No descubrimos nada al afirmar que la educación es un derecho fundamental. Como tampoco debería ser una novedad aseverar que el aprendizaje a lo largo de la vida, en una sociedad y un mundo tan cambiantes, además de un derecho, es una necesidad vital para todos.
Sin embargo, al circunscribir esos derechos fundamentales y esa necesidad vital a los muros de una prisión, corremos el peligro de olvidarlo. Además, por si fuera poco, la educación entre los barrotes de una cárcel arrastra, per se, la paradoja irresoluble de preparar para la vida en libertad desde la ausencia de la libertad misma, algo inherente a la institución penitenciaria que, por imperativo legal, debe garantizar la retención y custodia de la población reclusa, por un lado, y, al mismo tiempo, la reeducación y reinserción social, por otro (art.1 LOGP).
A partir de ahí, la intervención educativa en el medio penitenciario es diferente en los distintos territorios y en cada establecimiento. Las administraciones autonómicas educativas son las titulares y responsables del servicio educativo que se presta en los centros penitenciarios de su demarcación territorial, a lo que hay que sumar la existencia de tres administraciones penitenciarias (por estar transferidas las competencias en materia de ejecución penal a Cataluña y el País Vasco), y son, por tanto, junto con la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias para el resto del Estado, titulares y responsables, en sus respectivos ámbitos territoriales, de las infraestructuras penitenciarias y de dictar las disposiciones que las regulan.
Mantenemos que es diferente en los distintos territorios porque las consejerías o departamentos de Educación, en el legítimo ejercicio de sus competencias, no han adoptado el mismo modelo organizativo para el servicio educativo que se presta en las prisiones que dependen de ellas. Unas han creado en cada establecimiento un Centro de Adultos (CEPA, CEPER, CFA, EPAPU…), como son los casos de Andalucía, Principado de Asturias, Cataluña, Galicia, Comunidad de Madrid, Comunidad Valenciana… Otras han constituido Secciones o Aulas Penitenciarias Adscritas al centro de adultos de la localidad o comarca en que se ubica la prisión, como lo han hecho Aragón, Canarias, Castilla-La Mancha, Castilla y León, Extremadura, Navarra… Y hay incluso alguna que ha creado Centros de Adultos en las prisiones grandes y Aulas Adscritas en las pequeñas, como en las Islas Baleares.
Sostenemos también que es diferente en los distintos establecimientos porque su arquitectura marca el desarrollo de todas las actividades que se realizarán. Así, las infraestructuras anteriores al Plan de Amortización y Creación de Centros Penitenciarios de 1991, en el que se concibió el “centro tipo”, no cuentan con módulo sociocultural ni dependencias educativas centralizadas, encontrándose las aulas aisladas y dispersas por los módulos del establecimiento. Esta circunstancia provoca que en algunas prisiones, por motivos regimentales y de seguridad, los agrupamientos escolares no se puedan realizar por niveles educativos, sino por módulos de residencia, a modo de escuelas unitarias.
Pero también es diferente, dependiendo del establecimiento, por la distinta sensibilidad y disposición hacia lo educativo que pueda mostrar el equipo directivo penitenciario, en particular, y el funcionariado de prisiones, en general.
De todo ello, se deduce fácilmente que los centros de adultos penitenciarios y, en mayor medida si cabe, las aulas adscritas, son una micro organización incardinada en una macro organización que, lo pretenda o no, inevitablemente mediatiza la actividad escolar. Damos por sentado que, en esta relación desigual, la lealtad institucional, la colaboración y la coordinación deberían estar presentes en todo momento pues, aunque en la práctica diaria no siempre ocurra así, son dos partes que están condenadas a entenderse.
En fin, sirvan estas breves pinceladas para poner de manifiesto lo desconocido y complejo de la educación en los establecimientos penitenciarios.
¿Qué es un centro de adultos penitenciario?
La literatura científica y las estadísticas penitenciarias evidencian que el promedio del nivel cultural y educativo de la población reclusa es significativamente más bajo que el de la media de la población general. Los datos justifican por sí solos la intensa acción educativa que debe implementarse en este ámbito.
Un centro de adultos penitenciario es, sin lugar a dudas, el instrumento idóneo para garantizar de manera efectiva el ejercicio del derecho a la educación, un derecho fundamental que cobra todo su sentido en este contexto, al tratarse de una formidable herramienta de tratamiento penitenciario (no podemos entender reeducación sin educación) y, además, una oferta que supera con creces por número de usuarios (alumnos y alumnas) a cualquier otra actividad o taller que se realice en la prisión.
Esa intensidad educativa a la que hemos aludido ha de contemplar la posibilidad de diversos itinerarios educativos y una oferta sólida para satisfacer necesidades formativas muy heterogéneas. Los niveles más generalizados son los de Formación Básica de Adultos, con las Enseñanzas Iniciales y las Enseñanzas de Secundaria de Adultos (equivalentes a la Educación Primaria y Secundaria Obligatoria, respectivamente, del Sistema educativo ordinario) y el Español para Extranjeros. También encontramos los cursos de las Enseñanzas para el Desarrollo Personal y la Participación (Inglés, Informática, Cultura general…), que contribuyen enormemente al “desarrollo integral de la personalidad del interno”, como propugna el propio ordenamiento penitenciario por mandato de nuestra Carta Magna (art. 25.2 CE). Y la gran asignatura pendiente, la formación profesional básica (FPB), sin obviar los ciclos formativos de Grado Medio y Superior y la Prueba de Acceso a ambos o el bachillerato de adultos en aquellos centros donde el nivel educativo, la demanda y la continuidad del alumnado que lo inicia les permitan su finalización.
Sabemos que una prisión no es un instituto, lo sabemos, pero la educación en este contexto debe ir guiada hacia la empleabilidad. Y la experiencia nos permite concluir que una gran parte de la población reclusa necesita una educación elemental para poder afrontar con éxito una formación profesional que les brinde mayores oportunidades en el mercado laboral al salir en libertad, combinando la enseñanza reglada con la de cualificaciones profesionales, según los centros y el perfil de la población del establecimiento. De ahí que califiquemos a la oferta de FPB como asignatura pendiente en la educación penitenciaria, pues la normativa actual permite, al superar el título profesional básico, obtener el de graduado en educación secundaria obligatoria.
Y para todo ello encontramos el amparo, además de en la legislación educativa, en la propia legislación penitenciaria, que literalmente dice que “las enseñanzas que se impartan en los establecimientos se ajustarán en lo posible a la legislación vigente en materia de educación y formación profesional” (art. 55.2 LOGP).
¿Cómo funciona un CEPA penitenciario?
El funcionamiento pretende ser el mismo que el de cualquier otro centro de la red pública, y cumplir con las instrucciones de la Dirección General competente, de la Consejería o Departamento de Educación y, cuando proceda, del Ministerio de Educación y Formación Profesional, ya que “en los aspectos académicos, la actividad educativa de los Centros penitenciarios se ajustará a lo que dispongan las autoridades educativas bajo cuyo ámbito se encuentre el Establecimiento penitenciario” (art. 122.3 RP).
Por supuesto que hay especificidades, muchas, tantas que la normalización parece imposible. Existe un órgano permanente, la Comisión mixta de coordinación y seguimiento, integrado por profesionales de ambas administraciones, en el que se pueden abordar las disfunciones que la vida en prisión provoca en el área educativa y proponer las soluciones oportunas (art. 11.2 RD 1203/1999).
Es imprescindible adaptar, en lo que sea preciso, el centro de adultos a las especiales circunstancias que concurren en el ámbito penitenciario: el horario de la actividad escolar debe respetar, en todo caso, el horario general del establecimiento; la gran movilidad y rotación de la población reclusa (por traslados, conducciones y retornos, reingresos…) con un elevadísimo número de altas y bajas a lo largo de todo el curso escolar; la coincidencia del horario escolar con el desempeño de destinos, de consultas médicas, de visitas de agentes judiciales, abogados, de representantes consulares (en el caso de la población extranjera de determinados países); de intervenciones tratamentales y programas institucionales, fundaciones, ONG y entidades colaboradoras de las instituciones penitenciarias… Sin embargo, a pesar de ello, no todas las administraciones educativas tienen catalogados estos centros como de especial dificultad por difícil desempeño y las comunidades que lo tienen reconocido presentan efectos dispares según los territorios.
Mención aparte, por las autorizaciones que se precisan y gestiones que acarrean, son las actividades complementarias y extraescolares dentro, con el uso de espacios comunes (salón de actos, polideportivo…) y fuera de la prisión, mediante las denominadas “salidas programadas”. Por no hablar de las dificultades y restricciones para el uso de recursos digitales con acceso a la red en las aulas de la inmensa mayoría de los establecimientos.
Si, como suele decirse, cada prisión es un mundo, lo son también los centros o aulas de educación de adultos que albergan en su interior.
¿Qué aporta la EPA a la población reclusa?
La “escuela”, como habitualmente se denomina, aporta a sus alumnos y alumnas, además de la posibilidad de cursar unos estudios básicos y obtener una titulación, asunto en el que no es necesario detenernos, algo tan importante o más que eso.
Gran parte del alumnado procede de fracaso o abandono escolar por múltiples motivos y vicisitudes personales o familiares, cuando no directamente han estado sin escolarizar, por lo que la motivación y la orientación son elementos fundamentales hasta lograr que lleguen a ver y vivenciar que la Escuela les brinda, ahora, la oportunidad de recuperar el tiempo perdido, de pensar en sí mismos, de adquirir habilidades sociales, de ayudarles a controlar sus emociones, en un espacio en el que todo se magnifica, a mejorar su autoestima; en definitiva, a empoderarse para ser mejores personas. Todos, aspectos que, si se consiguen, generan cambios positivos de conducta y que son, precisamente, fundamento esencial para la reeducación y reinserción social, fin último, como empezamos diciendo en estas líneas, de la pena de prisión. Y ahí, justo ahí, más que en cualquier otra consideración, es donde la educación de personas adultas en instituciones penitenciarias cobra todo su sentido.