Hay un capítulo de los Simpson en el que Skinner castiga, una vez más, a Bart. Cuando lo lleva al aula donde cumplirá su penitencia por no recuerdo qué fechoría, le dice algo así como: «Te quedarás aquí, solo, y te aburrirás». En cuanto el director cierra la puerta, Bart, mohíno, pronuncia unas palabras que más tarde le descubrirán una realidad que él probablemente no reconoce como terrible: «No importa. No voy a aburrirme: soy un niño; tengo mi imaginación». Sin embargo, por más que se esfuerza en «imaginar», solo logra proyectar en su mente secuencias de los capítulos de Rasca y Pica que ha consumido compulsivamente durante toda su animada vida. «Maldita televisión», se queja Bart.
Cuando estamos hablando de Los Milagros de Nuestra Señora, intento poner a mi alumnado en situación: el camino de Santiago, les digo, estaría sembrado de tenderetes de gente vendiendo «pongos», souvenires, alpargatas, cantimploras de cuero… Seguro que algunos de esos tenderos se aprovechaban de la necesidad de los peregrinos. La de historias de amor o de amistad que surgirían de ese camino… ¿os lo imagináis? Les cuento también la historia de la prohibición de acudir a las romerías que se impuso a las monjas, y les pido que fabulen hasta encontrar el motivo; a veces, tras muchas pistas, a alguien se le ocurre que una romería no es el sitio más casto para una novicia. Pero normalmente, en el mejor de los casos, la mayoría me mira impasible por encima de sus mascarillas. Siempre les digo también que, en poesía lírica, vale más imaginar que empeñarse en entender. Al visualizar el pico de ámbar del cisne de plata, o el aire de la almena mientras la Amada esparce los cabellos de su Amado, se entienden las metáforas. Rara vez lo logro. «Imagina la escena. ¿Qué ves?», suelo preguntarles. «Yo qué sé, profe: ¡nada! ¿Qué es el “ámbar”?». No importa la complejidad o la simplicidad de la metáfora o de la aliteración; no importa la edad de la criatura. La respuesta es siempre la misma, con muy ligeras variaciones. Y me desespera.
En ocasiones, haciendo un ímprobo esfuerzo, son capaces de imaginarse dentro de unos años. Su descripción del propio futuro es también un síntoma desalentador, porque refleja el omnipresente culto al yo, a cuyos estrechos márgenes se ciñe la escena. Cualquiera ha experimentado la prueba de responder a estas preguntas, en más o menos los mismos términos: «¿Qué quieres ser de mayor?», «¿cómo te imaginas tu vida dentro de diez años?». Y la respuesta suele comenzar, cómo no, por lo laboral. Ahora, claro, ser emprendedor se lleva la palma. Eso, o policía (entiéndase policía, militar o guardia civil, tanto da). El cuarto merma cada vez más; restringe la imaginación, por una parte, al tercio que suponen, en el mejor de los casos, las ocho horas laborales; por otra, a lo estrictamente personal. No hay nadie más en esa imagen; solo la criatura de uniforme (entiéndase uniforme como el de cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, el de enfermera o como el de ropa cara de emprendedor, tanto da). Lo mío, el culto al yo, el individualismo más exacerbado que los lleva a comprender, cuando no a apoyar abiertamente, a quienes se marchan a Andorra, excusándolos porque allí residen sus amigos, y porque ese dinero lo han ganado ellos y, por tanto, pueden hacer lo que quieran con su fortuna. Tal cual. Entonces, les explico el significado de ‘fortuna’, sin demasiado éxito. Obtengo la misma respuesta: «Es lo que hay, profe». Les ofrezco el maravilloso proceso de escuchar a los demás para enriquecer nuestra visión del mundo; les explico qué es un consenso para acordar, por ejemplo, la fecha de entrega de un trabajo. Les digo que vamos a ponernos todos de acuerdo. Y, aunque a veces lo logramos, cada vez que se plantea de nuevo el debate, la primera respuesta es un «eso no va a pasar, profe». No imaginan estar todos de acuerdo.
Pertenecen a la generación de la imagen. Si se les encomienda la lectura de un libro, preguntan inmediatamente si hay versión cinematográfica (bueno, preguntan si hay peli). Están acostumbrados al atajo que supone que Calisto salga así o asá; que tenga rostro, manos, gestos, cuerpo y voz, porque construir su propio Calisto es un proceso que implica un esfuerzo que, además de aburrido, les parece inútil: si ya hay un Calisto en la peli, para qué crear el mío. Como si Juan Diego Botto fuera el único Calisto posible; como si fuera más válido que el que ellos pueden ir construyendo en el proceso de lectura, como si no pudieran añadírsele aristas, granos, mocos o gallos en la voz.
Durante este curso de semipresencialidad, he empezado a utilizar un Paint para sustituir a la pizarra ante las quejas de que nuestra cámara a veces ofrecía una imagen pixelada en la pantalla de sus ordenadores mientras están en casa. Comprobé con estupor que el alumnado presente en la sesión atiende mucho más cuando se proyecta un Paint en el aula que cuando se usa la pizarra de toda la vida; no importa que el uso que se le dé a esa aplicación sea exactamente el mismo que el que se le da a la tiza. Hasta ahí llega su fascinación por la luminosidad de la pantalla. Como urracas.
Con frecuencia, en esos momentos, suelo arrancarme con uno de mis discursos iluminadores, aunque sospecho que el habitual mutismo del auditorio responde a la misma incomprensión que manifiestan ante una metáfora. El discurso suele comenzar con la anécdota del capítulo de los Simpson. Y lo que reconoce Bart es peligrosísimo, porque admite la incapacidad de imaginar, es decir, de construir con imágenes algo que no se ha visto, que no se ha experimentado nunca. Les explico que imaginar abre todas las puertas. Creo que tienen miedo, porque imaginar es cuestionar las escasísimas certezas de las que disponen; salir de cuarto-madriguera (en general, mi alumnado dispone de habitación propia, con todo lo que creen necesitar a mano). Efectivamente, imaginar es abrir las puertas de ese cuarto propio, tras las cuales espera algo desconocido. Esa incapacidad, les digo, conduce irremisiblemente al conformismo. Al «es lo que hay, profe», que tanto me espanta. ¿Cómo que «es lo que hay»? Y sí: es peligrosísimo no ser capaces de imaginar; sucumbir a esa adoración por la imagen resuelta, porque se acepta como la única posibilidad, como la única imagen posible, como la verdad absoluta. Lejos de asimilar información de aquí y de allá, que les permita interpretar, construir su propio ideal, su propio conocimiento, o lo que es lo mismo, elegir, se asume como un hecho que lo que hay (es decir: lo que alguien les pone delante de las narices) es lo único que puede haber. Sin recurrir a la imaginación, es imposible enfrentar la injusticia, las desigualdades, la violencia. Sin imaginar otra forma de hacer las cosas, el resultado es la frustración, el conformismo o, lo que es peor, la sumisión y el sálvese quien pueda. Y cada una de estas criaturas cree, porque ha sido bombardeada con ese mensaje desde las pantallas Disney, que podrá salvarse, que basta con desear las cosas muy fuerte para que todo vaya bien. No imagina que pueda ser de otro modo, ni siquiera para ella misma.