Mucho se habla sobre inclusión. Se escribe, se piensa. En el campo de la educación, tanto los debates como las prácticas están continuamente atravesados por este tema. Lo mismo sucede cuando de políticas públicas o de promoción de derechos se trata, ya sea como mera enunciación o en relación con su efectivización. La inclusión está presente en nuestro vocabulario de manera habitual. Ahora bien, podríamos preguntarnos: ¿de qué modo se la habita y se le otorga sentido?
Para pensar en algo, es preciso desarmarlo, deconstruirlo y ver de qué está hecho. Vale el intento para dar apertura y para dejar que el acontecimiento emerja.
Hago foco en el campo de la educación para pensar “la inclusión”, porque es lo que me convoca, aunque el planteo que haré en estas líneas irá un poco más allá de dicho ámbito.
Considero que cuando se habla de “la inclusión” se la sustantiviza (si se me permite el neologismo) y, de esta manera, se la reduce a un concepto, a un campo o a lo que fuera. Así, la inclusión pierde como entidad y adopta un carácter de definición y permanencia.
Me interesa realizar el deslizamiento de “inclusión” (sustantivo) a “incluir” (verbo). Dar entidad a la acción de incluir implica la construcción en continuidad de una manera, de un modo de pensar al otro, atravesado por una sensibilidad para alojar las diferencias, justamente en el punto de inflexión entre sentir al otro como ajeno o al otro como propio. No es un movimiento de apertura de unos hacia otros o, mejor dicho, de unos hacia algunos. Esto es lo que sucede habitualmente, casi por repetición, con la primacía de la mirada desde el déficit. El modo de pensar que nos permite la superación viene de la mano de la complejidad, de aprender a pensar en conflicto, conjugando el reconocimiento de la alteridad, su singularidad y las diferencias.
Ahora bien, ¿cómo circulan estos modos de pensar que atraviesan y construyen subjetividad? ¿Cómo se impregnan parados en las diferencias? ¿Podrán ser parte de las transformaciones de los procesos culturales? Incluir y circulación se enlazan, porque educar tiene mucho de “cómo te cuento la vida”.
En este sentido, resulta enriquecedor lo que Úrsula K. Le Guin plantea en relación con la comunicación. Para esta autora, la comunicación es netamente intersubjetiva. Da relevancia a la relación de mutualidad y al entendimiento, más allá del código y, por tanto, del lenguaje, de la función de la sociedad, de la cultura en la cual los partícipes de esta relación están siendo. Por ello, es consonante con el armado de un espacio potencial, en el cual la comunicación deviene posibilidad de encuentro o desencuentro, pero haciendo lugar a experienciar y, por ende, susceptible de ser una experiencia. En esa “zona intermedia”, como Winnicott podría nombrarla, se fabrican las condiciones de cada
existencia. En esa mutualidad, hay dinámica relacional, aun en la no-relación; entendimientos o no, sean verbales, gestuales, de silencios, marcados por una sintonía afectiva, hecha de escucha, espera, ternura y tiempo.
Precisamente porque escuchar implica estar en esa conexión, resulta fundamental atender a la circulación de lo que se transmite, se historiza y se narra. El “cómo te cuento” incluye la manera de mirar, escuchar y entender, es decir, una vibración emocional que va implícita en esa conexión. Pero, también, el “cómo te cuento” lleva consigo la idea de mundo, de quiénes son los otros y de cómo se vive con ellos. Siguiendo estos múltiples sentidos, me gustaría trazar una diferencia entre incluir como discurso e incluir como posicionamiento.
Podría decirse que “incluir” como discurso, como acción comunicativa, pone el acento en la transmisión, en el significado en forma lineal, congruente con una concepción de sujeto como receptor del saber. La transmisión hace lazo con la herencia y, por ende, con cierta coagulación y con cierta obediencia al saber que contiene. Por lo tanto, cuando se piensa en la inclusión y se presenta como un discurso que se transmite, no se favorece el proceso elaborativo y, por tanto, la construcción de representaciones en pos de la simbolización. En estos casos, encontramos, por ejemplo, prácticas “inclusivas” al servicio del marketing, orientadas a la eficiencia y a la resolución mágica e inmediata de situaciones complejas. La inclusión aparece como respuesta, ya sea a mandatos, normativas
o ideales, con carácter tranquilizador y eficaz ante la espontaneidad de lo inesperado.
“Incluir” como posicionamiento, por su parte, conlleva un trabajo sobre el modo de mirar y de escuchar, una apuesta a la singularidad. Implica una concepción de trabajo, no entendido de manera lineal, sino dotado de cualidad lúdica. En este sentido, es posible pensarlo en relación con las metáforas en tanto organizadoras de una red de relaciones que estructuran un campo y dan sentido a la organización de la vida. Las metáforas como sistema de producción y
organización del lenguaje se conjugan con la posibilidad y la potencialidad de la traducción. Para George Steiner, la traducción se encuentra en el centro de la comunicación humana. En su libro Después de Babel, postula que “la traducción está implicada formal y pragmáticamente en cada acto de comunicación, en la emisión y en la acepción de todas y cada una de las modalidades de significado, ya sea en el campo semiótico más amplio o en los intercambios verbales más específicos”. “Entender es descifrar. Atender al significado es traducir”.
A esta altura de nuestros procesos y cambios culturales, no podemos seguir formulando las cosas de la misma manera. No acuerdo con seguir hablando de “educación inclusiva”, porque la inclusión no es una cualidad, no es algo que “adjetive” a la educación. Pensar de este modo es congruente con prácticas que se plantean como respuestas cuasi sintomáticas ante la perplejidad que despiertan los otros, “supuestamente” diferentes. El cambio de paradigma y las transformaciones, que vienen de la mano gracias al aporte y a la militancia profesional de tantos pensadores, plantean otros itinerarios, a partir de los cuales poder decir que la educación es, en sí misma, inclusiva. Es proceso, y, en todo caso, es reflexión para la inclusión. Aquí, el trabajo es de traducción.
Quizás, por ello, será necesario poner el acento en el movimiento reflexivo, en esa mutación necesaria en la mirada y en la escucha, con y hacia otro, para que las diferencias puedan tener otro estatuto que no sea el de lo inconciliable.
Trabajo sumamente complejo, tal como lo son las relaciones humanas. Sólo posible si se asume el desafío de pensar en conflicto y se abre la conversación como acontecimiento. Es aquí cuando algo sucede. Y no es magia: es afectación.
Bibliografía
Foucault, Michel, La ética del cuidado de sí como práctica de la libertad, diálogo con H. Becker, R. Fornet-Betancourt, A. Gomez-Müller, 20 de enero de 1984
Le Guin, Ursula K. ‘Contando es escuchando’, en La ola en la mente, Shambala, Boston, 2012
Najmanovich, Denise, El mito de la objetividad, Editorial Biblos, Buenos Aires 2016
Steiner, George, ‘Entender es traducir’ (Cap. I), en Después de Babel.
Winnicott, Donald, Realidad y juego, Editorial Gedisa, Barcelona, 1994
Winnicott, Donald, Los procesos de maduración y el ambiente facilitador, Editorial Paidós, 1ª edición 1996