Más allá de la Galaxia McLuhan
En el debate de los años 90 entre “tecnófilos” y “tecnófobos”, prolongación del que inaugurara unas décadas antes Umberto Eco con su Apocalípticos e integrados (1964), subyace la influyente tesis de Marshal McLuhan según la cual las transformaciones tecnológicas determinan los grandes cambios educativos y culturales de la humanidad (La Galaxia Gutenberg, 1962; Understanding Media: The Extensions of Man, 1964; El Medio es el mensaje, 1967). Se habló de una “Galaxia McLuhan”, que vendría a superar a la vieja Galaxia Gutenberg, mediante un “aula sin muros” destinada a derrumbar la concepción tradicional de la escuela, incluso en su dimensión más física. Pero, como muestra de forma detallada Mariano Fernández-Enguita en su última obra (La quinta ola. La transformación digital del aprendizaje de la educación y de la escuela. Morata, 2023), esta predicción nunca se confirmó, aunque ciertamente no faltaron intentos de incorporar la tecnología audiovisual al currículo y a las prácticas escolares.
En noviembre del pasado año se cumplieron veinticinco de la muerte de Mario Kaplún, una de las figuras más importantes de la educomunicación latrinoamericana, que puede servir de ilustración del citado intento. Inspirado por las ideas pedagógicas de Celestin Freinet y Paulo Freire, Kaplún veía en la tecnología audiovisual la ocasión para impulsar los objetivos de una educación emancipadora, en la que “todos enseñan y aprenden”, rompiendo con la estructura unidireccional de la enseñanza dogmática tradicional. Enfoques semejantes se pueden advertir en los trabajos desarrollados por otros educomunicadores latinoamericanos, como el grupo CENECA chileno, Francisco Gutiérrez, Martín Barbero (aunque nacidos en España, los dos desarrollaron su actividad en Latinoamérica), Ismar de Oliveira o Daniel Prieto Castillo. Un impulso que también se manifestó en España, por ejemplo, con el curso de alfabetización audiovisual promovido por la UNED bajo la dirección de los profesores Roberto Aparici y Agustín García Matilla.
Paralelamente, organizaciones internacionales como la UNESCO o el Consejo de Europa llegaron a avalar el cambio educomunicador, que en el ámbito anglosajón fue conceptuado como “alfabetización mediática”. Países como Francia promovieron iniciativas institucionales como el CLEMI (Centre de liaison de l’enseignement et des média dìnformation). Por no hablar de los múltiples Congresos (como, en España, el Pé de Imaxe, convocado anualmente en A Coruña durante la década de los 90) o las asociaciones de profesores y profesionales de los medios que reclamaban la incorporación del estudio y la práctica de los nuevos medios al currículo oficial.
El fracaso de la integración en el currículo de la educación mediática
Pese a todo esto, el diagnóstico de Fernández Enguita es incuestionable: los promotores del cambio infravaloraron la capacidad de la vieja escuela para resistir al cambio. Sin embargo, no creo que acierte cuando explica el fracaso por el choque entre la naturaleza del medio televisivo y el aprendizaje activo y la pedagogía centrada en el alumno que, según él, era dominante en los años 60 a 70. No lo creo por dos razones: la primera, porque, en general la incorporación de los nuevos medios, bajo presupuestos pedagógicos (no como simple dominio instrumental), contó con el apoyo de los grupos de renovación pedagógica; la segunda, porque parece que el sociólogo interpreta que las nuevas ideas pedagógicas, que en efecto llegaron a inspirar las leyes educativas reformadoras que se generalizaron en todo occidente a finales del siglo pasado, dominaron también las prácticas reales en las aulas, lo cual está lejos aún hoy de ser verdad, muy especialmente en la enseñanza secundaria.
Tampoco explica ese fracaso el supuesto de una resistencia del “sistema” a la dimensión crítica que el trabajo con los medios incorpora. Aun siendo cierto que capacitando al alumnado para la interpretación crítica se le hace menos vulnerable a la manipulación predominante en los mensajes audiovisuales, resulta una ingenuidad suponer que la alfabetización crítica vaya a potenciar per se sujetos autónomos, críticos y reflexivos dispuestos a abrazar los ideales anticapitalistas. Si Dorfman y Mattelart nos demostraron hace tiempo que los aparentemente inocuos filmes animados y tebeos producidos por Walt Disney eran eficaces difusores de los ideales del libre mercado (Para leer al Pato Donald, 1972), la conversión de la fotografía heroica del Che Guevara en inocuo icono mercantil demuestra la capacidad del capital para integrar en el mercado hasta a los más conspicuos revolucionarios anticapitalistas, desactivando cualquier mensaje crítico. No, la supervivencia del capital no va a depender de un simple cambio curricular, aun cuando ciertamente los cambios en las mentalidades no son ajenos a las transformaciones que se producen en los modelos y las prácticas educativas.
Resistencias epistemológicas y corporativas
¿Cómo explicar entonces el fracaso? Dos son en mi opinión los factores clave. En primer lugar, la inexistencia de una demanda social: las familias no creen que sus hijos necesiten una enseñanza para aprender a “leer” las imágenes, puesto que, desde bien pequeños, ven y entienden los mensajes televisivos sin ningún aprendizaje previo, mientras que el concepto de “análisis crítico” en general les resulta ajeno. Pero el factor en mi opinión decisivo reside en las resistencias epistemológicas y corporativas del profesorado.
Epistemológicas, porque la mayoría del profesorado permanecía, y aún permanece, anclada en una concepción del currículo centrado fundamentalmente en los ejes epistemológicos de disciplinas organizadas alrededor del lenguaje y el cálculo matemático. Ciertamente, no faltan argumentos valiosos en contra de la incorporación de los nuevos medios a las aulas. Un discípulo de McLuham, Neil Postman, se irguió como uno de los más destacados (y perspicaz) “apocalípticos”, denunciando que la epistemología promovida desde la televisión se sostiene en una retórica persuasivo emocional que excluye la argumentación racional basada en la discriminación entre verdad y error, eje de la tradición cultural occidental, de la cual la escuela es principal transmisora (Divertirse hasta morir, 1985). En esa línea, una mayoría de docentes tendieron a ver en la educomunicación o alfabetización mediática tan solo una invasión de contenidos de entretenimiento, en definitiva, una frivolización de las serias exigencias que reclama una verdadera educación. Y no diré yo que alguna banalización no pudo haber en ciertas prácticas “ludistas”, gratas al alumnado, asociadas al uso de medios audiovisuales en las aulas, como la proyección de películas sin ningún tipo de rigor previo en su diseño pedagógico.
En cuanto a las resistencias corporativas, la introducción de la educación mediática como un vago contenido transversal (como así viene siendo contemplada en los currículos educativos desde la LOGSE) determinó que no fuese asumida por ningún grupo docente, dejándose al albur de voluntarismos aislados, a diferencia de lo que ocurrió con la introducción de la Informática, asociada en la enseñanza secundaria al departamento de Matemáticas, contando, en consecuencia, desde el primer momento con un profesorado encargado de impartirla (dicho esto al margen del real compromiso del profesorado con ella, porque hay también constancia de que una parte posiblemente mayoritaria de los docentes de Matemáticas vieron la nueva materia como algo de escasa enjundia educativa, otra forma de resistencia epistemológica). En definitiva, la estabilización desde hace largo tiempo de cuerpos docentes muy bien definidos, sobre todo en la enseñanza secundaria, se ha convertido en un factor de oposición al cambio curricular que dificulta la introducción de nuevos contenidos y materias.
La revolución digital
¿Resistirá la vieja escuela a la nueva transformación digital, como lo hizo a la generalización de los medios audiovisuales? No comparto la tesis de Postman a favor de bunkerizar las escuelas a la entrada de los nuevos medios. Es cierto que el fracaso de los intentos de introducir en el currículo la enseñanza mediática parece mostrar que cierta bunkerización es posible. Mas creo que no me equivoco al decir que no es deseable. El error de Postman consistió en creer que, preservando el espacio escolar atado a la transmisión de los valores de la gran cultura occidental que está en el origen de los valores democráticos (mas también de sus límites desde el punto de vista emancipador), se preservaban las esencias tanto de aquella gran cultura como de la propia democracia. Que eso no es así queda constatado a estas alturas con la expansión de las fake news y la llamada posverdad (Rodríguez-Ferrándiz: «Máscaras de la mentira. El nuevo desorden de la posverdad», Pretextos 2017; Aparici, García-Marín: La posverdad. Una cartografía de los medios, las redes y la política, Gedisa 2019) pese a la resistencia de la escuela a modificar el currículo. Bien al contrario, esta constatación redunda en los argumentos de los educomunicadores a favor de la necesidad de educar a las nuevas generaciones en la doble capacidad de interpretar críticamente los múltiples mensajes difundidos a través de las redes sociales, y de producir mensajes propios con sentido crítico y valor estético. Ante lo que algunos han llamado la invasión de los algoritmos (Aparici, García-Marín, Gabelas-Barroso: La invasión de los algoritmos, Gedisa 2023), esta doble necesidad se hace cada vez más perentoria.
Pero hay más. La irrupción de lo que Manuel Castells bautizó como la Sociedad de la Información (La era de la información, 3 vol., Siglo XXI 2001-2002) está modificando radicalmente todas las estructuras sociales y no parece razonable creer (ni desear) que las instituciones educativas permanezcan al margen. Frente a las hipótesis optimistas que veían en la extensión de la “sociedad red” (otro concepto de Castells, Alianza Editorial 2006) la instauración de unas condiciones tecnológicas que harían posible una real democratización de la comunicación, confirmando definitivamente la condición de “emirecs” de todos los individuos según la propuesta de Jean Cloutier (Petit traité de communication: EMEREC à l’heure des technologies numériques, Montreal 2001), e incluso el desarrollo de una auténtica “inteligencia colectiva” (Pierre Lévy: L’Intelligence collective. Pour une anthropologie du cyberespace, Paris 1994), las cosas no parece que estén yendo por ahí. Al contrario, lo que se observa es una preocupante fragmentación de los discursos junto a una potenciación de las tendencias más individualistas.
El filósofo Javier Echeverría habla de un nuevo feudalismo, que ya no estaría basado en la tierra sino en el aire (Los señores de aire: Telépolis y el tercer entorno, Destino 1999), es decir, en el control privado de los satélites de comunicación, a lo que hoy cabe añadir el control de los algoritmos por parte de los gigantes digitales (GAFA: Google, Amazon, Facebook, Apple). Sabemos que el discurso de la desescolarización cobra nueva fuerza, especialmente en Estados Unidos, pero ya no desde la óptica anarco izquierdista que caracterizó el difundido por Illich y Reiman en la década de los 70, sino desde presupuestos radicalmente individualistas afines al triunfante neoliberalismo. ¿No nos demostró la pandemia que la enseñanza virtual no solo es posible, sino que probablemente en el futuro será un hecho? ¿Para qué tributar al Estado la onerosa financiación de ineficientes instituciones escolares si cualquiera puede diseñarse una educación a la carta accediendo a dinámicos tutoriales en la red?
Probablemente el proceso no será inmediato, pero las señales están ahí. En el Congreso de Educación Mediática y Alfabetización Digital celebrado en Segovia en marzo del pasado año, en una de las mesas de debate, Beñat Flores Puga, profesor de la Universidade de Mondragón, lanzó esta pregunta retórica: “¿Piensan que es cierto que muchos estudiantes están ya empleando el ChatGPT para hacer sus trabajos?”, a la que él mismo respondió: “No, no es cierto, non son muchos, ¡son todos!”. Ante esto, todo el debate sobre el lugar de la memoria en el aprendizaje, así como buena parte de los procedimientos evaluadores basados en la elaboración de trabajos por parte del alumnado, necesitan ser reformulados. Y esto no es algo cuya solución pueda esperar a mañana.
Regresando al libro de Fernández-Enguita, este señala que uno de los grandes olvidos de los estudios sobre la enseñanza es la cuestión del espacio físico, cuando seguramente este será un factor determinante del cambio que la transformación digital impondrá: la modificación de un espacio, el aula, que a lo largo de más de dos siglos apenas sufrió cambios significativos. Hay mucho en juego y la comunidad educativa haría mal en aferrarse a un viejo modelo cuya caducidad parece, en un plazo más o menos largo, inevitable. De lo que se trata es de determinar cuál sea el modelo que lo ha de sustituir y en base a qué criterios debe ser diseñado: si los del individualismo y el mercado neoliberal o los de una pedagogía emancipadora. Se trata, en fin, de romper con las resistencias que hasta aquí han venido bloqueando la alfabetización mediática para afrontar los cambios que la educación del futuro requiere.