De nuevo, otra producción audiovisual irrumpe en la conciencia de padres, madres y maestras, y vuelve a hacer sentir cierta impotencia ante la dificultad de impedir que determinados contenidos lleguen a niños y niñas. La serie surcoreana El juego del calamar de Netflix no está recomendada para el público menor de 16 años, pero en los patios de las escuelas, niños de cualquier edad emulan juegos infantiles que en la serie son trampas para ganar mucho dinero o para perder la vida.
No todos los niños y niñas que juegan han visto la serie, pero aprovechando el filón del éxito de este nuevo producto audiovisual, otros programas que sí están dirigidos al público infantil han reproducido versiones que, indirectamente, les pasan el mensaje de que esto existe.
Preservar los niños
“Es una tendencia que vemos hace años, la de no preservar a los niños de su acceso a determinados contenidos, y que las recomendaciones de edades que se hacen en cada película, videojuego o contenido multimedia se cumplen muy poco”, afirma el psicólogo y psicoterapeuta Roger Ballescà, vicesecretario del Colegio Oficial de Psicologia de Cataluña.
Desde el Consell Audiovisual de Catalunya (CAC) se ha emitido un comunicado de alerta en relación a la polémica aparecida a raíz de la emisión de la serie. En él, su presidente, Roger Loppacher, recuerda a las familias que todas las plataformas de video ofrecen varios sistemas de control parental, así como la necesidad de evitar la exposición de los menores de edad a contenidos inadecuados.
“El problema –añade Loppacher– es que los sistemas de control parental hay que establecerlos en el sí de cada familia y, lamentablemente, en muchos casos puede pasar que haya un desconocimiento por parte de padres y madres, que tendrían que ser los encargados de implementarlos”. Por eso desde el CAC trabajan en la elaboración de tutoriales para divulgar cómo hacer un uso efectivo, y también han pedido la modificación de la Ley del audiovisual de Catalunya para ayudar a hacer más efectivo que se evite que los menores de edad estén expuestos a contenidos inadecuados.
Roger Ballescà, psicólogo especializado en infancia y adolescencia, recuerda, además, que “proteger a los niños y niñas de aquello que no es apto para su etapa formativa es uno de los derechos de la infancia, y vemos cómo atentar contra este derecho está siendo permitido, conocido y asumido por los padres”. Es decir, “el derecho a no ver lo que no es adecuado para ellos implica un deber de los adultos, que no se está cumpliendo”, precisa.
En cuanto a las adaptaciones para menores que se puedan estar haciendo de esta polémica serie, a pesar de no incurrir en ninguna ilegalidad, acaban promocionando indirectamente la serie y aumentando las ganas de llegar a verla, a pesar de todo. De alguna manera, “cuando se normalizan los contenidos, aunque sea adaptándolos a los niños, también se puede confundir”, añade Ballescà.
Este psicólogo admite que fue su hijo, de 10 años, quien le habló por primera vez de la serie. “Se ha creado un boom que es posible que forme parte de una estrategia de marketing que se agranda también a través de la misma polémica. Y si fuera por adultos solo, no pasaría nada”, dice. Él también nos recuerda que no es la primera serie que mezcla elementos propios de la infancia con los de adultos, como por ejemplo la violencia tan explícita y extrema, por lo cual, sugiere que “tenemos que ser todavía más vigilantes porque, aparentemente son juegos infantiles y pueden llamar más la atención”.
El papel clave de la familia
Tal como él mismo explica, “estamos en un entorno en el que se está preservando poco a los niños y prestando poca atención a los contenidos a los cuales acceden los menores a través de pantallas diversas, sean series, películas o videojuegos que no son apropiados, como por ejemplo pornografía o ciertos juegos en línea, miles de cosas que son claramente para adultos. Y ahí tenemos un problema social”.
Cómo enderezar todo esto pasa “primero por la familia”, dice Roger Ballescà. “Porque son los responsables. Después la escuela, pero sobre todo la familia, y el Estado y la administración también tienen que velar por estos derechos de la infancia”.
Desde el Colegio Oficial de Pedagogia de Catalunya, su vocal de Pedagogía y Escuela, Joan Gamero, puntualiza que “el tratamiento de esta realidad tiene mucho que ver con la cultura de valores familiares. No dejan de ser unos valores lo que se pone en juego. Precisamente esta serie potencia la violencia y pasa por encima del valor de la vida, el más importante, y lo hace utilizando juegos tradicionales como el escondite inglés. Tenemos que hacer una reflexión más allá del juego en sí mismo. Si como familia se permite el consumo de estos contenidos, ¿Qué es lo que se está transmitiendo? ¿Cuál es la filosofía o manera de ver el mundo?”.
Un reto para escuelas e instituciones
En su opinión, también como director pedagógico de la escuela L’Oreig de Pallejà, Gamero propone “tomar la serie como una oportunidad a nivel pedagógico para hablar de lo que muestra. Desde la escuela lo tenemos que ver como una herramienta para hablar del respeto, la violencia, la responsabilidad, el valor sagrado de la vida, un medio parar hablar de los valores, transversalmente. Prohibirla, sin más, sería como querer barrer el desierto. Siempre tendremos arena. Si no lo ven en casa, la verán en casa de un amigo o en cualquier móvil”, expone el pedagogo Joan Gamero.
Para que se entienda fácilmente, expone el psicólogo Roger Ballescà, “una pantalla es una puerta más de salida del domicilio. Igual que puedes salir por la puerta e ir a comprar, también se puede salir e ir a un burdel. A través de las pantallas pueden visitar una biblioteca o comprarse unas bambas, pero también ver contenidos de violencia extrema y pornografía, y no sabes con quién se relacionan”. De aquí a que Ballescà establezca que “hay un deber y una responsabilidad de la familia de poder controlar esto, y también de las instituciones. Hacen falta las trabas necesarias para controlar los accesos y poner límite para que los niños no puedan acceder a la pornografía, del mismo modo que no pueden acceder a un burdel”.
“Una pantalla es una puerta más de salida del domicilio. Igual que puedes salir por la puerta e ir a comprar, también se puede entrar en un burdel”, dice Roger Ballescà.
Jugar a matar siempre se ha hecho, los juegos de indios y vaqueros en el patio de muchas infancias atrás también eran inspirados en películas del Oeste, por lo tanto, como dice el psicólogo, “no tenemos que ser alarmistas, pero tampoco banalizar estos contenidos. Es tan sencillo como respetar las edades que marcan los productos audiovisuales”.
Otro debate es el que pueda derivarser de la experiencia de su visionado en el mundo de los adultos. La crítica social que también aporta la serie no pasa a todo el mundo desapercibida. O no debería hacerlo. Como apunta el periodista Andreu Farràs, “la innecesaria tinta roja que lanza ‘El juego del calamar’ no debería oscurecer la brillantez de un contundente alegato contra la deriva preocupante que en muchos aspectos está tomando la humanidad. Aquí y en Corea”. Farràs, de acuerdo con “quienes repudian estas escenas sangrientas, de un realismo tan gratuito e innecesario como el que, por otro lado, podemos ver en los centenares de películas y series de Hollywood y que dan por la tele” –precisa-, apela a la responsabilidad de los padres y madres de controlar qué ven sus hijos menores de 16 años en las pantallas. Pero también considera la serie asiática “una formidable parábola de la que se pueden extraer numerosos asuntos para reflexionar. Si se quiere, incluso para abrir debates entre estudiantes mayores de 16 años”, propone. Debates sobre el “capitalismo salvaje, la codicia, el individualismo, la insolidaridad y la sistemática desconfianza en los otros como pilares que sostienen un sistema que conduce a la autodestrucción”, sugiere Farràs.
Cómo afrontamos el mundo digital
Tal como expresa el pedagogo Joan Gamero, “el mundo digital es un mundo abierto que no controlamos, y El juego del calamar es solo la punta del iceberg. Es una realidad que no es buena ni mala”. Y –añade– es un fenómeno cíclico. Cuando irrumpe uno de estos contenidos, todo el mundo se dirige a él y hace lo mismo, aumentando así su difusión. Él asume la misión de acompañamiento por parte de la escuela, pero –como afirma– “un 80% de los valores invisibles que llevamos en la mochila de la vida depende de las dinámicas familiares, del tipo de comunicación que tienen padres e hijos. Yo no juzgo a un niño de 4º de primaria que viene con el móvil, pero sé que hay familias que, negando el móvil a su hijo, a pesar de que este lo pida porque todos sus compañeros de clase tienen uno, los están empoderando a tener las ideas claras”.
Gamero explica que en la escuela L’Oreig de la que es director pedagógico, los juegos bélicos están prohibidos. “Ensalzamos el diálogo y una forma de ver el mundo no violenta, esto también depende de la filosofía de cada escuela”, declara. En la suya cuentan con un programa de competencia emocional. “En la primera media hora de clase se exponen, a diario, temas que preocupan y que también se trabajan en las tutorías. Y El juego del calamar ha salido estos días, está claro, pero nosotros lo aprovechamos de trampolín, como excusa para trabajar valores, de acuerdo con nuestra corriente más humanista, donde el alumno es el protagonista”.
Los efectos sobre los niños
Pero, ¿Qué pasa en la mente de un niño cuando ve contenidos de violencia extrema? Como siempre –apunta Ballescà–, “el principal problema es que buscamos efectos a corto plazo. Niño y niña pueden ver la serie y dormir tranquilamente. De 100 niños, puede ser que a ninguno le suponga ningún mal inmediato hacerlo. Pero, al igual que pasa con la contaminación o con los consumos esporádicos de alcohol, va generando efectos acumulativos”, expone. Y esto, según explica, se puede traducir a la larga en “niñas y niños hipersexualizados, hiperestimulados, que tienen una visión de las relaciones entre las personas donde predominan la dominación y la violencia”.
No obstante, este efecto acumulativo, mientras va generando su poso, se ignora. Como la criatura que mira aquel contenido no se asusta, se considera que lo puede ver, porque parece que no le hace nada. Y, como dice el especialista en psicología infantil, “no es un problema de que se asuste, sino de qué tipo de relaciones entre personas están viendo”. Y aprendiendo.
Profesionales como él han visto en sus consultas dificultades para dormir en algunos niños, también para separarse de los padres, y miedos, problemas importantes que muchas veces derivan de personajes de series que han ido apareciendo, como Chucky o Momo. Y el primer cortafuegos de todo esto es la familia, insisten los expertos. “Si los menores no pueden salir de casa sin saber adónde van, si se les da una tableta, se tiene que poder saber también con qué los conecta, tienen que tener permiso para usarla y disfrutar de los contenidos en un lugar común. Todo esto son elementos de control parental, como el conocimiento de las claves de acceso a sus móviles, tabletas y ordenadores, por parte de los padres. “No se puede permitir que los padres no tengan acceso a las claves de los dispositivos de sus hijos menores de 16 años. Sería como si tampoco pudieran entrar en la habitación de los más pequeños de la casa, porque únicamente los niños y niñas tuvieran la clave”, puntualiza Roger Ballescà. “Y la Administración todo esto también lo tiene que procurar”, añade.
Indicadores de adicción
Hasta qué punto un videojuego, una serie o cualquier contenido multimedia puede enganchar y llegar a desarrollar una adicción en el usuario “tendría que figurar también en cada artículo, igual que hay una edad no recomendada para su uso”, considera el vicesecretario del Colegio Oficial de Psicología de Cataluña. “Muchos son intencionadamente adictivos y esto no viene reflejado en ellos”, dice, y nos confirma que los psicólogos especializados en infancia y adolescencia están observando un importante incremento de adicciones a las redes sociales y a los videojuegos.
Todo ello –afirma Roger Ballescà– “es un caldo de cultivo, si no una consecuencia directa para niños que presentan más ansiedad, más autolesiones, más problemas de conducta, más problemas de transgresión de las normas sociales. Y esto se inserta dentro de un sustrato donde hay adultos excesivamente permisivos e hiperprotectores”.
La otra gran información de la que hablan esas consultas a especialistas en psicología es que el uso de las pantallas se ha comido el tiempo de ocio y el espacio social. “De las plazas físicas, el juego de los niños se ha ido trasladando a plazas virtuales, una isla o un entorno de guerra. Y ahí juegan, pero a juegos mucho más dirigidos, menos ricos creativamente por parte de ellos”, expone Ballescà. Y esto es una consecuencia clara de “cómo las familias delegamos el cuidado de nuestros niños a una pantalla, en vez de proporcionarles la atención que necesitan, dejando que se distraigan con la tecnología”.
Una buena gestión del tiempo
Pero, en el fondo, matiza, “el problema no son las pantallas, sino los contenidos, algunos de los cuales sí que estimulan muchísima creatividad, y también se ha demostrado que determinados juegos desarrollan ciertas zonas del cerebro”. El tema es cuántas horas se abandona a los niños a la navegación o consumo de contenidos digitales.
Según explica Ballescà, este consumo digital en el tiempo de ocio se tendría que integrar de manera adecuada y justa en el horario diario de cada niño, que tendría que contar con tiempo para realizar:
-El cuidado de sí mismo: descansar bastante, lavarse y alimentarse bien.
-Tareas y responsabilidades: según la edad, el tiempo en la escuela, deberes, ordenar su habitación…
-Actividad física: salir, hacer deporte.
-Relación física con la familia, amigos y otras personas.
“El resto del tiempo lo pueden dedicar un poco a lo que quieran, a las pantallas si lo desean. Si cuentas, tampoco quedan tantas horas. El problema viene cuando el tiempo para el uso de las pantallas sustituye otros tiempos para cualquier otra tarea de las necesarias. Por eso, el elemento central de todo esto yo diría que es la dificultad que tienen los padres para decir no a sus hijos, una cosa tan básica como eso. En conclusión, dedicamos poco tiempo a nuestros niños y les prestamos poca atención, aquí radica el principal problema”, concluye el psicólogo Roger Ballescà.