La aprobación de la nueva ley de educación, la Lomloe, ha venido suscitando un controvertido debate sobre algunos de los aspectos más significativos de nuestro sistema educativo: la controversia entre educación especial y educación inclusiva, la supuesta libertad de elección y los centros concertados o el carácter de la asignatura de religión o de las lenguas cooficiales. Los ríos de tinta volcados en medios escritos, o retransmitidos en las tertulias mediáticas de hora punta, son tan numerosos y variados que no pretendo ahondar en estos asuntos de forma directa. Por otro lado, la mayoría de estos debates no han respondido a razones sociales o pedagógicas, sino que han sido motivados por intereses partidistas. En ese sentido, me gustaría llamar la atención sucintamente sobre una cuestión que ha pasado desapercibida, que condiciona al resto de elementos mencionados en la nueva ley y al sistema educativo en su conjunto: la reforma del curriculum.
El curriculum escolar, como ha señalado Gimeno Sacristán (1988), representa el eje que vertebra todo sistema educativo. En este sentido, si la “inclusión” y la “calidad” se presentan como los dos pilares de la nueva ley educativa, el denominado curriculum por competencias representa sus cimientos. En este punto es importante señalar que, junto a los factores socioeconómicos, uno de los aspectos más determinantes en el riesgo de fracaso y/o abandono temprano es el curriculum escolar, dado su poder regulador de los contenidos (¿cuál es la cultura valiosa y necesaria?), el orden, los tiempos, las prácticas y otros elementos implicados en la organización educativa y en los procesos de enseñanza y aprendizaje. En definitiva, al ordenar el curriculum estamos concretando el sentido de la educación, sus funciones, los criterios de legitimación de lo que es el éxito o fracaso escolar, así como de lo que se considera normal o anormal, aceptable o no.
Si esto es así, cabe preguntarse por qué el debate sobre el curriculum no ha abierto ninguna de las portadas de los grandes medios de comunicación, ni tampoco ha estado presente en el debate público sobre los aspectos más significativos de la Lomloe. En efecto, que el debate curricular haya quedado invisibilizado no significa que haya desaparecido, ni que la reforma emprendida no considere al curriculum escolar como una pieza clave de sus políticas educativas y económicas. En este sentido, el conocido como Documento Base de la reforma curricular, publicado por el Ministerio de Educación, sostiene que el “cambio curricular, se configura como uno de los aspectos más importantes y, a la vez, más complejos que pueden emprender los sistemas educativos” (2020, p.3). De manera que, lejos de la ingenua interpretación que considera la nueva ley “una vuelta al pasado”, la Lomloe supone el desarrollo, consolidación y cristalización de un proceso de transformación estructural que se inició con la introducción del relato de las competencias en la Ley Orgánica de Educación (LOE), que continuó con la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (Lomce) y que culmina con la Ley Orgánica de Modificación de la LOE (Lomloe). Sirvan algunos ejemplos, de la etapa de educación primaria, para ilustrar este desarrollo de la norma orientado a profundizar en la implantación del enfoque competencial:
• Artículo 18. Organización.
1. La etapa de educación primaria comprende tres ciclos de dos años académicos cada uno y se organiza en áreas, que tendrán un carácter global e integrador (LOE, BOE 106, de 03/05/2006, p. 17168)
1. La etapa de educación primaria comprende tres ciclos de dos años académicos cada uno y se organiza en áreas, que tendrán un carácter global e integrador, estarán orientadas al desarrollo de las competencias del alumnado y podrán organizarse en ámbitos. (Lomloe, BOE 340, de 30/12/2020, p. 122887, el subrayado es nuestro)
5. Las áreas que tengan carácter instrumental para la adquisición de otros conocimientos recibirán especial consideración. (LOE, BOE 106, de 03/05/2006, p. 17168, el subrayado es nuestro)
5. Los aprendizajes que tengan carácter instrumental para la adquisición de otras competencias recibirán especial consideración. (Lomloe, BOE 340, de 30/12/2020, p. 122887, el subrayado es nuestro)
• Artículo 20. Evaluación durante la etapa.
5. Con el fin de garantizar la continuidad del proceso de formación del alumnado, cada alumno dispondrá al finalizar la etapa de un informe sobre su aprendizaje, los objetivos alcanzados y las competencias básicas adquiridas, según dispongan las Administraciones educativas. (…). (LOE, BOE 106, de 03/05/2006, p. 17169, el subrayado es nuestro)
4. Con el fin de garantizar la continuidad del proceso de formación del alumnado, cada alumno o alumna dispondrá al finalizar la etapa de un informe sobre su evolución y las competencias desarrolladas, según dispongan las Administraciones educativas. (…). (Lomloe, BOE 340, de 30/12/2020, p. 122889, el subrayado es nuestro)
Resulta llamativo que estas modificaciones a la norma, que en ningún caso son superficiales, no hayan sido objeto de debate como lo han sido otros aspectos no tan directamente vinculados a la cuestión curricular. Más aun, cuando el propio Alejandro Tiana, secretario de Estado de Educación, reconocía que la introducción de las competencias en la LOE “pasaron a constituir el verdadero núcleo curricular de la educación básica” (2011, p.63). Lo cierto es que, nada más lejos de la realidad, la educación en España y, más concretamente, en lo que se refiere al debate sobre el curriculum escolar, el consenso entre los partidos mayoritarios es prácticamente total; la educación por competencias se presenta como el único horizonte posible. Un rápido recuento del numero de veces que se hace uso de algunos conceptos de interés en la Lomloe resulta esclarecedor para comprender el carácter de la reforma: inclusión (17 veces), equidad (17 veces), cultura (39 veces), contenidos (19 veces), justicia (4 veces), competencia (162 veces).
El problema fundamental de este tácito pacto en favor de la educación por competencias es que anula el inherente carácter controvertido de la política curricular, dada su naturaleza de herramienta cultural construida social e históricamente, mediante la puesta en marcha de un aparato discursivo y legislativo que despolitiza e instrumentaliza al profesorado y que provoca la confusión conceptual del conjunto de la comunidad educativa sobre el sentido y los fines de la educación pública. Desde nuestro punto de vista, son tres las principales consideraciones críticas que se pueden realizar a dicha propuesta: su confusión semántica, su debilidad epistémica y la mercantilización y tecnificación de la educación
En primer lugar, su confusión semántica. En sí mismo, el concepto de competencia cuenta con una larga tradición en la cultura popular, en el sentido de una persona que sabe hacer algo y lo hace bien, con destreza y pericia. También cuenta con un amplio recorrido en determinadas áreas de formación profesional que requieren de una formación específicamente práctica basada en la adquisición de destrezas determinadas para la realización de actividades concretas (como algunas tareas implicadas en la construcción, la industria siderúrgica, la conducción y/o uso de maquinaria, etc.). Sin embargo, el uso conceptual que se hace, de hecho, del término competencia en educación es el del significante total que orienta las políticas y practicas educativas y, quizás lo más importante, el sentido común acerca del papel de la escolarización. Algo que pudimos comprobar durante las jornadas de debate que organizó el Ministerio de Educación, a propósito de la reforma curricular, y donde se esgrimieron casi tantas definiciones de competencias como participantes en el debate, pero que en cualquier caso todas se erigían como el vector que orientaba el sentido de la reforma curricular.
Sin embargo, nadie en su sano juicio, imagina a las familias aludiendo a las competencias en sus conversaciones sobre la educación de sus hijas e hijos o sobre el sentido de su escolaridad. Tampoco el profesorado cuenta con una tradición pedagógica en la que las competencias sean el eje de su comprensión y práctica docente. Ni mucho menos para el alumnado. En este sentido, el lenguaje de las competencias dificulta la comprensión mutua de los principales implicados en las vicisitudes de la vida diaria en nuestras escuelas. No es de extrañar que algunos investigadores hablen del “vocabulario perdido” (Barnett, 2001) cuando el nuevo relato habla de capacitación, independencia, transparencia, rendimiento, competencia, etc., donde la tradición pedagógica habla de crítica, justicia, equidad, solidaridad, sabiduría, comprensión, conocimiento. Es cuestión de urgencia propiciar las condiciones para que alumnado, familias, profesorado y el conjunto de la sociedad, puedan decir su palabra acerca de para qué sirve la escuela, cuál es su finalidad y cómo ha de alcanzarse.
En segundo lugar, su debilidad epistémica. El concepto de competencias aplicado a la educación comienza a gestarse en el proceso de construcción del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) a partir, especialmente, de la Declaración de Bolonia (1999). Un año más tarde, con el objetivo de concretar y desarrollar los objetivos y líneas de acción definidas por la declaración, las universidades de Deusto y Groningen, con el apoyo de la Comisión Europea, elaboraría un proyecto piloto denominado «Tuning – Sintonizar las estructuras educativas de Europa» que serviría de fundamento para la postura que tomó la Comisión Europea en lo sucesivo. A pesar de que dicho informe, y otros similares, partieron de la reformulación de la educación superior en la Unión Europea sus implicaciones condicionaron al conjunto del sistema educativo.
Posteriormente, el proyecto DeSeCo (2003) supone la cristalización de un proyecto iniciado a finales de la década de los noventa por la OCDE, en paralelo al desarrollo de PISA, cuya finalidad era la de proporcionar un marco para guiar la evaluación del dominio de competencias. Sin embargo, cada vez con más intensidad, fueron siendo utilizados para introducir y legitimar cambios en las políticas educativas de los diferentes países que forman parte de este tipo de evaluaciones, con el objetivo de evitar situarse en una posición de desventaja en los rankings internacionales que propician tales informes. De este modo, la pretensión de evaluar y medir los resultados acabó convirtiéndose en fundamento para dirigir la educación.
Como podemos comprobar, con la implantación del relato de las competencias se produce un desplazamiento de las mejores fuentes pedagógicas de la tradición cultural y educativa hacia las doctrinas de los informes de los organismos gubernamentales, intergubernamentales e internacionales. Recientemente, la ministra Isabel Celaá, en un encuentro organizado por el PSOE que reunía también a los exministros José María Maravall y Ángel Gabilondo, afirmaba que la primera tarea que debía abordar la Lomloe era la cuestión del curriculum competencial, “un curriculum que, efectivamente, nos conecte con todos los organismos internacionales y con los mejores pedagogos y educadores del país” (Isabel Celaá, 20 de dic. 2020). ¿Quiénes son esos pedagogos? ¿Quiénes esos educadores?
En tercer lugar, la mercantilización y vaciamiento cultural de la educación bajo la falsa disyuntiva entre el curriculum academicista y el curriculum competencial. Las nuevas formas de producción exigen una nueva formación coherente con sus necesidades. De forma más explicita en la Lomce (recordemos la bochornosa introducción de su primer borrador), de forma más velada en la Lomloe, el curriculum escolar se ajusta a las necesidades de las nuevas formas de producción: un trabajador flexible, que se adapte a los cambios, capaz de colaborar en el logro de resultados, resolutivo, emprendedor, resiliente, etc. Sin embargo, bajo la premisa de la competencia se invisibiliza el papel central de la escuela como dispositivo cultural. Este punto es realmente preocupante ¿Cuál es el proyecto cultural de la escuela pública? La pregunta sobre qué necesitan aprender las niñas y niños, también los jóvenes, que acuden a la escuela pública pasa de responderse en clave cultural (contenidos culturales) a formularse en clave técnica (competencias). Podría decirse que el proyecto cultural de las democracias liberales para sus sistemas educativos es la ignorancia y el olvido.
Por supuesto, que la cuestión no radica en sustituir una ortodoxia epistémica por otra, sino en aceptar una posición epistémica diversa y emergente que conecte con el saber científico y social acumulado más valioso en la construcción de sociedades democráticas. Hoy más que nunca, la respuesta a la ignorancia científica (terraplanismo, antivacunas, negacionismo de la COVID-19, etc.), a la crisis climática o a la creciente expansión de discursos de odio (racismo, machismo, transfobia, “pins parentales”, etc.) pasan necesariamente por que el curriculum escolar retome su papel como herramienta educativa al servicio de la ética y el conocimiento. De lo contrario, el mercado será quien provea de contenido a la educación y el curriculum escolar quedará reducido a un relato vacío que sirva para justificar la implementación de las políticas educativas de turno y una supuesta integración internacional liderada por las tecnocracias internacionales y las multinacionales tecnológicas.
Referencias
Barnett, R. (2001). Los límites de la competencia. El conocimiento, la educación superior y la sociedad. Barcelona: Gedisa Editorial.
Gimeno Sacristán, J. (1988). El curriculum: una reflexión sobre la práctica. Madrid: Morata.
Tiana, A. (2011). «Análisis de las competencias básicas como núcleo curricular en la educación obligatoria española». Bordón. Revista de Pedagogía, 63(1), 63-75.