Somos una Fundación que ejercemos el periodismo en abierto, sin muros de pago. Pero no podemos hacerlo solos, como explicamos en este editorial.
¡Clica aquí y ayúdanos!
En mi centro, salvo pandemia, se celebra una feria de orientación académica y profesional cada año. Se trata de invitar a antiguos alumnos, sobre todo; pero también familiares o amigos cuya trayectoria coincida con las inquietudes de nuestro actual alumnado. La pretensión es que los y las estudiantes puedan acercarse a personas que están cursando o acaban de titularse en grados universitarios, medios o superiores; o que han recibido formación de cualquier tipo. Por supuesto, se invita también a las universidades como institución, sin que ello sea incompatible con la consabida visita a Aula en el Ifema. El principal objetivo es que chicos y chicas puedan informarse de manera más personal, cercana y realista acerca de las dificultades, ventajas o salidas profesionales que tiene cada titulación, de primera mano y sin que aparezcan captadores que abruman a folletos y bolígrafos corporativos a las ya desnortadas criaturas. Como resultado, con frecuencia, el alumnado cambia de parecer, porque desconocía la existencia de tal o cual formación o, simplemente, lo que en principio había elegido no se corresponde con sus expectativas o sus posibilidades.
Unas cuarenta mesas se han situado este año en el gimnasio. Como si se accediese a la plaza de San Pedro, están distribuidas en forma de u. Solemos agrupar por «familias»: aquí, las ingenierías; enfrente, las formaciones en Humanidades; al fondo, lo relacionado con el emprendimiento: ADE, Economía y similares. Las universidades aparecen con sus cajas llenas de dípticos que el alumnado colecciona con avidez; su enorme pantalla con imágenes en movimiento y sonrisas jóvenes que describen las excelencias de este o aquel campus; su roll up corporativo. Avasallan.
Por oposición, imprimimos en un humilde folio el nombre de cada exestudiante, hijo o hermana asistente y, debajo, qué está estudiando o cómo se gana la vida; luego lo pegamos con celo en el borde de la mesa que algún primerín ha llevado hasta el gimnasio un par de horas antes. Los dos extremos lo son: enfrente de las grandes universidades se sitúan tres jóvenes que trabajan con sus manos sobre cuerpos ajenos (y, a veces, sobre los propios): una maquilladora, una esteticista y un tatuador. La chavalada suele ir derechita a las mesas de las universidades. Por aspiración, por presión y por despliegue de medios, es lo que llevan en mente. Es enternecedor ver a Raquel, que proviene de un ambiente familiar absolutamente desfavorecido, que padece, entre otras, discapacidad intelectual (algunas de ellas probablemente por las palizas que su padre propinaba a su madre durante el embarazo), hacer acopio de folletos de cualquier título universitario; incluido el que informa de las notas de corte. Cuando le echan un vistazo, los hombros del lector o lectora descienden y la mirada se dirige a otras mesas: la del bombero o el policía local tienen bastante éxito. Mario, diagnosticado con Asperger, me enseña unos dípticos: uno, de Matemáticas, y otro, de doble grado en Matemáticas y no sé qué otra cosa. Me dice que se le dan bien las Matemáticas. Como siempre, cuando se cansa de la conversación, se da media vuelta velozmente, se marcha y me deja con la palabra en la boca. Es un grande, Mario. El fin del recorrido son las tres mesas de quienes viven por sus manos, que abocan a la última en la esquina, la del tatuador.
— Y ¿qué hay que estudiar para ser tatuador? —pregunta una muchacha teñida de pelirrojo al tipo que luce el Instagram de su pequeña empresa, a unos 90 km de su casa, en el folio impreso ad hoc.
— ¿Te digo la verdad? Tener, tener que estudiar… nada —responde el que dibuja sobre la piel. La cara de la chica es un poema.
— Has tenido que recorrer todas las mesas para oír esto, ¿eh? —le dice el muchacho, ante la estupefacción de nuestra alumna.
Esa es la verdad: no tiene que estudiar nada. Es más: se puede ser tatuador después de graduarse en Bellas Artes, en Filosofía, en Matemáticas o en ADE. Y se puede ser tatuador sin disponer del título de graduado en ESO, como se puede ser una escritora de éxito sin ninguna titulación en absoluto.
Nuestras criaturas de primero de la ESO llama «Empresariales» a la materia de IAEE. Aunque parece algo inocente, no lo es
La falacia de la relación inequívoca entre disponer de estudios y éxito laboral se nos desveló hace tiempo. Seguimos utilizándola, claro, ante la miopía que implica reducir nuestra existencia a producir en un sentido neoliberal y capitalista. Los planes de estudio, dicen siempre las leyes educativas (también la que está a punto de implantarse), deben tener como objetivo formar ciudadanos críticos, capaces de participar y disfrutar de todos los aspectos de la vida. En el borrador de la Lomloe que incluye el currículo de la ESO, se habla de la participación activa en la sociedad y en el cuidado de las personas, del entorno natural y del planeta; se describe un doble objetivo: la formación personal y de socialización que dotará al alumno o alumna de las herramientas imprescindibles para que desarrolle un proyecto de vida personal, social y profesional satisfactorio. Sin embargo, a nadie se le escapa que eso se queda en papel mojado, como prueba el arrinconamiento impío de las Humanidades. Desde luego, salvo la vocación docente, que predica con el ejemplo, no hay demasiado empeño en que los cuidados formen parte de un currículo que, reproduciendo el mundo real, privilegia la competitividad y el individualismo frente a la colaboración, la percepción de la injusticia y la proactividad para combatirla desde lo común.
A nuestro alumnado se le ofrecen optativas desde el primer curso de la ESO. La elección de una u otra materia raramente tiene que ver con el proyecto de vida personal, ni mucho menos social. No eligen Francés como segunda lengua extranjera porque contribuya a comunicarse mejor socialmente, sino porque creen que dominar más lenguas les abrirá más puertas laborales; no eligen deporte porque estén pensando en una vida sana, sino porque creen que es más fácil superar esa asignatura que otras porque no hay que estudiar tanto; no eligen Iniciación a la Actividad Emprendedora y Empresarial porque consideren que les ayudará en su proyecto de vida personal fuera de lo laboral, sino porque quieren ser empresarios de éxito. Nuestras criaturas de primero de la ESO llama «Empresariales» a la materia de IAEE. Aunque parece algo inocente, no lo es: han sabido leer perfectamente a qué está destinada, por más que pretenda enmascararse su contenido con chuscas menciones al emprendimiento en otros ámbitos de la vida.
Como las universidades con sus folletos, sus pantallas y sus roll up, los planes de estudios avasallan al alumnado con el concepto de emprendimiento. Asignaturas como Economía y emprendimiento, o Formación y orientación personal y profesional, incluidas en la nueva ley, siguen este mismo diseño. Uno de los saberes básicos que aborda esta última materia lleva por título «Proyecto personal, académico-profesional y aproximación a la búsqueda activa de empleo». De nuevo, el lenguaje tramposo: sobra el término «personal», porque la persona no puede reducirse a lo laboral. Hasta los primerines se han dado ya cuenta de esto. Me pregunto a qué se debe el empeño en empujarlos a ser empresarios. Apurando mucho la buena voluntad, quizá se les expliquen cuáles son los derechos laborales de quienes trabajarán para ellos (hemos acordado que todos serán empresarios; no sabemos de dónde van a salir los empleados… o sí) dentro del humilde ítem «Exploración y descubrimiento del entorno de trabajo: las relaciones laborales», que incluye esa asignatura de Formación y orientación laboral. Lo dudo, porque en el mismo párrafo aparece el concepto de homo œconomicus.
No dan puntada sin hilo: se dice aquello de que no podemos seguir impartiendo clase como en el siglo XIX, de manera que se cuestionan tanto metodologías como contenidos, pero no es del todo cierto que estos últimos se mermen: se sustituyen por otros que se consideran más útiles en el mundo actual. La pregunta es para qué o quiénes son útiles y a qué se renuncia a cambio; en qué se basa esa supuesta utilidad, como si esta no fuera tan cuestionable como lo anterior: resulta útil mantener un sistema que provoca terribles desigualdades y sufrimientos; evitar planteamientos alternativos; renunciar al concepto de homo œconomicus. Me consta que el tatuador no cursó ninguna asignatura de las mencionadas en este texto. Quizá por eso, y porque es un pequeño empresario, tiene como objetivo vital trabajar para vivir, y no a la inversa. Nadie le impartió nociones de emprendimiento ni liderazgo, pero abandonó un puesto de trabajo en una cadena de comida rápida con aires de grandeza estadounidenses porque lo explotaban hasta límites inadmisiblemente inmorales. Lo hizo ante la tesitura que implicaba elegir entre el ascenso, que suponía explotar a quienes habían sido sus compañeros durante años, o mantener su puesto. Quizá su decisión tiene que ver con que no estudió nada.