La Historia de la Educación, cuyo nacimiento se ha fijado en la Alemania del siglo XIX, supuso un avance para el conocimiento comparable al de otras ciencias y disciplinas. En aquellos momentos, su vocación -como la de la historia, la filosofía o la sociología en sus específicos ámbitos de actuación- consistía en conocer el pasado educativo para justificar el sentimiento nacionalista emergente tras la ocupación napoleónica. A partir de entonces, tanto dentro como fuera de Alemania, el saber relacionado con el pasado educativo se fue incorporando como materia de aprendizaje a los planes de estudio de las Escuelas Normales. De hecho, todo candidato o candidata que quisiera aprobar una oposición para regentar cualquier tipo de escuela pública, debía conocer el pasado de las teorías y de las prácticas que más tarde iba a utilizar (o a desechar sin escrúpulos).
Aquellas brasas incandescentes del pasado educativo se fueron reavivando y, a principios del siglo XX, todos los países occidentales incorporaron en sus planes de estudio de magisterio alguna asignatura de historia de la pedagogía o de tipología similar. Conocer el pasado de las ideas, de las propuestas y de los personajes que las encarnaron era garantía para los Estados nacionales de aprendizaje útil y oportuno, de saber cívico y de encarnación de un proyecto colectivo, ambicioso y moderno a favor de la memoria. Es decir, de progreso y transformación social. Y así ha seguido siendo a lo largo del siglo XX, con etapas de mayor o menor éxito.
De hecho, el florecimiento de la Historia de la Educación en España como campo de investigación y de docencia, aunque tuvo notables períodos de esplendor con anterioridad, como ocurrió durante el primer tercio del siglo XX, retomó bríos con la creación de la Sociedad Española de Historia de la Educación (SEDHE) en 1989. Siete años antes, comenzaron a celebrarse los Coloquios bianuales que se han mantenido de manera ininterrumpida (salvo el lapso de la pandemia) hasta la actualidad. En ellos, se ha podido comprobar la variedad de formas de mirar lo pretérito para poner en valor lo que el conocimiento de la educación (formal, no formal e informal) ha aportado a las sociedades en el enriquecimiento personal de su ciudadanía, en su mayor grado de profesionalización y en su desarrollo moral, humanístico y cultural con raigambre más innovador e inclusivo.
Porque las y los historiadores de la educación hemos ayudado a indagar en las voces más débiles y oprimidas del pasado, normalizando una manera de interrogar y de responder, también de aprender y de enseñar. De paso, al estudiar a los individuos, a las corrientes de pensamiento, a las tendencias más o menos consolidadas, a las metodologías en uso, a los programas de acción en las aulas o, de forma más amplia, a los procesos educativos que forjaban a las nuevas generaciones, hemos detectado los efectos de la dominación, la legitimación y la concentración de intereses que determinaban las desigualdades sociales y, de paso, las injusticias educativas resultantes. En este sentido, nuestras reuniones, jornadas, seminarios y, sobre todo, los aludidos Coloquios -además, de nuestros encuentros internacionales en la International Standing Conference for the History of Education (ISCHE) o el Congreso Iberoamericano de Historia de la Educación Latinoamericana (CIHELA)-, nos han hecho ver que nuestro trabajo ha sido, es y deberá seguir siendo colectivo y colaborativo para sumar enteros en el conocimiento, en la investigación, en la docencia y, sobre todo, en la dignidad de las sociedades futuras al mirarse en el espejo de lo que fueron y verse como verdaderamente son.
Las historiadoras e historiadores de la educación consideramos que lograr otro mundo es posible y, para ello, debemos luchar día a día utilizando las herramientas que tenemos a nuestro alcance. Esto es, la indagación, el magisterio y la divulgación sobre la memoria educativa y el ejemplo que su conocimiento puede aportar a las nuevas generaciones, cada vez más imbuidas por la huida hacia el futuro y el refugio en los artefactos tecnológicos como asidero ante las incertidumbres presentes y venideras. Y es que, como en su día afirmara el historiador checo, Bohumil Bad’ura, debemos seguir luchando para que “el verdadero nombre de la verdad, no sea la mentira”.
Ello nos ha permitido seguir variadas y novedosas líneas de investigación, que abordan temáticas de todo tipo y en diferentes temporalidades. Quizás, las más ampliamente desarrolladas y debatidas hayan sido las siguientes: la Ilustración, la conformación de los Estados nacionales, el liberalismo, la secularización, la modernización educativa, la historia de la escuela, las reformas republicanas, la renovación pedagógica, la represión sobre el profesorado, el nacional-catolicismo, la dictadura, la transición a la democracia, el papel de la mujer y su paulatina emancipación, las diferentes etapas educativas, la educación en los distintos territorios del Estado, las relaciones educativas internacionales (sobre todo con Europa y Latinoamérica), los manuales escolar, el estudio de las revistas y de sus contenidos en nuestro ámbito científico, el patrimonio escolar y educativo en general, los retos metodológicos actuales, el estudio de las imágenes, los efectos transnacionales de la educación (tema del Coloquio de este año), etc. En síntesis, la historia de la educación y de las políticas educativas que han caracterizado los tres últimos siglos, realizando incursiones nada desdeñables y muy originales en etapas más remotas del pasado. Y todo ello, a través de enfoques diversos que han discurrido, predominantemente, por la historia tradicional, social, cultural y conceptual.
Tanto las y los investigadores jubilados, muchos de ellos ya fallecidos, como los veteranos, o incluso, los más jóvenes y que ahora comienzan, han contribuido a descubrir, escrutar, preservar, custodiar y prestigiar nuestro pasado educativo, rescatando del olvido a personas, teorías, prácticas, comportamientos, tradiciones, modos de hacer y de transmitir el conocimiento que han determinado lo que, en esencia, somos y seremos. Y el balance, aunque sumamente positivo, también nos presenta un reto que debe ser urgentemente abordado. Nos enfrentamos a la incomprensión y a la destrucción del pasado por nuevas visiones del conocimiento de carácter instrumental y pragmático, que necesitan borrar las huellas y los orígenes de los procesos educativos para fabricar un presente y un porvenir que se ajuste a sus (llamémosles espurios) intereses comerciales. Sin conciencia del pasado y, especialmente, del pasado educativo, estamos abocados a aceptar cualquier tipo de recetas académicas e institucionales sin el más mínimo atisbo de crítica y de réplica, y sin ninguna base de justicia social y de ética comportamental. En la actualidad parecen necesitarse cabezas bien vacías, más que cabezas bien llenas o cabezas bien hechas, parafraseando a Montaigne. Es a esto, precisamente, a lo que se opone la Historia de la Educación como campo de investigación, disciplina y modo de vivir, de pensar y de sentir en y por la sociedad.
Por tanto, la Historia de la Educación tiene que cumplir el cometido que nos demanda la Pedagogía y la parte de la sociedad más crítica, analítica y creativa, que apuesta por el conocimiento del pasado para superar las dificultades actuales y que nos exige no renunciar a nuestra esencia memorialista y genealógica. Ello supone aumentar el rigor científico de nuestro sosegado quehacer investigador y, a la vez, propagarlo (o como se dice ahora, transferirlo) lo más ampliamente posible. De este modo, podremos contrarrestar la narrativa tan nociva que se vierte sobre nuestra disciplina, referente a su anacronismo y obsolescencia, producto del voraz presentismo y de la recurrida deslegitimación por inutilidad de los conocimientos abordados en ciencias sociales y humanidades (especialmente, en historia).
Así pues, nuestra tarea consiste en un desafío permanente y en una demostración constante de las posibilidades de cambio que ofrece la Historia de la Educación, y que no casa bien con los intereses del poder ni con los nuevos aires de la política gubernamental o académica. Porque, en el fondo, nuestro humilde interés estriba en devolver al futuro, en las mejores condiciones posibles, lo que nos ha sido legado por el pasado. Y no podemos desistir, porque de ello depende la supervivencia de un saber noble y más necesario que nunca, que no admite complejos ni nacientes rivalidades en formatos más que discutibles. En esencia, la Historia de la Educación se ha convertido, junto a la Teoría (o teorías educativas), en un valor de refugio en los tiempos actuales; es -si se me permite la expresión- el patrón oro de la educación.
En síntesis, no desestimar las lecciones aprendidas del pasado ni el saber acumulado hasta el presente, aceptar la pluralidad temática y metodológica del conocimiento compartido con campos del saber hermanos, renunciar a la constante necesidad de la reafirmación de lo propio incorporando nuevas visiones y abriendo los enfoques hasta lo científicamente razonable, conectar los saberes auténticos con los valores que realmente los representan como la solidaridad, la justicia, la libertad o la democracia, son, entre otros muchos, elementos esenciales para aprender a lidiar con los nuevos tiempos y con las emergentes propuestas formativas y clientelares (más que educativas y racionales), que se palpan en la actualidad y se otean -con profuso y reprobable oportunismo- en el horizonte.