Los profesores de un lado: recelosos frente a la injerencia externa, con espíritu corporativista exacerbado. Del otro, las familias: pasivas casi siempre, exigiendo en lugar de implicarse en la vida escolar. Este panorama bipolar -por suerte una caricatura atomizada de la realidad educativa- sirve para dibujar la brecha que, tantas veces, separa a padres y educadores profesionales. Y que suele derivar en desconcierto para el alumno. Como si su educación fuera un péndulo que nunca alcanza el punto de equilibrio.
Mil vías ayudan a estrechar el abismo. Iniciativas variopintas aisladas, planes con vocación integral, la empresa quijotesca de una madre o un padre. Por su propia naturaleza creativa, abierta a lo inesperado, los proyectos artísticos que desembarcan en colegios e institutos suponen una oportunidad única para fomentar la participación. La creación grupal ayuda a derribar las barreras (reales o imaginarias) que segregan a agentes idealizados, sobre el papel, remando a una.
Da fe de ello la acción desarrollada por el Colectivo Lisarco en el CEIP Trabenco (Leganés, Madrid). Nuevos Creadores -un proyecto que en estas fechas arranca su tercer curso- se sirve de la danza y la música como elementos integradores y de transformación, dos objetivos en lo más alto de sus prioridades como colectivo.
Desde su inicio hace dos años, el proyecto incluye la actividad ‘Danza en Familia’, que tiene lugar los sábados. “Queríamos que padres y madres viesen y experimentasen el proceso creativo en vivo, que no solo lo conocieran a través de lo que les contaban los chavales. Para nosotros, las familias son importantísimas, ahí está el germen. Así que era fundamental que encontrasen en el proyecto un lugar para desarrollarse educativamente, tener contacto con el centro y otras familias mientras crean vínculos en sus propios núcleos”, explica Aiala Urcelay, una de las fundadoras de Lisarco.
Baches y socavones
A medida que Nuevos Creadores crecía, también lo hizo el protagonismo familiar. “Vimos que se quedaba corto y pedimos colaboración”, dice Urcelay. La llamada fue un éxito. Madres y padres, incluso abuelos, empezaron a acudir a los talleres entre semana. Una pareja de músicos o una madre bailarina aportaron conocimiento experto. Otros grabaron las sesiones y editaron un vídeo. Algunas abuelas reflejaron sus impresiones en un blog.
Las familias se involucraron asimismo en tareas organizativas. “Les invitamos a las reuniones de planificación para que participaran directamente en la toma de decisiones, algo que a nosotros mismos nos hizo replantear el proyecto como algo más flexible y en el que se escucharan las propuestas que venían del exterior”, añade Urcelay.
No siempre el acceso de las familias a las dinámicas escolares evoca un camino de rosas. A veces, baches y socavones (socioculturales, laborales…) frenan el discurrir hacia la constitución de una auténtica comunidad educativa. Así percibe Rubén Alonso su experiencia en el CEIP San José Obrero (Sevilla), donde hace dos cursos que el músico imparte los talleres Antropoloops junto a un equipo multidisciplinar. La base del proyecto, cuenta Alonso, pasa por la generación de “historias de vida musicales” donde sonidos y vivencias se conectan. Una especie de magdalena de Proust auditiva cocinada para reflejar la riqueza de los entornos multiculturales.
“Al plantear que buscábamos la implicación de las familias, el director ya nos dijo que estas tienen situaciones muy distintas y que la relación, en muchos casos, no es especialmente fluida”, recuerda Alonso. Aun así, no faltan padres y madres que “están facilitando enormemente la recopilación de fotos y objetos de sus lugares de origen [el San José Obrero cuenta con una alta tasa de alumnos inmigrantes o de segunda generación]”. Un material que sirve luego para elaborar los collages multisensoriales en los que se están plasmando devenires (de los propios alumnos o de sus padres y abuelos) “tantas veces marcados por los procesos de cambio”, asegura Alonso.
Grabaciones de tolerancia
Desde el pasado 2018-19, los alumnos también recorren las calles de la Macarena. Armados con grabadoras y otros artilugios, indagan sobre la memoria de sus habitantes con el fin de plasmar el acervo y la diversidad del barrio. Dueños de restaurantes (venezolano, peruano) evocando experiencias y canciones que les han marcado. Los integrantes de un coro de personas mayores inculcando amor al canto y la melodía mientras reflexionan sobre cuánto ha cambiado el paisaje urbano que les rodea. El imán de la mayor mezquita de Sevilla, exalumno del San José Obrero, tratando de unir resonancias orientales y tolerancia religiosa.
En esta proyección hacia fuera, señala Alonso, “nos ha ayudado mucho Rosalía, del AMPA, una mujer muy involucrada en el cole y en el activismo de barrio que ha facilitado estos encuentros a los alumnos”. Antropoloops ha extendido así su impacto, ensanchando la noción de comunidad educativa, contribuyendo a configurar eso que algunos denominan ecosistema de aprendizaje. Intercambios, corrientes de dentro a fuera y viceversa, que ya estaban en la identidad pedagógica del San José Obrero. “El colegio se usa mucho como equipamiento en actividades de todo tipo. Es un centro totalmente abierto a la realidad del barrio. Siempre hemos entendido el proyecto como una oportunidad para añadir una capa más al trabajo inclusivo que viene desarrollando”, argumenta Alonso.
Urcelay, por su parte, también admite la suerte de implantar Nuevos Creadores en el Trabenco, que siempre ha hecho gala de apertura al contexto en el que opera. “Por desgracia, no es la norma. Yo ahora trabajo en un cole concertado y la relación con las familias y otros agentes es muy escasa. No se crean espacios para compartir y estrechar relaciones”, asegura.
El Colectivo Lisarco pretende abrir camino hacia la cohesión de todos los agentes con potencial educativo, en especial las familias. Un fin, advierte Urcelay, que precisa de sendas allanadas pero también de iniciativa propia: “Los espacios creativos abren puertas por las que no siempre tenemos tiempo o ganas de entrar. Nosotros plantamos la semillita y confiamos en que la comunidad educativa entienda que dispone de herramientas para, cuando el colectivo ya no esté, continuar con el proyecto o crear otros similares. Pero para eso hay que tomar riesgos, adquirir compromiso y tener sentido de pertenencia”.
La conserje que todo lo ve, a escena
La dramaturga Lucía Miranda convivió, con toda naturalidad y cierto sigilo, en un IES anónimo durante un mes. Siempre a mano su grabadora, pasaba desapercibida entre el enjambre que atestaba los pasillos del instituto. “Yo era una chica muy simpática que iba al centro y que quería escribir una obra de teatro. Todos se sintieron muy libres para hablar conmigo. Nadie era consciente de la dimensión que esto podía tomar”, recuerda. Miranda entrevistó a alumnos y profesores, madres y personal no docente. Los 40 audios que registró alimentaron el texto de Fiesta, fiesta, fiesta. Ataviada con un atrevido montaje, la obra explotó. Nominada a los Premios Max; dos temporadas en cartel en el Teatro Español de Madrid; gira de tres años por España.
La pieza se gestó con las técnicas del teatro documental que Miranda aprendió durante una estancia formativa en Nueva York, donde creó su compañía y escuela The Cross Border Project. Los textos son literales, extraídos sin aliño de las entrevistas. “Yo no me he inventado una palabra”, asegura. Un formato ideal para “contar lo que pasa realmente en las aulas, los recortes, la diversidad”, con vistas a favorecer “una transformación social”.
Alma es la protagonista de Fiesta, fiesta, fiesta. El personaje sintetiza a dos conserjes “muy especiales y teatrales que encontré allí”, continúa Miranda, y una mujer de la limpieza. “Son figuras super importantes. Parece que el trabajo de las conserjas [sic] es invisible, pero actúan, por ejemplo, como excelentes psicólogas, valiéndose solo de su inteligencia emocional. Observan todo: ven a quién han echado, quién se queda solo en el recreo, saben que hay dos en el baño enrollándose, que un alumno tiene mil movidas y los padres están todo el día yendo al centro…”, explica.
Miranda aboga por reconocer la dimensión educativa del personal no docente. “Enseñan valores cívicos, a dar los buenos días, a no ensuciar y respetar el trabajo del otro”. Si se apreciara más su labor, reflexiona, quizá el sistema empezaría a proporcionar formación para aprovechar aun más su enorme potencial.