Esta semana comenzaba un debate en Twitter con varios compañeros y compañeras sobre el asunto de la asistencia obligatoria en la universidad.
Mi postura, de sobra conocida, es que esta no debería ser obligatoria. Si bien, ya me he explicado junto a algunos compañeros y compañeras que pensamos así, en alguna que otra entrevista, explicar en profundidad los motivos de mi opinión sería objeto de otro artículo.
Así que ¿por qué te cuento todo esto? Pues porque estas conversaciones me han llevado a pensar en torno a algo sobre lo que llevo dando vueltas hace bastante tiempo: cómo la tendencia escolar, en general, y la universitaria, en particular, es burocratizar al máximo posible algo tan complejo y natural como el aprendizaje. Un «poner puertas al campo” de manual.
Mientras como adultos es frecuente que nos quejemos de forma pública y ostentosa sobre todos los procesos burocráticos que dificultan y hacen artificial cualquier trámite de la vida diaria de un ciudadano o ciudadana y afirmamos, con razón, que uno de los males del siglo XXI es la burocracia. Mientras como profesorado nos quejamos, igualmente, de forma pública y ostentosa de la inmensa carga de trabajo burocrático que ha ido aumentando con cada ley, del tiempo que esas tareas ocupan y la falta de aquel, para dedicarnos a lo importante: pensar qué hago con mi alumnado que merezca la pena. (Ya escribí sobre el tema de la burocracia y sus efectos en este mismo diario).
Como profesorado nuestra firme convicción y nuestra acción docente va encaminada a burocratizar lo máximo posible el aprendizaje del alumnado
Mientras, en definitiva, bebemos los vientos por cualquier discurso que exponga los males de la burocracia y su forma de desnaturalizar cualquier proceso. Como profesorado nuestra firme convicción y nuestra acción docente va encaminada a burocratizar lo máximo posible el aprendizaje del alumnado. Nos convertimos en férreos aplicadores y aplicadoras de la misma lógica del sistema de la que nos quejamos.
Nos quejamos de la ilusión de control que supone la burocracia cuando esta nos la exigen a nosotros, pero somos totalmente dependientes de ella cuando somos nosotros y nosotras los que planteamos estos procesos de control para el alumnado.
Si bien esto ocurre en todas las etapas del sistema educativo, el máximo exponente de este paradigma ha sido la universidad, especialmente desde la entrada del plan Bolonia, cuya concreción en nuestro país nace, como viene siendo habitual, por desgracia, de una interpretación técnica y burocrática de la filosofía, inicialmente flexible.
Así, hemos construido una forma de trabajar en la universidad en la que la asistencia es obligatoria y “todo cuenta para nota”: un resumen de una lectura, una práctica externa, un trabajo en grupo, el portafolio… dichoso invento del infierno este del «portafolio mal entendido» que se convierte en un espacio donde subir (para nota, claro) hasta el dibujo al lado de un folio que haga el alumnado en clase. En definitiva, tareas a cual más absurda, a cual con menos sentido para el alumnado, a cual menos valor intelectual,… a cual más percibida como un proceso burocrático que cumplimentar por parte del alumnado, pero que cuentan para nota y, por lo tanto, ocupa el centro de todo proceso de “aprendizaje” en el aula.
Así, tenemos al alumnado entretenido «coleccionando quesitos» como en el trivial con la esperanza de que se cumpla, de cara al aprendizaje, la vieja lógica conductista fallida de que “la suma de las partes es igual al todo”. Llegados a este punto, no puedo dejar de acordarme del concurso de TV “Furor” y aquella famosa frase de su presentador cuando decía “Mini-punto y punto para el equipo de las chicas”.
La idea es que se mida todo, vaya a ser que se nos escape algo del aprendizaje del alumnado y dejemos de lado esta nueva faceta que se nos ha atribuido al profesorado universitario (y que hemos aceptado sin rechistar) de burócratas certificadores.
Tarea que, dicho sea de paso, choca frontalmente con todo lo que la ciencia nos indica sobre el aprendizaje. Como la imposibilidad de medirlo y lo «controvertido» de las inferencias sobre este a través del rendimiento académico y que, para mayor confusión, explicamos con claridad a nuestro alumnado en las facultades. Ya sabes: “Haz lo que yo diga, pero no lo que yo haga”.
Por supuesto, todo «ilusión de control». Como lo es el control que ejerce la burocracia de la que nos quejamos en nuestro día a día para nosotros y nosotras.
Porque, además, les pedimos las tareas -no estamos dispuestos a renunciar a ninguna de ellas- pero la realidad es que luego ni queremos ni tenemos tiempo para corregirlas con calma y sentido, para dar un feedback que pudiera ser mínimamente útil (dentro del escaso valor intelectual de estas tareas), se convierte para nosotros también en otra tarea burocrática, pero se las pedimos y, claro, como diría Han (2020), no hay peor explotación que la autoexplotación y este es el éxito del poder en siglo XXI:
A partir de cierto punto de productividad, la técnica disciplinaria, es decir, el esquema negativo de la prohibición alcanza de pronto su límite. Con el fin de aumentar la productividad se sustituye el paradigma disciplinario por el de rendimiento, por el esquema positivo del poder hacer […] La positividad del poder es mucho más eficiente que la negatividad del deber. De este modo, el inconsciente social pasa del deber al poder. (p. 27)
Sin embargo, la realidad de esta «actitud medidora» es que obstaculiza cualquier posibilidad de un aprendizaje relevante (Pérez Gómez, 1991, 2004) para nuestro alumnado, ya que centra la atención de este en el «valor de cambio» del conocimiento (Santos Guerra, 2001) por una calificación. Poniendo muy difícil que nuestro alumnado genere un sentido de los conocimientos con los que los ponemos en contacto y, por ende, el aprendizaje sea absolutamente superficial.
Para que os hagáis una idea, he tenido alumnado que me ha comentado que no puede leer artículos científicos sobre educación acerca de cuestiones que le interesan, porque tiene que hacer tareas mecánicas y técnicas, sobre las que no tiene el menor interés.
Llegados a este punto, siempre me acuerdo de la cita de Crichton (2006, p. 523) en su novela Estado de miedo:
[…] en la década de los ochenta las universidades se transformaron. Antes bastiones de libertad intelectual […] se convirtieron en los entornos más restrictivos de la sociedad moderna. Porque tenían que desempeñar su nuevo papel. Se convirtieron en las creadoras de nuevos miedos al servicio del PJM (poder jurídico-mediático). Hoy día las universidades son fábricas de miedo. Inventan los nuevos terrores y las nuevas angustias sociales. Los códigos restrictivos nuevos. Palabras que no pueden pronunciarse. Ideas que no pueden concebirse. Producen una corriente continua de nuevas ansiedades, peligros y terrores sociales para uso de los políticos, los abogados y los periodistas. Alimentos nocivos para el organismo. Comportamientos inadmisibles […] no se puede pensar. Estas instituciones han cambiado por completo en una generación. Es verdaderamente extraordinario […]
Así, con esta manera de operar y entender nuestra docencia, otro efecto colateral aparte del problema asociado al aprendizaje es que les obstaculizamos hacerse adultos, experimentar con la responsabilidad: decidir si van o no van a clase, si leen o no leen, … y lo más importante, las consecuencias de estas decisiones que toman. Es decir, construir la responsabilidad de las acciones y la toma de decisiones consciente que deberíamos tener los adultos y los profesionales.
Otro efecto colateral aparte del problema asociado al aprendizaje es que les obstaculizamos hacerse adultos, experimentar con la responsabilidad
En este sentido, todo casa con la preocupación principal de la gestión universitaria, que es no dejar ningún resquicio legal que no esté recogido en “papeles” porque como toda buena burocracia, entiende, además, que lo que se recoge en un papel se convierte automáticamente en realidad.
Y así se cierra el círculo perfecto, cuando los tenemos desganados haciendo estas tareas sin sentido, aburridos y, todos los procesos sobre ellos, absolutamente fiscalizados. Entonces, cuando percibimos su desgana, podemos iniciar el relato de qué mal la juventud, de cómo hemos convertido la universidad en una prolongación del instituto, de que en mis clases “es raro que alguien pregunte”, no hay interés, de que hemos tenido que “expulsar a alumnado del aula”, por supuesto que el “nivel ha bajado”, la queja de que ahora hay que hacer “evaluación continua” aunque realmente hablamos de “calificación continua” y que es fruto de, como planteamos, burocratizar todo el proceso de aprendizaje… todo esto culmina con un: “Querido alumno universitario de grado: te estamos engañando” y todo este discurso es comprado por gran parte de la sociedad. Aunque no haya ni un ápice de autocrítica en él, ni un atisbo de plantear un ¿qué estoy haciendo como docente?
Porque aquí la inercia, incluso para los supuestos “expertos docentes”, es criticar y descalificar a las generaciones siguientes, como ocurre desde que el ser humano es ser humano, que siempre ha ido bajando el nivel desde, prácticamente, cuando salimos de las cavernas… allí sí que había nivel.
Por mi parte, yo estoy más en la línea de lo que plantea mi amigo Trujillo (2022) cuando dice con la lucidez que lo caracteriza, que en la formación universitaria deberíamos ofrecer a nuestro alumnado «experiencias memorables» en clase.
Igual la lucha es esta y no otra.
Referencias
Crichton, M. (2006). Estado de miedo. Debolsillo
Han, Byung-Chul (2020). La sociedad del cansancio. Herder.
Pérez Gómez, Á. (1991). Cultura escolar y aprendizaje relevante. Educación y sociedad, 8, 59-72. Recuperado de: https://issuu.com/enguita-eys/docs/educacion-y-sociedad-08
Pérez Gómez, Á. (2004). La cultura escolar en la sociedad neoliberal. Morata
Santos Guerra, M. Á. (2001). Dime cómo evalúas (en la universidad) y te diré qué tipo de profesional (y de persona) eres. Tendencias pedagógicas, nº 6, pp. 89-100.
Trujillo Sáez, F. (2022). En Fernández Navas, M., Postigo Fuentes, A. Y., & Insua, L. (2022). La Heterocronía al abrir las ventanas. Márgenes Revista De Educación De La Universidad De Málaga, 3(1), 193-195. https://doi.org/10.24310/mgnmar.v3i1.14192