Es muy frecuente que, en países como los latinoamericanos, el discurso sobre la calidad educativa esté asociado al de la innovación. Y esta siempre va vinculada a dispositivos o programas telemáticos.
La innovación educativa como esa panacea pedagógica tan milagrosa como rutilante. Además, ya está muy interiorizado que la calidad educativa se asegura con solo llenar las aulas de computadoras, tabletas y programas informáticos u otros dispositivos.
En aulas y establecimientos escolares, presenciamos la influencia de la tecnología en los usuarios, incluidos profesorado y directivos que se ufanan en incorporar cuanto aparato nuevo surja, o cuanto programa se les venda con la promesa de que así se aprenderán mejor las materias del currículo establecido.
Ya sea por razones didácticas o como mecanismo de evaluación cuantitativo, o para incorporación de calificaciones y otras informaciones que facilitan la cotidianidad del profesorado, pareciera que la innovación es sinónimo de tecnología. Fuera de ella, no existe educador, pedagogo o funcionario que tenga capacidades para innovar.
Y ahí está la trampa, lo que no nos dicen. La innovación educativa debe ser asumida con un enfoque amplio pero, sobre todo, concentrada en todo lo que signifique transformaciones cualitativas de la vida humana, hacia mejor calidad de vida y hacia nuevas maneras de enfrentar las problemáticas diversas. Saber manejar una computadora y todos sus programas, sin saber qué hacer a favor de la propia vida y de la ajena, no me parece que hable de innovación. Aprender a descubrir maneras de entender y atender la problemática de nuestros estudiantes, o aprender a incorporar actitudes que antes impedían la escucha sabia o la empatía educadora, me parecen elementos de mayor innovación.
¿Cómo lograr que se desarrolle pensamiento crítico?, ¿cómo hacer para que nuestros estudiantes se interesen y comprendan dramas globales, como el de la migración forzada?, ¿cómo crear hábitos y actitudes profundamente arraigadas a favor de un consumo responsable y de un cuidado del entorno sostenible? ¿Cómo aprendemos a ser resilientes ante las problemáticas familiares y comunitarias? Preguntas como estas, y muchas otras, sí podrían acercarnos a la innovación en lo educativo.
Dicho de otro modo, la innovación educativa debe ser comprendida e incluida en todo lo que hagamos, vivamos y sintamos a favor de la dignidad y de la vida plena de quienes somos parte de la comunidad educativa. Si esos cambios nos demandan el uso de la tecnología, o de las innovaciones materiales a las que tenemos acceso, pues ¡bienvenida la innovación tecnológica!
Tampoco nos dicen que, gracias a los conocimientos acumulados y a las mismas creaciones informáticas del mundo de hoy, el logro de innovaciones de carácter material es mucho más fácil que alcanzar innovaciones en el mundo político, social o simplemente en el mundo de las relaciones con otros seres humanos. De hecho, ni siquiera estamos aprendiendo a convivir con otras especies en un planeta que se nos cae a pedazos.
Nos obnubila un aparato nuevo, pero no nos impacta el dolor humano. Sabemos innovar en cosas, pero no parece que estemos aprendiendo a tener un corazón nuevo.
Por supuesto, no dejemos de maravillarnos ante las innovaciones que se incorporan a nuestras aulas. Pero tengamos claro que somos innovadores mientras estemos en búsqueda, en el día a día, de cómo crear nuevas relaciones con nuestros estudiantes, o de cómo inventar esfuerzos que representen desafíos nuevos para los cerebros que se están formando. O mientras aprendemos a resolver crisis y conflictos, o en la medida que la emoción y la curiosidad son parte de nuestros esfuerzos pedagógicos. Por el contrario, mientras la innovación tecnológica solo nos ayude a obtener información, a divertirnos sin profundizar pensamiento crítico, o a comunicarnos mediante redes sociales, pero sin crear auténticas redes humanas, la llamada “innovación educativa” solo es una forma disfrazada de control y sometimiento.