Habrá que afirmarlo con rotundidad. Es responsabilidad de la escuela enseñar a leer a los clásicos. No solo mostrar que existen, que están ahí, sino desarrollar las habilidades de interpretación que permitan a los más jóvenes entrar en diálogo con ellos, disfrutar de ellos, conversar sobre ellos. El debate no es si clásicos sí o no, sino cuáles, cuándo, y cómo leerlos.
¿Qué clásicos? ¿Solo los de la literatura española? Esta reducción responde a la función encomendada a la escuela en el siglo XIX: la conformación de una conciencia nacional en la ciudadanía. Ahora bien, si los objetivos de la educación literaria son ahora otros —fomentar el hábito lector, desarrollar habilidades de interpretación y compartir un mapa de la cultura—, deberíamos preguntarnos si no es hora de ampliar el perímetro de lo que entendemos por clásico. ¿El Poema del Cid o la Ilíada? ¿Lope o Shakespeare? ¿Bécquer o Jane Austen? ¿Valle Inclán o Ibsen? ¿Las Sinsombrero o Wislawa Szymborska? Qué absurdo pensarlo en términos excluyentes. Qué privilegio tener tanto donde elegir. Qué inevitable renunciar a las pretensiones de exhaustividad.
En un mundo globalizado y mestizo, en unas sociedades y en unas aulas en las que conviven niñas y niños de las más diversas procedencias geográficas y culturales, no parece que tenga ya mucho sentido limitar la lectura de clásicos a los propios de la literatura nacional. Más aún cuando la lectura de muchos de ellos reclama unos peldaños previos que no podemos escamotear. Para llegar a Garcilaso, a Cervantes, a Galdós, habrá que haber aprendido a leer antes otras cosas. Habremos tenido que enseñar a leer otras cosas. Nadie empieza a correr inscribiéndose en una maratón. Huelga decir que ese renovado corpus escolar ha de estar atento a la incorporación de las mujeres, cuyas obras son hoy por hoy algo puramente testimonial en los currículos escolares.
¿Cuándo leer a los clásicos? ¿A partir de qué curso? La respuesta es sencilla: siempre. No hay un tiempo para la literatura infantil y juvenil y otro para la lectura de los clásicos. Ambos corpus pueden y deben coexistir desde el principio; también en las aulas. Quienes tienen hijas o hijos pequeños lo saben bien: los mitos griegos, las historias de la Ilíada y la Odisea, los cuentos de Las mil y una noches, las aventuras de Tom Sawyer o de los tres mosqueteros siguen teniendo un poder de seducción innegable a lo largo de los siglos. De lo que se trata, entonces, es de seleccionar los clásicos más adecuados a cada momento en función de la experiencia vital y de la experiencia lectora de los destinatarios, y de acertar con la mediación más apropiada.
La clave está por tanto en diseñar itinerarios de progreso articulados en torno a textos que queden un poco más allá del horizonte lector de los destinatarios, pero a los que se pueda acceder con una mediación acertada; textos con espesor artístico que ofrezcan ciertas resistencias, pero no tantas como para que sea imposible el diálogo entre textos y lectores. El criterio de selección y ordenación no puede ser entonces el cronológico, sino la complejidad misma de las obras: por su tema, su estructura, su lenguaje, su mayor o menor distancia cultural. Ahora bien, renunciar a la ordenación cronológica de los textos no supone, ni mucho menos, renunciar a la contextualización histórica de las obras que llevemos a clase.
¿Cómo leer a los clásicos, cómo estimular y acompañar su lectura en las aulas? El nuevo currículo, cuyo borrador está accesible en la página web del Ministerio, opta por recuperar la centralidad de la lectura en el aula —no solo de la lectura placentera y autónoma, aquella orientada a la consolidación de hábitos lectores, sino también de la lectura compartida y guiada de textos canónicos—. Opta, también, por inscribir esas “obras relevantes del patrimonio nacional y universal y de la literatura actual” en itinerarios temáticos o de género que atraviesen épocas, contextos culturales y movimientos artísticos, tal y como hacen las grandes pinacotecas del mundo o los ciclos de cine propuestos por plataformas, salas y televisiones. La lectura en contrapunto de unos textos y otros, de unas piezas y otras (plásticas, musicales, literarias, audiovisuales, multimodales, etc.) permite profundizar en sus elementos de continuidad y de ruptura, en las particularidades de sus códigos artísticos y su contexto de producción, en la especificidad de su lenguaje, al tiempo que permite trazar vínculos entre el ayer y el hoy, entre un legado cultural que consideramos valioso y el universo de experiencias biográficas y culturales de los más jóvenes.
No podemos dejar a solas a textos y lectores. Aligerar los currículos, renunciar a las pretensiones de exhaustividad en aquel infinito cabalgar por obras y autores, implica dedicar tiempo en el aula no solo a la lectura compartida y guiada, sino también —y al hilo de ello — a la conversación literaria. Aprender a relacionar los elementos constructivos de la obra con el sentido de la misma, a establecer vínculos con otras manifestaciones artísticas del mismo contexto cultural o de la genealogía de la tradición en que se inscribe, a movilizar la propia experiencia para establecer vínculos entre textos canónicos y producciones actuales no se hace estudiando y memorizando interpretaciones ajenas. La lectura compartida en clase debe recuperar espacios que se le han ido detrayendo; la conversación sobre lo leído debe prevalecer sobre el enfrentamiento individual al texto en exámenes o controles de lectura, y la construcción de itinerarios es preferible a la mera yuxtaposición de textos fragmentarios, en tanto que favorece la confluencia entre la lectura guiada y la lectura autónoma, entre el horizonte de las obras y el horizonte de los lectores.
Leer a los clásicos es, en fin, una cuestión de equidad. Apelar a la responsabilidad de las familias en la consolidación de hábitos lectores supone desconocer que no todos nacieron en hogares rodeados de libros. Para que haya libertad de elección es imprescindible estar en condiciones reales de elegir, disponer del conocimiento y las oportunidades necesarias para hacerlo. Para poder leer literatura hay que haber aprendido a leer literatura, hay que haber tenido acceso a la gran biblioteca colectiva de la Humanidad. Porque, dicho en palabras de Ana María Machado: “Cada uno de nosotros tiene derecho a conocer —o al menos a saber que existen — las grandes obras literarias del patrimonio universal […] Varios de esos contactos se establecen por primera vez en la infancia y la juventud, abriendo caminos que pueden recorrerse después nuevamente o no, pero ya funcionan como una señalización y un aviso: `Esta historia existe… Está a mi alcance. Si quiero, sé dónde ir a buscarla´”.
Y para ello, la colaboración —planificada y sostenida— entre docentes y bibliotecas escolares es imprescindible. Es responsabilidad de la Administración educativa apostar por la formación docente en las didácticas específicas y por la vertebración de una sólida red de bibliotecas escolares. Pero entre tanto, a cuantos colegas deseen, como yo misma, aprender de los que saben, les invito a leer a Teresa Colomer, a Mireia Manresa, a Felipe Munita, y a todos los profesionales vinculados al grupo Gretel (Grupo de Investigación de literatura infantil y juvenil y educación literaria de la Universitat Autònoma de Barcelona), referencia inexcusable en la didáctica de la literatura.