Hoy le cedo la palabra a uno mis alumnos. Él, a su vez, recoge la voz de su abuela Fátima. Me limitaré a presentar, con la mayor concisión posible, lo que desencadenó su escritura.
Iniciamos el curso de 4º ESO volviendo los ojos a la literatura de la Ilustración. ¿Cómo tender puentes entre el horizonte de aquellas obras y el horizonte de recepción de los lectores adolescentes? El currículo no nos lo pone fácil. Y sin embargo…
En el siglo XVIII fueron muchos los escritores que recurrieron a la ficción del viajero extranjero para proceder a una crítica de costumbres del propio país. Lo hará en Francia Montesquieu en sus Cartas persas y en España Cadalso en sus Cartas marruecas, entre otros muchos. En estas últimas, por ejemplo, tres personas de diferente edad y origen reflexionan, indagan y dialogan epistolarmente en torno a un sinfín de temas movidos por un afán de entendimiento capaz de superar las fronteras generacionales, geográficas o religiosas.
Este siglo nuestro, crecientemente mestizo y globalizado, nos permitía dar réplica a los escritores ilustrados con una doble ventaja añadida: la de sustituir el viajero ficticio por el migrante real y la de poder escuchar también al fin la voz de las mujeres. Nuestro centro, nuestra localidad, nuestro país son ricos en diversidad de orígenes. Teníamos la oportunidad de conocer el entorno en que nos movemos día a día a través de los ojos de quien llegó de fuera. Esas serían nuestras cartas marruecas -y rumanas, y búlgaras, y ecuatorianas, y colombianas y un larguísimo etcétera- del siglo XXI.
La propuesta de escritura era, por tanto, bien sencilla. Cada estudiante debía conversar largo y tendido con alguien próximo -un familiar, una amiga- procedente de otro país, y que guardara memoria de su llegada a España: de aquello que le sorprendió, le gustó o le hizo sufrir. Chicas y chicos pondrían palabras a estas experiencias y ello daría lugar a un libro colectivo y misceláneo que acabaría por dibujar una imagen caleidoscópica de nuestro entorno desde la perspectiva de quien llegó de fuera.
El libro nació y anda ahora por la red. Y puesto que fueron las Cartas marruecas de Cadalso las que nos sirvieron de guía, es una «carta marrueca» la que abre el volumen y la que hoy traslado a estas páginas: aquella en que Mohamed El Yahyaoui pone la escritura y su abuela Fátima, nacida en Marruecos, la voz. Un testimonio precioso y sobrecogedor.
Hola, alumnos del María Guerrero. Me habría gustado hablaros en persona sobre mí, pero no creo que sea posible. En primer lugar, me llamo Fátima y tengo aproximadamente 61 años, veinte de los cuales he vivido aquí, en España. Nací en Marruecos. Lamento no poder decir el día o el año, algo que yo también desconozco; esto se debe a que nací y crecí en el Rif y mis padres no pudieron ir a hacerme los papeles y poner por escrito que había nacido tal día a tal hora en tal año.
En mi época la principal ocupación era el campo. Éramos trece hermanos y hermanas más mis dos padres, y todos estábamos sincronizados de tal forma que todos hacían algo para al final poder llevarnos un trozo de pan a la boca. De todos mis hermanos solo tres consiguieron sacar un tiempo para poder ir a la escuela. Como yo era la mayor no tuve ese privilegio y tuve que quedarme en casa a ayudar a mi madre y cuidar a mis hermanos.
Pasaron los años y nos mudamos a un pueblo llamado Targuist, donde mejoraron nuestras condiciones. Apareció la televisión y era magia para nosotros; era alucinante. Más adelante llegó el teléfono y por fin pudimos tener contacto con el exterior.
Me casé a la temprana edad de los 16 años y tuve a mi primer hijo a los 17. Mi marido se jugó la vida para ir al harij (extranjero, así es como llamábamos a España y a los países europeos); llegó a salvo en una patera con otros catorce hombres (no me acuerdo exactamente de la cifra). Encontró trabajo y me enviaba dinero cada mes para mantener a mi hijo, Mohamed. Más tarde volvió a Marruecos unas semanas y nos mudamos a Tánger, donde tuve a mi segundo hijo.
Pasaron unos años y quisimos venir a España, la cual me la imaginaba con grandes rascacielos, todo alucinante… Algo parecido a Nueva York, un país perfecto. Al principio así fue, pero las cosas cambiaron: algo que ya me había advertido mi marido, por lo que me di cuenta de que no existían los países perfectos. Pasaron los días y esto era muy nuevo para mí. Llevé a mis hijos al colegio y me pareció increíble lo cerca que estaba el colegio; apenas tenía que caminar, y sobre todo que no se pegaba a los alumnos sino que se les castigaba. No sabía por qué cuando me sentaba en el banco para esperar a que saliesen mis hijos del colegio, al lado de unas mujeres, siempre se levantaban y ni me contestaban al simple “hola” que les decía y que había aprendido hacía poco. Más adelante me di cuenta de que era cuestión de mi procedencia y mis creencias.
Me gustó lo educados que son; comen con cubiertos y cada uno con su plato. Muy pronto hicimos lo mismo en casa pero sin dejar de lado nuestras costumbres. Hoy en día me parece que las familias al sentarse a la mesa no hablan, sino que su principal preocupación son las nuevas tecnologías. Antes no pensábamos tanto en eso sino en poder tener un momento del día en el que charlar con nuestra familia sobre nuestras cosas.
Su forma de vestir me pareció muy lujosa, ya que nosotros nos vestimos con las típicas jalaba (los “vestidos” que nos ponemos) y el velo. También, he visto al lado de muchos contenedores objetos que todavía funcionan pero por el hecho de tener un pequeño daño se tiran; algo que en Marruecos no pasa porque no se tiran las cosas hasta que no sirvan para nada.
Los españoles me parecen grandes personas, las más amables que he conocido; te ayudan en cualquier cosa que les pidas y creo que he tenido una gran suerte de tener a los vecinos con los que convivo día a día ya que me han ayudado siempre que han podido. Por otra parte a España solo vinimos a buscar oportunidades y cuando mis hijos consigan un título y un buen trabajo espero volver a nuestro país ya que allí es donde nacimos y donde me gustaría pasar mis últimos años de vida.
Hasta aquí el texto de Mohamed y el testimonio de Fátima. Fueron muchos los textos y muchos los testimonios, y sé que todos ellos nos ayudaron a construir un «nosotros» mucho más hondo. No me queda sino dar las gracias a mis estudiantes por el cuidado que pusieron en un trabajo con el que tanto aprendimos, y a quienes compartieron con ellos unas experiencias en que conviven, irremediablemente, el desgarro y la esperanza.
Guadalupe Jover. Profesora de Secundaria.