Recuerdo que, cuando vi por primera vez la película Grupo salvaje (1969), me removió su estremecedora escena inicial. Sucede en el primer minuto, cuando aún estamos tomando asiento: a bote pronto, nos embarcamos en un efectista episodio violento protagonizado por unos niños que, mientras unos hombres con apariencia de soldados se acercan montados a caballo, juegan con unos escorpiones a los que unas hormigas atacan de forma feroz, dentro de una especie de cerco de madera y bajo miradas y sonrisas enigmáticas de los infantes.
Este primer acercamiento a la rudeza visual que caracterizará el desarrollo narrativo de uno de los western crepusculares más conocidos de Sam Peckinpah ha tenido múltiples interpretaciones. Muchas de ellas están marcadas por una representación del ocaso de la inocencia, personificada en un mundo infantil expuesto a diferentes formas de violencia: nos muestra una imagen truculenta pero trágicamente perpetuada de un imaginario juvenil lleno de crudeza, cristalizado a través de una perenne cruzada de fragmentos vitales que condena a la marginación y a la exclusión social a los menores de determinados perfiles, señalados por su condición social, personal o familiar.
Este estigma que dibuja el rol arquetípico de niño violento, con ciertas dosis de agresividad o apatía extrema, nulo esfuerzo, desinterés pleno y un prominente rol marcado desde temprano por una supuesta vileza que lo conduce a ser casi despreciado dentro del aparataje escolar, ha estado presente en nuestras aulas como constante desde muchas décadas atrás, y lo sigue estando en la actualidad. La figura cíclica del niño que molesta, no hace caso, se enfrenta al profesor, no trabaja y llega a dormitar en el aula, representa la cara amarga de muchos centros de nuestra geografía, la que no abre ninguna sección informativa sobre educación y no encaja en las inauguraciones de las aulas del futuro: su presencia y su unión con otros iguales de similares características en un mismo espacio escolar revive la imagen simbólica de otro “grupo salvaje” en el que muchos docentes –sobre todo en secundaria– rehuyen dar clase, docentes que se pueden llegar a sentir como esos escorpiones de la película de Peckinpah: devorados por la cara amarga de una diversidad que los acorrala hasta engullirlos.
Recordemos que la incomprensión y la indiferencia hacia el adolescente se nutre de estereotipos culturales heredados
Pero el relato deslegitimador de determinadas diferencias hasta convertirlas en un hándicap arranca mucho antes de que estas empiecen a resultar molestas en los centros escolares. Ocurre también con el racismo, la homofobia o el machismo, que tienen un origen estructural incrustado en el ADN de nuestras sociedades. Recordemos que la incomprensión y la indiferencia hacia el adolescente –otro colectivo vulnerable sometido a muchas imágenes degradantes a lo largo de la historia– se nutre de estereotipos culturales heredados que nos recuerdan a otro arranque, el de la novela El guardián entre el centeno (1951): “Si realmente les interesa lo que voy a contarles, probablemente lo primero que querrán saber es dónde nací, y lo asquerosa que fue mi infancia”, nos dice en primera persona el joven Holden Caulfield, protagonista de la obra de J.D. Salinger.
El sistema educativo actual pervive construido en torno a la incomprensión, con “grupos salvajes” de jóvenes cercados como aquellos escorpiones y plagados de signos de violencia estructural y fórmulas excluyentes que señalan y clasifican a muchos de ellos según sus condiciones de partida, su origen, su identidad, sus ritmos de aprendizaje, sus motivaciones, sus barreras y, finalmente, sus resultados, hasta conducirlos a distintas fórmulas de segregación o abandono.
En la escuela, “la identidad se construye encorsetada dentro de unos estrechos límites que marcan tanto la precariedad material como las barreras simbólicas”, nos sugiere Ignacio Calderón en Sin suerte, pero guerrero hasta la muerte (Octaedro, 2015). En este imprescindible libro se relata la historia de vida de José Medina, cuya narración representa la crónica anunciada del fracaso escolar y las condiciones de vida a las que son arrastradas sus víctimas, aunque muchas de ellas logren al final avanzar gracias a programas de enseñanza profesional alternativos (por ejemplo, la llamada Formación Profesional de Grado Básico). Leer relatos como este contribuye a que nuestra escuela se mire en el espejo, para ver reflejado cómo se construye el edificio de la marginación y sus consecuencias; para repensar cómo y por qué se diseñan vías de escape en forma de acciones compensatorias que a veces fructifican y otras no, pero que al fin y al cabo nacieron para evitar que las señales de alarma en forma de malos resultados precoces, dificultades de aprendizaje o sanciones escolares desemboquen en una derrota definitiva con elevados costes para la sociedad.
Si seguimos educando en el derrotismo colectivo, en la cultura del individualismo, en esa especie de “pedagogía del egoísmo” o del “sálvese quien pueda” que revive la estela de una escuela como hija del capitalismo feroz (así la veía Célestin Freinet), siempre creeremos que hay estudiantes “inadaptados”: personas que, como no tienen nada que aportar a una comunidad, lo mejor para que el grupo “avance” (avance siempre visto como algo individual) es buscar para ellos soluciones fuera, con lo que se quiebra lo recogido en el artículo 27 de la Constitución Español: la educación como un derecho de todos y para todos.
Entender la enseñanza con los mimbres del desapego y la segregación no es sino legitimar una arenga ideológica con olor a neofascismo
Entender la enseñanza con los mimbres del desapego y la segregación no es sino legitimar una arenga ideológica con olor a neofascismo, una narrativa alarmante nacida para marginar el papel de colectivos sociales que se apartan de una supuesta generalidad que es lo que da presunta homogeneidad al sistema, destrozando así cualquier principio relacionado con la diversidad. Culpabilizar a unas víctimas castigadas especialmente por los desajustes provocados por la pandemia ahonda en sus posibilidades de riesgo de exclusión, cuando lo que debe incrementarse es el altavoz de protesta social y política ante las condiciones que han llevado a muchos niños a no poder adaptarse a lo que el sistema educativo requiere de ellos.
No se trata de buscar culpables, sino de conducir desde estos primeros compases de un nuevo año académico el discurso hacia los orígenes, las causas, las motivaciones de esos grupos salvajes en donde la convivencia se convierte en un objetivo quimérico. Es necesario redirigir la voz de la colectividad y amplificar su sonido para poder pedir mejoras en ese terreno y, si no las hay, exigirlas, ahora que tanto se defienden como bandera del progreso los derechos de toda la infancia; alejar, en definitiva, la educación de su sentido como carrera disciplinadora (en la que supuestamente todos parten de las mismas condiciones) para que ese alumnado incomprendido e inadaptado no se sienta una piedra en el camino de sus iguales y pueda avanzar con los recursos y apoyos que precisan junto a estos en la consecución de uno de los principios más importantes de las sociedades democráticas: el ansiado igualitarismo.
Peckinpah, en su metáfora visual, nunca dejó claro quiénes son los escorpiones, ni los niños que deambulan ante tanta violencia en distintos momentos de la película, ni las hormigas que parasitan hasta asfixiar al acorralado. Quedó, todo ello, a interpretación del espectador, como cada paso que damos cuando leemos la escuela del presente y repensamos su pasado para bucear en los orígenes del fracaso, con el fin de ofrecer relecturas de ese eterno grupo salvaje que se perpetúa, al borde del noqueo, en cada escuela, sin haberle sabido poner remedio.