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Ya sea a nivel global, en EE.UU., ya sea a nivel local, aquí en España, las universidades están siendo golpeadas con una dureza inatendida por los gobiernos de derechas y apenas encuentran la resistencia que se les supondría. La comunidad universitaria se encuentra dividida y en shock, intentando dar respuestas puntuales (caso de Harvard o de la Complutense), pero incapaz de una respuesta general a la altura. ¿Está la universidad en condiciones de luchar por su futuro frente a la agresividad de las políticas trumpistas? ¿Necesita de ayuda, de dentro y de fuera, frente al trumpismo? ¿En qué medida las transformaciones de la universidad la han desarmado frente al mercado?
Historia de una lucha
La universidad española ha evolucionado desde el franquismo como pocas instituciones. En los años sesenta y setenta las universidades eran aún elitistas, minoritarias y con un fuerte componente de clase, a duras penas enmendado por las incipientes políticas de becas. Basta con evocar aquí lo que pudieron ser las primeras movilizaciones en favor de la democracia de 1956. Como señalará Paul Preston: “Las agitaciones de mediados de 1955 eran algo completamente diferente y mucho más insolubles para Franco. Los estudiantes españoles de este período, incluso los de izquierda y liberales, pertenecían casi exclusivamente a familias acomodadas de clase media”.
El franquismo se había encontrado la horma de su zapato. Un actor social que no venía del movimiento obrero, pero que pedía democracia. Allí donde el primero estaba vigilado y bastante tenía con luchar por su supervivencia, el segundo se veía como protagonista y dirigente de la futura España democrática. Piénsese que entre los nombres del 56 se encontraban Javier Pradera, Enrique Múgica, Ramón Tamames, José María Ruiz Gallardón, etc.
Para cuando se cumpliese la primera década de este primer evento, el movimiento estudiantil ya estaba en condiciones de plantar cara al franquismo. Se había constituido en las principales ciudades españolas y había protagonizado sonados acontecimientos como la apertura de expedientes a Aranguren, García Calvo, Aguilar Navarro, Montero Díaz, García Vercher y Tierno Galván. Otro tanto sucedería con la expulsión de Manuel Sacristán en Barcelona, apenas unos meses después.
Con estas expulsiones se activa un movimiento estudiantil que, hasta 1969 con el asesinato de Enrique Ruano y el estado de excepción consiguiente, alcanza una notoriedad importante para el franquismo, pero seguía afectando en exclusiva a la universidad. Será a partir de entonces cuando se vuelva ya un clamor social, la afectación al conjunto de la sociedad de un movimiento antifranquista estructurado.
Podría decirse que la transición comenzó cuando las fuerzas democráticas empezaron a organizarse de manera coordinada. La universidad acompañó y protagonizó los debates de la época. Fue esencial al protagonismo democrático y alcanzó a lo largo de los años setenta una nueva condición social. Ya no eran solo los hijos de las clases pudientes y medias quienes protagonizaban la vida política desde las universidades.
Las décadas de los setenta y ochenta son décadas de aumento extraordinario de la población universitaria. En 1975 se alcanzarán los 340.000 (había 76.000 en 1960), pero a mediados de los ochenta llegan a un millón. Se amplía la oferta educativa, se garantiza la autonomía universitaria y se descentraliza la competencia sobre universidades en las comunidades autónomas.
La universidad de la democracia
Con este panorama dará comienzo la universidad democrática y sus transformaciones. Esta historia ha sido contada siempre de forma muy positiva. Democracia y universidad siempre se han llevado bien y no es ahí donde está el problema, claro. Pero, ¿y el mercado? ¿Acaso no se han visto las universidades entregadas al capitalismo de manera cada vez más intensa? ¿Podría el capital generar una demanda universitaria sin afectar a su gestión, composición social, antagonismo, etc.? Tal y como se está viendo en estos momentos, hubo extensas y profusas sombras que encubrieron qué estaba pasando.
Durante el tránsito al posfordismo, la universidad española gozaba de una salud aparente que llevaba a algunos a apostar sin contemplaciones por modelos de gestión basados en servir al capital: reconfigurar su estructura de clase, permitir su crecimiento, etc. Y así la universidad cambió su composición social respecto al franquismo y se desarrolló de manera que servía a un capitalismo mucho más moderno. Algo, por demás, favorecido por las universidades sin el menor tipo de precaución. Aún es más: buena parte del profesorado trazaba una nueva genealogía y se encontraba entregado a la dinámica institucional que, a una creciente mayoría, le había librado de la fábrica y le había conferido una posición de privilegio.
Así discurrieron los ochenta y noventa. Un periodo durante el cual el antagonismo altera su composición de clase para dar cabida a nuevos segmentos sociales. Son los años de la LRU, un periodo en que avanza en las universidades una represión sutil, que va sustituyendo la vieja izquierda por una nueva, muy mayoritariamente complaciente con el capital; que celebra discretamente el ascenso de Thatcher y Reagan, pero que festeja la caída del Muro de Berlín por todo lo alto. Durante este tiempo, el antagonismo universitario se queda completamente descolocado y conceptualiza de manera equívoca su papel; centrado en las reivindicaciones políticas exteriores antes que en la comprensión de su papel de clase y la actuación contra el mercantilismo.
No se trataba de la revancha por la vieja política, sino de adelantarse a la nueva; de leer mejor que la derecha el cambio de época. Ya no había dictadura, pero la democracia era del todo punto un experimento inacabado. El error de diagnóstico entonces fue situar a buena parte de lo que no era izquierda como tal, de confiar en que, llegado el momento, se mantendría del lado correcto. Y así discurrió el tiempo, alterando la composición de clase y creando una burbuja que todos sabían falaz. Fuera del ambiente menguante de las luchas políticas, no había una subjetividad antagonista universitaria. Esta se había convertido en un limbo de despolitización anterior a ser librados al mercado en toda su crueldad.
No a la LOU, ¿pero sí a qué?
Cuando la tensión estalló al fin, en el otoño de 2001 al grito de «¡No a la LOU!», la universidad pública lanzó su ofensiva definitiva. La universidad del PP iba a aprovechar el campo creado por los años de gobernanza liberal democrática. Ciudades periféricas que habían vivido de sus universitarios se habían visto sorprendidas por su lucha y no entendían hasta qué punto el PP se la había jugado. No habría un post-LOU para Santiago de Compostela, Salamanca, Granada, Oviedo, etc. El PSOE de Zapatero, que aquel 1 de diciembre se puso al frente de la manifestación, reivindicó que daría marcha atrás a los despropósitos del PP. Pero una vez realizada la manifestación, apenas quedaron algunas enmiendas puntuales.
Con la LOU dio comienzo otra universidad, más “tecnocrática”. Los curriculum docentes serían evaluados por agencias que los calificarían de acuerdo a la métrica neoliberal. Nuestra ciencia pública se subordinaría a los intereses millonarios de agencias globales, muchas de las cuales no estaban ni en manos de los Estados nacionales. Comenzó entonces la fiebre del paper-making. Todo el mundo debía publicar sobre temáticas que tuviesen impacto en la esfera académica; básicamente norteamericana. De nada servían las publicaciones nacionales ante currículums extranjeros que empezaron a cubrir las plazas locales, a menudo como excedentes de otros países con políticas semejantes. En este devenir global también algunos científicos empezaron a salir de España para buscarse la vida en el extranjero. En ocasiones, retornaron.
Es de notar que en el ámbito de las ciencias sociales esto fue mucho más cuestionado. El salto ideológico era mucho mayor para ellas; muy especialmente donde no había habido una evolución confluyente con los países extranjeros (la historia, el derecho, la filología, etc.). Entre tanto fueron apareciendo fuera de la universidad toda una serie de proyectos formativos, básicamente centrados en aquellas disciplinas que más padecían la política neoliberal… o que más se le resistían. Estos ya no aspiraban a realizar los objetivos en una métrica académica que consideraban falsa. Al contrario eran una subjetividad que denunciaba la deriva universitaria, a la que sustraían estudiantes que no encontraban en las aulas el pensamiento crítico.
De entrada proliferaron en espacios liminales de la sociedad y propios de los movimientos. De sus aulas, entre otros lugares, salió la ola del 15M y con ella avanzó después la política de los nuevos municipalismos, Podemos y confluencias. Una política que marcó sus rupturas y continuidades con mayor o menor éxito, pero que dependía en gran medida de la interacción con ese espacio creado en ruptura con la universidad. Es en este contexto donde la universidad, abandonada a su suerte, se va desplazando hacia la ultraderecha.
Universidad como atrezzo
Durante mucho tiempo las universidades tuvieron una función clara en la sociedad. Ya no es el caso de un tiempo a esta parte. En las facultades estamos verificando a una velocidad vertiginosa, que el estudiante está dejando de estudiar. El estudiante tira cada vez más de inteligencia artificial y espera conseguir el título como recompensa. Estudiar es algo accesorio para quien no puede esperar de la universidad el ascenso social. Nos referimos a estudiar como capacitarse a fondo. La IA se ha acoplado al estudiante en una simbiosis en modo alguno beneficiaria para este. El Plan Bolonia redujo las horas de docencia teórica …y a continuación las ha cubierto con IA. La filosofía del “que tu dinero trabaje por tí” tiene una sintomática declinación universitaria: “que la IA estudie por tí”.
La consecuencia empieza a notarse: por primera vez en la historia no hay una generación que registre que es más inteligente que la anterior. Desde hace algunos años ya, las universidades públicas están paralizadas y solo se observa crecer las universidades privadas, en España mucho menos capaces con alguna excepción. Estas han aumentado la friolera del 68% de sus estudiantes y sus ingresos hasta 2.745 millones anuales. Desde 2016 han aumentado un 61% su oferta de másteres, mientras que para el mismo periodo la pública ha descendido el 4%. Nótese, en todo caso, que una mayor calidad no es sintomática de la mayor abundancia de másteres. Pero es indudable que la universidad como atrezzo es un gran negocio.
El estudiantado actual no es tanto que adolezca de la calidad que se supone al de generaciones precedentes, cuanto que no tiene un interés equiparable. En su formación la universidad no es garantía de empleo, ni de futuro laboral alguno; algo que contrasta absolutamente con un profesorado que ha tenido que estudiar mucho más que las generaciones precedentes para lograr sus puestos. Además, en las universidades privadas prolifera un estudiantado mucho más tecnológico y dotado de herramientas “suficientes” para el mercado. Llegados a este punto, ¿qué cabe esperar? ¿hacia dónde espera evolucionar el estudiantado? ¿de dónde va a sacar las fuerzas para luchar por su proyecto histórico de clase?