseñanza de la lectura, de ciencias o de historia
Por cerrar un poco, hablando de incertidumbres, de las dificultades del sistema educativo, de esta ingeniería curricular, yo no sé, asoma un poco la esperanza en el libro al final, hablando del currículo. ¿Tenemos cierta esperanza en que la educación sea conservada como lo dices en el libro?
No lo sé, pero creo que es perfectamente posible. La educación, en sí misma, tiene lo necesario para conservarse y sostenerse. No hace falta que venga nadie a reinventarla, sino más bien que dejemos de querer hacer tantas cosas al mismo tiempo. Hay que dejar hacer un poco más y dirigir un poco menos
El “minimalismo curricular” puede ser, como decía, una buena inspiración estética y pedagógica. En muchos países no hay una discusión tan polarizada sobre el currículum porque se practica un cierto minimalismo: se va a lo fundamental, a lo que puede ser común, a lo que permite el acuerdo. Tenemos que volver a esos fundamentos, a lo básico, a lo que nos une. ¿Estamos de acuerdo en la fotosíntesis? Sí, pues ya está. Y en lo que no hay acuerdo, dejar margen a los profesores, a las editoriales, a los equipos docentes. Confiar en los procesos de toma de decisión colectiva de los claustros, de la participación de las AMPA, de los consejos escolares. Confiar en la profesión y en los propios mecanismos de participación y supervisión que tiene el propio sistema, mejorar su dotación para que funcionen todavía mejor.
No es cierto que los profesores necesiten que todo se les indique paso a paso. No es verdad. Los profesores saben orientar su trabajo, tienen criterio, se actualizan continuamente, conversan entre ellos, comparten experiencias. Lo hacen cada día, en condiciones muy exigentes, enseñando a niños y adolescentes cosas difíciles y manejando grupos, algo que, por cierto, es muy complicado. Por eso me sorprende esta infantilización del profesorado. Parece que, porque el sistema educativo se ocupa de niños, debamos tratar a sus profesionales como si también lo fueran. No lo entiendo ni lo comparto. La docencia es una profesión intelectual y relacional de enorme dificultad.
Lo que haya que mejorar, debe hacerse desde el reconocimiento y el respeto, no desde la desconfianza. Y también, por favor, que se haga con sentido. Basta mirar la oferta de formación continua que proponen muchas consejerías. Hay claramente mucho por hacer: abundan cursos de mindfulness, de constelaciones familiares o de teatro educativo, pero escasean los de didáctica de las matemáticas, de enseñanza de la lectura, de ciencias o de historia, que son lo verdaderamente nuclear. Si tenemos problemas en las cuestiones nucleares, abordemos las cuestiones nucleares. No sigamos proponiendo a los profesores perfeccionarse en lo accesorio.


