Comencé mi colaboración con El Diario de la Educación con una columna titulada El Parlamento de las Cosas. En realidad, pensaba aquel título más como paraguas para este espacio de opinión. Porque desde una perspectiva crítica de la tecnología, como mi inspirador Andrew Feenberg, considero que el desarrollo de la tecnología (no solo la digital) “no es un destino, sino un campo de batalla, un parlamento de las cosas en el que se deciden las alternativas a la civilización”.
En repetidos escritos y presentaciones públicas, he argumentado la necesidad y la importancia de no dejar nuestro destino en manos de la vorágine tecnológica, impulsada por los intereses de las grandes corporaciones, dominada por un discurso que da entender que el único camino posible es el de la datificación, la algoritmización y la conversión de la gran mayoría de los seres humanos en consumidores de sus productos. Y, una vez más, vuelvo a plantear nuestro derecho (y yo diría que, como educadores, deber) de preguntarnos y poder decidir sobre el tipo de sociedad, el tipo de mundo, el tipo de planeta que nos gustaría contribuir a desarrollar. Lo que implica decidir el sentido de los desarrollos tecnológicos.
En esta ocasión el motivo me viene dado por dos acontecimientos de gran actualidad que, sin conexión aparente, están profundamente interconectados. Me refiero a la cancelación del Mobile World Congress, que iba a tener lugar en Barcelona del 24 al 27 de febrero, debido a un ser microscópico, al llamado coronavirus, que parece propagarse sin cesar. Este macroevento centrado en la tecnología digital, que se celebra en Barcelona desde 2008 y que pasó de 55.000 participante en esa fecha a los 109.000 de 2019, convoca tanto a las más poderosas empresas como a las emergentes y levanta grandes expectativas sobre los más diversos gadgets y aplicaciones, que siempre prometen que nos van a cambiar y mejorar definitivamente la vida. Que “aumentaremos” la realidad, que nos “comunicaremos” mejor, que nos podrán operar a distancia… También hay promesas, constantemente incumplidas, para la educación.
Pero seguimos con unas “realidades” cada vez más complejas. Desigualdad, migraciones por guerra, violencia y pobreza, consecuencias del llamado cambio climático, aumento sistemático de la contaminación y la destrucción del medio ambiente, falta de agua potable, servicios sanitarios básicos y educación para el 10% de la población (según el Banco Mundial), aumento del desencanto entre los jóvenes, que cada vez más abandonan tempranamente la escuela. Mirando esta “realidad”, no sorprende que muchos prefieran la “aumentada”, la “virtual” y la “gamificada”. Y que el más que multimillonario dueño de Amazón, Jeff Bezos (con más de 150.000 millones de dólares y unas ganancias de 231.000 dólares por minuto -según el semanario Times) invierta 1.000 millones de dólares al año en su proyecto Blue Origin para crear la nueva generación de cohetes reusables, quizás para marcharse de la Tierra, tan maltratada por él u otros magnates, lo antes posible.
Pero todos esos mundos tecnológicos, ese Goliat, se quedaron en suspenso en Barcelona, por un invisible ser, por un David, llamado conoravirus. Un virus que no sabe de ricos y pobres, aunque estos sean siempre los más desprotegidos. Que nadie sabe bien dónde y cómo se generó y mucho menos cómo consigue extenderse de manera tan rápida y mortal. Cada día consigue un nuevo “logro”: además de enfermos y difuntos, reclusiones, prohibiciones de movilidad y cancelación de distintos eventos. Hasta parece que peligran las Olimpiadas de Tokio.
Y aquí comencé a anclar esta reflexión, en la basura que generamos, en las condiciones insalubres en las que viven millones de personas, en el maltrato animal (una de las hipótesis es que partió del mercado de pescados y mariscos de Wuhan, China). Una reflexión que me lleva, una vez más, a argumentar la necesidad de un desarrollo tecnológico pensando en toda la humanidad y su bienestar. A pensar en los problemas de los seres vivos en su complejidad y contexto, a exigir que la investigación se centre en los problemas de “toda” la humanidad y no los percibidos por los que menos los sufren. A reivindicar que el desarrollo de cada aplicación tecnológica venga acompañado de una previsión de sus consecuencias indeseadas a largo plazo. En definitiva, parafraseando a Edgard Morin, a promover en todos los niveles de la sociedad “una tecnología con conciencia”. ¿Existe algo más educativo?