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A finales de los 60 José Luis Corzo (Madrid, 1943) era voluntario en un programa de apoyo extraescolar para chavales de una barriada romana. Una tarde, Corzo fue invitado a no volver. ¿Su error? Reprender a los alumnos e instarles a portarse bien o, de lo contrario, quedarse en casa. La joven que escuchó la bronca le despidió regalándole un ejemplar de Carta a una maestra, publicado en 1967 por Lorenzo Milani y sus estudiantes de Barbiana, pequeña localidad en las montañas de la Toscana. Corzo devoró el libro esa noche, captó el mensaje y, al instante, trazó un plan de vida: volcarse con el desfavorecido en una lucha sin cuartel contra la desigualdad y el fracaso escolar.
El madrileño fundó en 1971 la Casa-escuela Santiago Uno, que aún funciona en Salamanca. Allí aplicó los preceptos milanianos: cultivo de la palabra, cooperación entre alumnos, vínculo de la escuela con la actualidad y la realidad social, evaluación colectiva. Corzo compagina desde entonces su vocación docente con una incansable labor difusora de las ideas pedagógicas de Milani. Traducciones, obras monográficas, revistas, asociaciones, conferencias… No hay medio que escape a su gran pasión.
Profesor emérito de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca, el escolapio nos recibe en su casa de Madrid. “En esa habitación nací yo”, apunta. Hablamos sin prisa sobre Barbiana, su experiencia en Santiago Uno, el encaje de Milani en la escuela actual. Corzo ocupa una silla austera y cede al periodista un confortable sillón, justo al lado de una pila de CDs. Entre los maestros de la música clásica, se cuelan Manu Chao, Carlos Cano o Radio Futura.
Milani insiste en que la mayor injusticia es tratar igual a los que no son iguales. Un pionero de la discriminación positiva.
La educación personalizada está presente en la historia de la pedagogía, pero no tanto la educación compensatoria, la idea de que al profesor le pagan para que atienda, ante todo, al último. Un estado democrático se tiene que preocupar de que todos estén al mismo nivel, por ejemplo, ante unas elecciones. Si el pueblo tiene el poder, la escuela obligatoria ha de igualar, no seleccionar a los mejores.
Igualdad, entonces, de oportunidades para el ejercicio de la ciudadanía.
No se trata de uniformar, si no de desarrollar en la persona una base que le permita hacer su vida según sus posibilidades.
Con esa aspiración en mente, la cooperación en el aula se antoja esencial.
Los que van más adelantados, por edad o gracias a su capacidad intelectual, deberían ayudar a los que van detrás.
Habrá escuchado mil veces la objeción recurrente a un planteamiento tan radicalmente igualitario: solo conduce a igualar por abajo y a penalizar la excelencia.
Lo que surge de Barbiana es una escuela que atiende al último para que aprenda y siga, nunca un rebajar los objetivos generales. Al contrario. Con los medios tan insignificantes que tenía ese hombre en aquel monte en los años 60, sus alumnos aprendieron, sin ir más lejos, idiomas que les permitieron viajar los veranos a Inglaterra, Alemania, el norte de África. Aquí en España sí se ha hecho algo para que la igualdad esté a la medida del último: escuela gratis para todos. Un gran absurdo. Lo que los padres ricos se ahorran durante los nueves meses del curso sirve para enviar al niño en verano a EEUU. Milani únicamente quiere que se apoye más a los que menos tienen.
¿Medidas de compensación generalizables a todo un sistema como el español?
Si en las escuelas de niños pudientes hay una ratio de 30, que en las de niños pobres sea de 15. Si las horas de trabajo en las primeras son 5 (y luego esos alumnos siguen aprendiendo en casa), que en las segundas sean 10 con desdoblamiento de profesores. No pasa nada: los niños no se mueren de aprender.
Carta a una maestra pone el acento en el tiempo extraescolar como núcleo de desigualdad. Las tardes, los fines de semana, las vacaciones. Allí germina el fracaso. Para Milani, los desfavorecidos necesitan siempre más escuela.
Nosotros en Santiago Uno creamos una casa-escuela, una cooperativa de convivencia siguiendo la norma, importantísima, de Don Milani sobre la escuela a tiempo pleno. Los fines de semana, salvo uno al mes, los chavales no se iban con sus familias, y organizábamos horarios intensivos con distintas actividades, por ejemplo de lectura en voz alta. Recuerdo que leímos El disputado voto del Señor Cayo, de Miguel Delibes, un libro pintado para aquellos chicos rudos de pueblos que se estaban quedando vacíos. Se leyó con tanta pasión que los chicos enviaron una carta a Delibes… ¡y éste les respondió!
¿Qué opina sobre el adelanto en la elección de vías académicas o profesionales a los 14 años o antes? Solución fetiche para muchos a la hora de reducir el fracaso.
El paso de los 14 a los 16 años en la escolarización obligatoria fue precipitado, y es probable que en su momento hiciera aumentar el fracaso. Pero ante los itinerarios de la ley Wert o propuestas similares, ese querer que los tontitos se arreglen con cualquier cosa, mi respuesta es no, no y no. Dicho esto, no me parece mal que un chaval pueda empezar una FP a los 14 años, pero siempre desde una óptica de igualdad, no para separar a buenos y malos estudiantes.
Supongo que el problema surge cuando las distintas vías contribuyen a perpetuar las diferencias de origen por presiones sociales, familiares etc. Pienso en esas personas que nunca hubieran obtenido un título universitario sin el apoyo incondicional (y la paciencia) de sus familias. Y a la inversa: estudiantes con vocación universitaria que eligen otro camino ante los obstáculos para sacarse una carrera.
Igualdad de oportunidades implica distintas opciones a libre elección. Y opciones de calidad: aquí seguimos necesitando una buena FP, no una llena de teoría que espante a chavales que ya odian el estudio, muchas veces porque en su momento -por las razones que fueren- se les estropeó la lectoescritura. Recuerdo esos chicarrones de 15, 16, 17 años, con grandes dificultades para leer y escribir, que funcionaban muy bien con la pedagogía oral. Traducíamos los titulares. “¿Qué pasó ayer en Bélgica? ¿Y dónde está Bélgica? Miradlo en el mapa”. Descubrí que eran listísimos, pero la escuela había fracasado con ellos.
Dos prototipos de alumnos ejemplifican la tesis de Carta una Maestra sobre la escuela selectiva. De un lado, Pierino, el hijo del doctor, con un ambiente sociocultural en casa privilegiado. Del otro, Gianni, de familia campesina. La obra explica en detalle por qué uno será licenciado y el otro víctima del fracaso.
Y lo hace con un trabajo estadístico formidable, apoyado en multitud de datos que los alumnos de Barbiana recopilaron. Una de las aportaciones más originales de Milani es que los pierinos también son víctimas, más aun que los giannis, de la escuela selectiva, ya que esta les enseña un mundo que es falso.
Una idea controvertida: el alumno que lo tiene todo de cara para triunfar académicamente también fracasa porque, dice Milani, “deja de pertenecer a la masa”.
Tenemos una clasificación previa en nuestra cabeza según la cual el éxito universitario está en lo más alto. Esto es falso, en la vida real no tiene sentido. Todos conocemos universitarios absolutamente ignorantes de la realidad de la vida. Especialistas sin ningún conocimiento del mundo. Si uno no capta esto en Carta a una Maestra, se ha quedado en la mitad. ¿Aprende la realidad o únicamente a trepar? Esa es la gran pregunta para Pierino.
No sé si he entendido bien la contraposición que plantea la obra entre cultura burguesa (elitismo intelectual, erudición…) y cultura popular (contacto con la naturaleza, capacidad de relacionarse con el prójimo…). A veces parece que minusvalora por completo la primera y glorifica la segunda.
Don Milani tenía una gran cultura y no la desprecia en absoluto. Pero no la superpone a la vida, más bien la integra en ella. La vida de un chaval de 12 años, campesino en la montaña, es vida real. Y no le podemos añadir a Dante o a quien sea, sino que tenemos que intentar que él pueda expresar lo que lleva dentro y lo que ve a su alrededor ante cualquiera, y pueda entender a cualquiera. Así era mi lema en Santiago Uno: entender a todos y expresarse ante cualquiera. Para eso, claro, hay que saber muchas cosas que se dan en esas píldoras que llamamos asignaturas.
Lo que remite a la dicotomía entre instrucción y educación sobre la que usted tanto insiste.
Son dos conceptos que mezclamos constantemente, y son distintos. Instrucción es sabiduría, conocimientos, erudición. La educación es para mí desarrollo de las relaciones personales. Puede haber ignorantes con gran madurez en sus relaciones. Y eruditos cuyas relaciones son un desastre. En la escuela de Milani, la instrucción está encaminada a las relaciones, a la educación como hecho existencial, vital. De ahí la importancia de la lectura de la prensa, de las visitas a la escuela en las que los alumnos preguntan en lugar de esperar una conferencia del visitante.
En términos actuales, hablaríamos de fomentar la inteligencia interpersonal, según las categorías de Howard Gardner. ¿Piensa que esta y otras tendencias -alumno como protagonista de su educación, aprendizaje vivencial- apuntan en la buena dirección?
Tengo el resquemor de que la escuela continúa muy obsesionada con formatear, modelar, modular en una relación entre el que tiene y el que carece. Maestro por encima, alumno por debajo. Esto me parece intolerable. Se han hecho progresos, la inteligencia emocional, la de más allá…, pero me dejan bastante insatisfecho porque no se ha tocado todavía esa verdadera sustancia existencial en la que cada criatura, de su padre y de sus madre, con unos condicionamientos enormes, tiene que, desde ahí, relacionarse con otros y con el mundo de la política, del dinero, de la justicia.
La propuesta de Milani supera el modelo transmisivo en ambos sentidos: instructivo y educativo. Son los chavales los que se educan a ellos mismos mediante sus relaciones colectivas.
Muchos adultos nos quedaríamos impotentes si tuviéramos que vivir las relaciones que viven los alumnos de 14 años. Nos dan sopas con honda. Pero como hemos convertido el saber en un arma de competitividad para el triunfo social y el dinero, nos parece que eso no tiene importancia. Y es la clave de la vida.
Aunque Barbiana nunca sistematizó su metodología, allí se utilizaban enfoques que ahora se agrupan -si bien algunos nacieron hace más de un siglo- bajo el paraguas de la innovación: aprendizaje significativo, cooperativo, motivacional, por competencias… La propia redacción de Carta a una maestra es trabajo por proyectos.
Hay una jerga pedagógica moderna que yo me resisto a asimilar. ¿Aprendizaje por proyectos? ¡Eso es viejo como el mundo! ¡Estaba ahí! ¡Es de cajón de madera de pino! Con la Logse (por otra parte magnífica ley), se empezó a llamar al recreo “espacio temporal lúdico”. Pues muy bien. Los libros de texto eran “auxiliares didácticos impresos”. ¡Déjeme en paz!
Milani encumbra una competencia: la palabra.
Es la reina. La palabra comprendida, la palabra comunicadora. Para él, la verdadera cultura y el objetivo de igualdad pasa por que los alumnos dominen la palabra. En Santiago Uno hacíamos tres redacciones por semana sobre cosas muy concretas: la visita que tuvimos la semana pasada, lo que pasó en el comedor anteayer. También desarrollábamos la escritura colectiva, que es como se redactó Carta a una maestra. O nuestros Escritos colectivos de muchachos del pueblo, que luego vendimos por pueblos de Salamanca. Con lo que sacamos hicimos un viaje a Italia. No sabe lo que se aprende mejorando una frase entre muchos, quitando lo que sobra, aclarándola y haciéndola más directa. Oralmente, había mucha asamblea; Barbiana es muy asamblearia.
También hay un énfasis por priorizar la historia reciente y la actualidad.
No se trata de utilizar los periódicos en la escuela, sino de usar la escuela para poder entender la actualidad que está en los periódicos. En los 80 di muchos cursos, incluso escribí un librito: Leer periódicos en clase. Mi lucha era convencer a los profesores de que no tenían que coger el periódico para apoyar su Geografía o su Inglés. ¡Que no! ¡Que es al revés! La pregunta es si con la asignatura de Geografía se puede entender lo que ocurrió el otro día en Sri Lanka [los atentados que mataron a más de 350 personas]. Hay terror a que los alumnos aprendan a leer la actualidad, porque se piensa que, en cuanto nos acerquemos a lo político, el profesor va a indoctrinar. Y el buen profesor no va a la escuela a hacer socialistas o peperos, sino a que los chavales sepan lo que está haciendo el PSOE y el PP.
Un punto clave en Barbiana: su rechazo visceral a los exámenes.
Don Milani trabajó con un pequeño grupo de chavales de edades diferentes. No le podemos pedir que resuelva el problema de la evaluación en todo un sistema educativo. Pero lo que él hizo puede inspirarnos. Su máxima era que, hasta que todos no entendían determinadas cosas, no se pasaba a otras. Así que toda la clase estaba pendiente de que todos supieran la raíz cuadrada. Esto es un forma de examen, pero un examen colectivo, de grupo. Otras formas de evaluar conducen a la fortificación del listo en una competitividad constante. Y a un exceso de control estadístico.
Milani fija el fin último de la escuela: no tanto proporcionar las herramientas para el éxito individual (que, según denuncia, suele centrarse en conseguir dinero), como enseñar a hacer el bien al prójimo.
Habrá quien vea ahí debajo un pensamiento cristiano y, por lo tanto, parcial. A mí me parece bastante universal. Que el ser humano sea capaz de ayudar a los demás me parece maravilloso. Aprender solo para dar a los demás. ¡Qué mensaje! ¡Incluso yo me resisto ante eso! Yo muchas veces sigo aprendiendo para mí…
Una escuela cristiana aconfesional. Quizá la gran paradoja de Barbiana.
Es tal el drama de haber querido inculcar la fe en la escuela… No es su sitio. Los obispos están equivocados, y es una pena. La escuela no es un buen lugar para el adoctrinamiento, tampoco religioso, pero sí lo es para aprender las religiones. No hay que confesionalizar, sino culturizar la escuela: esa es la propuesta que un servidor ha hecho siempre que ha podido en todos los estamentos de la Iglesia española. Que vayamos a la escuela para todos, no solo para los nuestros, y la convirtamos en un lugar de conocimiento, no de confesión.
Otro mensaje incómodo: su elogio de la austeridad en tiempos de consumismo.
Echo de menos que Don Milani conociera la problemática ecologista de la que tanto hablamos ahora. Tampoco conoció el movimiento gay, aunque a Barbiana fueron a hablar personas de distintas tendencias sexuales. No se cortaba un pelo. Él nunca renunció al progreso técnico, pero sí consideraba que la austeridad es básica para una vida plena. Vio venir la imposición, a través de los medios y la publicidad, de un consumo que no nos hace falta.
¿Y pensaba que esa obsesión consumista podía cegar al individuo a la hora de adquirir conciencia de clase? Él menciona muchas veces a los jóvenes desclasados.
Ya nadie habla de conciencia de clase. Tú dices lucha de clases en una conferencia y te toman por un marxista trasnochado. Me sorprende enormemente. Que hay clases y que luchan me parece evidente. Hay una frase que mis colegas curas y teólogos nunca citan. Viene a decir que si la Iglesia ofrece su servicio educativo preferentemente a una clase social ya privilegiada, contribuye a robustecerla en un orden social injusto. Fue un francés quien lo dijo, el cardenal Garrone. La conciencia de clase es básica en mis relaciones con el otro, los otros y lo otro, como decía Paulo Freire. Y tener un buen sueldo para poder comprar cosas, sin saber hablar y sin entender lo que te están diciendo, supone rendirte en esa lucha. Pero como en nuestra sociedad el mercado es la ley, ese modelo rige también la escuela actual, incompleta a la hora de favorecer el crecimiento personal del alumno.