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Hablar de la educación para la paz, la convivencia pacífica y los valores de la armonía con los demás, constituyen ejes de reflexión que no podemos abandonar de ninguna manera. Sin embargo, tampoco podemos ignorar que en realidades, como la latinoamericana, todo eso es pretendido en y para contextos de violencia ciega, irracional y que no discrimina a nadie.
Muchísimas escuelas, de entornos como el guatemalteco, salvadoreño u hondureño, viven en condiciones de inseguridad y de miedo frente a las amenazas que existen en su entorno. No son pocas las ocasiones en las que ese terror se traslada a los propios patios, aulas y ambientes internos. Los niños, las niñas y los jóvenes van a la escuela pero en el camino y alrededor de sus aulas, la muerte ronda en forma de luchas entre pandillas o de violencia social en todas sus manifestaciones. Además de sus propios entornos familiares que de una u otra manera también expresan violencia. Los equipos docentes tienen que ingeniárselas para poder cumplir con sus tareas cotidianas, pero son muchos los reportes de docentes también víctimas de esa realidad. Las amenazas directas y explícitas hacia maestras y maestros de parte de fuerzas violentas condicionan cualquier tarea o cualquier esfuerzo educativo permanente.
Tampoco podemos obviar que muchas actitudes docentes son generadoras de violencia en la medida que al perder el rumbo educador, practican una educación basada en el irrespeto, la verticalidad, la ausencia de afectividad y comprensión de las condiciones difíciles de sus estudiantes. Algunos llegan incluso al maltrato verbal o la hiperexigencia evaluativa que se convierte en irracional cuando no toma en cuenta múltiples factores de un estudiantado proveniente de realidades altamente difíciles.
Educar en ambientes violentos es realmente una tarea difícil, compleja y de altos riesgos. No se parece, en nada, a la tarea fácil del académico o teórico pedagógico que desde la seguridad de su escritorio o desde la lejanía social y económica, plantea grandes ideas sobre educación para la paz. Educar en ambientes violentos es arriesgar la propia vida y realizar adaptaciones a su desempeño docente.
Y, sin embargo, esta educación es tan necesaria y fundamental en nuestras realidades, porque nos recuerda que, a pesar de todo, existen hombres y mujeres que pueden hacer de su palabra, de su sonrisa, de su calidez y de su acompañamiento permanente, los mejores medios para no agrandar el abandono en que viven millones de niños, niñas y jóvenes que reflejan la cara más dramática de la injusticia, desigualdad y exclusión en el orden económico y social de hoy.
Los hombres y mujeres que van a trabajar a esas escuelas rodeadas del peor de los climas, pero que lo hacen con la convicción de que su labor toca a víctimas de la realidad económica y social, y que lo hacen con la esperanza y la alegría de que su aporte contribuya a transformar la realidad, constituyen los ejemplos vivos de una pedagogía de la vida y la dignidad que no se construye con categorías teóricas sino con esfuerzos reales y concretos.
En sus interacciones de aprendizaje con sus estudiantes, con las familias, con sus colegas, van siendo sobrevivientes de una realidad de negaciones de todos los derechos. Pero están ahí, con su palabra, su sonrisa y sus orientaciones, que serán mínimas en la vida de esas jóvenes generaciones a las que el orden económico condena a una ausencia de presente y de futuro dignos.
Quizá no lo sepan, pero con su dedicación y entrega a la educación en esos entornos, aportan los elementos de una pedagogía que es urgente y necesaria. Esa que dignifica en medio de la indignidad, esa que hace posible la paz en medio de la violencia, esa que en medio de la muerte construye la vida. Esta es la pedagogía que necesitamos no solo en el Sur, sino fundamentalmente en un Norte que pretende globalizar una visión de lo educativo que olvida al ser humano en su plenitud.