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A comienzos del siglo XXI Raphael Gray, un joven de 19 años, con un ordenador portátil y acceso a Internet, logró saltar el sistema de seguridad de Microsoft y usó la tarjeta de crédito de Bill Gates para enviarle un frasco de Viagra. El joven le había escrito al fundador de esta empresa informando de los fallos de seguridad de su sistema, sin obtener respuesta. La broma cibernética, que salvó a la compañía de problemas mayores, le costó al joven un arresto por parte del FBI y, tras declararse culpable, dos años de trabajo comunitario. Creía recordar que al final el joven había sido contratado por la empresa, para ayudar a mejorar los sistemas de seguridad, pero hoy, al revisar la información disponible no lo he podido confirmar. En todo caso, quizás se lo merecía.
Recientemente llegó a mis oídos el caso de un estudiante de secundaria que con su teléfono móvil entró, sin mayor problema, en la intranet de su centro, y accedió a toda la información. Hasta aquí no hay historia. Pero se le ocurrió compartir su hallazgo con los compañeros y algunos le convencieron para que les dijese cómo hacerlo, cosa que finalmente hizo.
A partir de aquí, algunos estudiantes que solían sacar malas notas en los exámenes comenzaron a mejorar “sospechosamente”. No era el caso del hacker, con un excelente historial académico. El profesorado comenzó a investigar, porque no confiaban en la repentina mejora de algunos estudiantes y, los propios implicados, descubrieron a quién les permitió “mejorar sus resultados de aprendizaje”. (Aquí podríamos introducir una importante discusión sobre si los exámenes de papel y lápiz o digitales, con preguntas de respuesta prefijada, son la forma más adecuada para pronunciarnos sobre el aprendizaje del alumnado).
Una vez identificado el “culpable” (aquí podríamos abrir otra discusión sobre el posible sentimiento de “humillación” del profesorado y la institución frente a la habilidad del estudiante) ¿cuál fue la reacción? ¿Aprovechar la circunstancia para ir más allá del uso de la tecnología digital? ¿para plantearse lo que significa la ciudadanía digital, como posibilidad de entender los asuntos humanos, culturales y sociales relacionados con la tecnología digital y practicar un comportamiento legal y ético? No, la decisión fue expulsar al estudiante.
Quizás, por haber conseguido que algunos de sus compañeros contestasen de forma adecuada a las preguntas de los exámenes, el MIT le hubiese dado un premio. Porque el Media Lab del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) ha lanzado una iniciativa para premiar la “desobediencia productiva” dado que, en ocasiones, solo es posible avanzar rompiendo algunas normas. Para su director, Joi Ito, “no puedes cambiar el mundo siendo obediente”. Así que han creado el premio MIT Media Lab Disobedience Award (250.000 dólares) al entender que la “desobediencia constructiva” es la que “se realiza de manera ética y responsable y conlleva un impacto social positivo”.
Y aquí viene el tema principal de discusión que esta columna quiere proponer. ¿Cuál es el papel de la educación formal en el mundo contemporáneo? Las instituciones educativas siguen centradas en la transmisión de conocimiento factual y declarativo y en garantizar que el alumnado sigue las normas. En el mundo “real” niños, niñas y jóvenes tienen acceso a un volumen de información sin precedentes y a contextos, recursos y experiencias que sobrepasan el marco escolar. En este contexto ¿Quién les enseña o guía en la jungla de información? ¿Quién les ayuda a interpretar las dimensiones de lo legal y lo ético y las implicaciones de sus decisiones y actuaciones en estos marcos? Porque, como he argumentado en diferentes foros, la formación del profesorado se centra en su capacidad para “transmitir el pasado”, pero ahora su papel principal parece estar en entender y transitar con el alumnado por el presente y el futuro. ¿Estamos preparados para afrontar este desafío?