En los años noventa, Nelson Mandela y el obispo sudafricano Desmond Tutu hicieron de la palabra ubuntu la verdadera alma e inspiración del programa político que sería capaz de derrotar, sin provocar un baño de sangre, al régimen racista del gobierno blanco del apartheid.
Son tantos los precedentes de cambios radicales y revoluciones sangrientas a lo largo de la historia, que a nadie le hubiera extrañado que la mayoría negra, después de haber vivido durante décadas sometida como esclavos, empobrecida y sin derechos civiles, en el momento de acceder al poder hubiese empuñado contra sus opresores los cuchillos de la venganza.
Sin embargo, se impuso la ubuntu , una palabra bantú que significa “yo soy porque nosotros somos”. Es decir, el individuo no es nadie sin la comunidad; pero tampoco la comunidad puede ser sin que cada uno de los individuos sea a su vez él mismo.
La ubuntu fue el éxito del cambio propuesto por Mandela porque abrió la puerta a la reconciliación y estableció la verdad de los diferentes -y de los enemigos-, como la mejor medicina en contra del pasado que se quería dejar atrás: aquellos que reconocían los crímenes cometidos, fuera la bomba colocado en una plaza por el propio movimiento revolucionario armado que dirigió Mandela, fueran las torturas y asesinatos cometidos por los blancos en contra de la población negra, eran perdonados.
Y debía ser precisamente aquel perdón construido sobre la verdad, el que abriera un escenario político de colaboración donde fuera posible construir un futuro colectivo (porque el perdón sin verdad, sin conocimiento del dolor provocado, es, como todos sabemos, un perdón que no puede fructificar y se acaba transmitiendo a las siguientes generaciones en forma de odio, muy a menudo maquillado por la épica de la historia reinventada).
“Oye, esta gente viene del infierno”, me dijo un día el capitán del barco de rescate de emigrantes en el Mediterráneo, “Dignity”.
Aquella gente que rescataban del agua huye, evidentemente, del infierno. Mezclados esta vez los africanos con los que escapan de las guerras de oriente, todos ellos han cruzado territorios inhóspitos, han sido traficados, robados, algunos torturados, violados, han dejado atrás a miles de sus hermanos para emprender una epopeya donde el propósito de salvar la propia piel es también un sueño colectivo de conseguir una vida digna para ellos y sus familias.
Pero es precisamente la ubuntu , la esperanza, la solidaridad y la colaboración, la energía que empuja esta fuerza extraordinaria en su voluntad por mejorar sus vidas. Cada viajero que es rescatado en las aguas del Mediterráneo. Sea un joven. Una mujer embarazada. Un adolescente. Una anciana. Todos ellos tienen detrás una familia que participa del viaje, a veces una aldea, o un barrio entero que sigue sus pasos y espera su llegada a tierra firme con el corazón en un puño. Ninguno de los viajeros se lanzan a la aventura pensando sólo en uno mismo, porque sabe que con él también viaja el compromiso de ayudar a mejorar la situación de los suyos, los que se han quedado atrás.
En el mes de diciembre del año pasado, el gran atleta gambiano especialista en lucha senegalesa, Ali Mbengu murió ahogado en las aguas del Mediterráneo. Mbengu tenía sólo 21 años. Hacía un año que había dejado su país y después de cruzar el desierto del Sahel en unas condiciones pésimas, esperaba en Libia el momento de echarse a la mar hacia las costas europeas. Por fin llegó su hora. Antes de partir en el viaje mil veces soñado Mbengu hizo una llamada a su familia. “Esta noche me embarco”, dijo. Dos días después el hermano de Mbengu cogió el teléfono que sonaba desde Italia. Pero la voz no era la de Mbengu sino la uno de sus compañeros de aventuras que, al volcar la patera, vio cómo Mbengu era engullido por las olas en la oscuridad de la noche. Aquel mismo día perdieron la vida otras cien personas y la muerte de aquellas cien personas hay que multiplicarla por mil y cien mil y un millón, por toda una familia, los amigos, el país, el continente entero.
Existe otra palabra africana, pole, que en lengua swahili se podría traducir por “lo siento”; lo siento sinceramente y me pongo en tu piel porque siento en mí la pena que te aflige. Es todo lo contrario de lo que les espera a los migrantes en esta Europa que los rechaza y les cierra la puerta en las narices. A lo máximo, te entiendo, pero aquí no puedes venir.
Las palabras ubuntu y pole, sostienen hoy algunos de los más importantes intelectuales africanos, son la piedra angular, los fundamentos culturales, humanistas, que han permitido sobrevivir a este continente castigado; castigado por las catástrofes naturales, las enfermedades, pero también por la acción destructora de los hombres. Ubuntu y pole son el valor que les ha permitido caer una y otra vez para levantarse con la fortaleza que hoy le convierte en un continente lleno de esperanza.
Desde Europa y los países ricos occidentales preferimos no conocer las causas de estas enormes migraciones humanas. Pensamos, equivocadamente, que nos conciernen. Que hay que buscarlas en fenómenos naturales. También en la fragilidad política del continente o a la incapacidad de los propios africanos para resolver sus asuntos. Hablamos de guerras étnicas. De hambrunas o epidemias devastadoras debido a la mala gestión de los recursos y la falta de planificación.
Esta visión de África se debe, sin duda, a que somos nosotros los que opinamos de lo que allí ocurre sin preocuparnos, ni siquiera interesarnos, por conocerlo a través de la propia voz de los africanos. El escritor nigeriano Chinua Achebe tiene una imagen literaria que explica muy bien esta situación: “mientras los leones no tengan sus propios historiadores –escribió Achebe-, los relatos de caza siempre glorificaran a los cazadores”.
Se trata de una imagen que explica muy bien la situación: en nuestro relato de África, los occidentales estamos de la parte del cazador. De ahí que le glorifiquemos al tiempo que despreciamos la vida del león. Esta posición no es ninguna novedad. Viene de siglos. De una historia colonial antigua, que tuvo como uno de sus episodios más sanguinarios y destructivos la trata de los africanos como esclavos; episodio que, sin embargo, visto desde occidente fue, mientras ocurría, una de las grandes aventuras del primer capitalismo, donde el beneficio del inversor era entendido como un bien en sí mismo en la gran construcción de Europa y América, sin tener en cuenta las consecuencias sobre las personas y los pueblos. De aquel capital acumulado, surgieron algunas de las grandes fortunas que luego liderarían la revolución industrial. Todavía hoy se venera algunos de aquellos comerciantes de esclavos como prohombres de las naciones modernas. La esclavitud sería finalmente abolida, pero aquella concepción racista y colonial que la justificó sigue viva: África interesa por sus riquezas, pero la soberanía de los africanos, es decir el control de estos recursos para utilizarlos en su propio beneficio, no forman parte de nuestras prioridades porque los vemos como un escollo y una amenaza para los intereses económicos de nuestros países y de nuestras empresas.
A pesar de que los países occidentales suelen hablar una y otra vez de la necesidad de construir estados democráticos en el continente, la verdad es que se opta por sostener a dictadores que nos permitan unas prácticas económicas poco transparentes y mucho más rentables. De manera que la democracia formal, las elecciones apañadas, se han convertido en el menú que se antepone al poder del pueblo en las urnas. Este sistema “político” sin luz en la superficie, se sostiene en la sombra por una red intrincada y corrupta de lobistas, expertos, empresarios, espías, diplomáticos y comunicadores que se ocupan de hacer funcionar la máquina del dinero en la penumbra, maquillan y construyen argumentos que permiten la opacidad –hoy el terrorismo funciona de maravilla-, cuando no culpan directamente a los africanos de sus deficiencias y dificultades.
Pero los optimistas del continente, asustados por la deriva de las democracias occidentales, los Trump, los Putin, los nuevos fascismos europeos, la corrupción, la destrucción del mundo laboral, el escandaloso reparto de la riqueza, el saqueo del bien público desde dentro del propio sistema, la destrucción de la calidad de la información como un bien público; los optimistas del continente africano, decíamos, piensan que África se puede convertir en un sueño de esperanza porque, al menos, los africanos todavía conservan la ubuntu y pole. Esta fortaleza de los valores y del entusiasmo de la vida que les ha permitido desde hace siglos sobreponerse a la inestabilidad. Una inestabilidad que dominan bien porque se trata del estado natural de sus vidas.