No tengo ninguna duda: las herramientas digitales nos han ayudado a pasar los momentos difíciles de la pandemia, sin abandonar a nuestros estudiantes, y sin dar por terminado nuestro esfuerzo docente. Gracias a ellas, hemos podido mantener la comunicación, la interacción didáctica, el aprendizaje y la continuidad de ciclos escolares.
Estas herramientas ya habían sido anunciadas, incluso ya había posturas de imponerlas, en una apasionada manera de pretender sustituir la cercanía, la presencialidad, la vitalidad del encuentro personal.
Sin embargo, hemos ido descubriendo algo así como el “lado oscuro” de estas herramientas en la educación. Ese “lado oscuro” tiene varias caras o expresiones. Por ejemplo, la invasión de tiempos personales en nombre de la continuidad de la educación y en nombre de que la ausencia en las escuelas se tiene que llenar con exageradas jornadas didácticas a distancia.
Esto ha traído una pérdida de horarios y programaciones con efectos en la vida personal, familiar y hasta productiva de muchos adultos. Por lo menos, en la realidad centroamericana, la invasión a la vida, el desorden para crear horarios adecuados, el irrespeto a los tiempos personales de los profesores (aturdidos muchas veces por consultas en tiempos de descanso), así como la demanda a madres y padres de asumir la tarea docente (cuando ni lo son, ni lo quisieron ser nunca).
Otra expresión de ese “lado oscuro” está en la pérdida de la conexión personal, del sentido de comunidad viva, físicamente real. Por supuesto que hemos podido aprender a usar herramientas y con ellas generar aprendizajes académicos, pero ¿estamos construyendo procesos de aprendizaje de la vida como interacción, como encuentro con los demás, como construcción de comunidades humanas? He podido saber incluso de la deshumanización misma de las herramientas, cuando se prohíbe a los niños o niñas utilizar los chats o las plataformas para expresar asuntos personales (incluso cuando están planteando situaciones dramáticas), porque “la plataforma solo es para el aprendizaje de los contenidos del programa”. Si ahora no existe relación presencial, si está deteriorado el sentido de la comunidad y si a eso se agrega que las herramientas no son para la expresión personal, ¿dónde estará el lugar para que aprendamos a apoyarnos unos a otros, y a sentirnos cobijados por la presencia y el arropamiento tierno de los demás? ¿Dónde lo aprenderán nuestros niños y niñas? ¿Sólo en el espacio familiar?
Como docentes también podemos estar expuestos a que las herramientas son útiles para que exista mayor control sobre nuestras ideologías, pero también sobre nuestras formas metodológicas y relacionales de ser profesores. Está bien que esto contribuya a evitar la agresividad, la violencia, el irrespeto y la irresponsabilidad de muchos docentes a quienes la pandemia les sirvió de escape de su trabajo dinámico y esforzado. Pero la alerta está sonando de parte de aquellos y aquellas docentes que buscan edificar su ejercicio docente en la creatividad y en las alternativas distintas a lo oficial e impuesto. Para este tipo de profesorado, es comprensible su rechazo firme a que las herramientas digitales (de comunicación o de gestión del aprendizaje) se usen para dirigir su forma de conducir los aprendizajes, de interactuar, de evaluar o para cuadricular y automatizar el cerebro docente. Peor si es el medio apasionado para controlarles su manera de pensar el mundo y de cómo sentirlo.
Porque la tecnología no es neutra (y tampoco la manera didáctica de usarla) es que el lado oscuro de las herramientas tiene que ser una preocupación de docentes que aman la vida y la educación. Estén o no estén dentro o ya fuera de una pandemia inconclusa como la actual.