Hoy es 3 de diciembre, Día Internacional de las Personas con Discapacidad. No sé en realidad qué significará eso. A juzgar por las historias que me llegan de muchos niños y niñas, jóvenes y familias, no diría que sea una fecha para celebrar, sino más bien todo lo contrario. A pesar de lo que comúnmente pensamos, la discapacidad no es algo que está en el cuerpo de alguien, sino en la relación desequilibrada que hacemos con algunas personas con la justificación del cuerpo. Se trata de una construcción social que emerge cada vez que pensamos que alguien tiene discapacidad, que la nombramos por ella, o que nos pensamos frente a ella. Es justamente esa relación interesada creada y mantenida por quienes –de momento– estamos a salvo de ella. Sólo cuando se asume esta naturaleza social de la discapacidad estamos en condiciones de compartir la responsabilidad, transformando en político lo que hasta hoy mantenemos en el nivel psicológico, e impidiendo que la pedagogía siga escondiéndose detrás de la biología.
Un buen amigo me descubrió hace algún tiempo un concepto clarificador que sirve para pensar esto. La palabra es normicidio, una creación suya entre normalidad y homicidio, que muestra cómo la normalidad mata a determinadas personas. Y las mata a diario. Cada vez que alguien es nombrado por lo que no hace o lo que no tiene, cada vez que las cosas se construyen desde la idea de normalidad, se matan posibilidades de comunicación, de construcción conjunta igualitaria y de transformación de realidades opresivas.
Las escuelas son entornos privilegiados para experimentar la igualdad, para aprender a vivir con toda la comunidad, independientemente de la forma y funcionalidad de nuestros cuerpos. Sin embargo, sabemos que nuestro sistema educativo sigue dejando al margen a muchos niños y niñas. Así lo puso de manifiesto el pasado año el Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU en un tremendo informe, pero que no ha causado cambio alguno en nuestras escuelas.
“El Comité observa que en el sistema educativo español no existe un reconocimiento generalizado del modelo de derechos humanos de la discapacidad y hay una falta de acceso a la educación inclusiva y de calidad para las personas con discapacidad. La inclusión se entiende entre una gran mayoría del personal docente como un principio, una tendencia o un método pedagógico y no como un derecho. El Comité toma nota de la magnitud y gravedad del impacto de esta falta de acceso a la educación inclusiva a lo largo de la vida de las personas con discapacidad que han sido segregadas, quienes, en razón de su discapacidad, quedan encuadradas en un sistema de educación paralelo que consiste en los centros de educación especial o en las aulas especiales dentro de los centros ordinarios.”
¿Qué hemos hecho para cambiar esto? En nuestras escuelas se sigue segregando a niños y niñas argumentando para ello la discapacidad. Pero la discapacidad no deja de ser una forma de relación, que en este caso arroja a muchos niños y niñas lejos de su contexto de pertenencia, de sus barrios, de sus vecinos, de sus compañeros y compañeras de aula, de sus hermanos y hermanas. Y eso ocurre porque en nuestras escuelas se producen normicidios continuamente: los cometemos con los agrupamientos, con las evaluaciones psicopedagógicas, las expectativas y las sospechas, con los libros de texto, con las actividades que no valen para todo el alumnado, con los deberes para casa, con las adaptaciones curriculares significativas, con los estándares que impiden a cada persona ser reconocida por quién es, con los ritmos endemoniados que impiden que se disfrute de la infancia mientras se aprende a vivir con los demás, con la organización de los centros que valora más el bilingüismo o las TIC que el respeto a los derechos humanos de la infancia… No se trata solo de que los chicos y las chicas estén dentro de las escuelas, sino que lo que ocurre dentro de ellas no esté organizado por la normalidad, porque eso impide que puedan participar, aprender y progresar dentro de ellas. Es decir, la inclusión no es solo estar ahí, sino poder encontrar dentro una comunidad con la que aprender y participar.
Construir escuelas inclusivas es asumir el gran proyecto social y político de convertirlas en lugares en los que todos los chicos y chicas tengan presencia, participación, aprendizaje y reconocimiento. Se trata de un proyecto revolucionario, porque pretende convertir a la escuela en el primer lugar en el que se aprende a defender los Derechos Humanos. Algo que por otra parte está en consonancia con una institución que condensa buena parte de lo mejor que ha construido la humanidad.
Somos muchos los docentes y las familias que queremos que nuestras escuelas cambien. Necesitamos que se transformen en espacios para todos los niños y las niñas, en los que se cuestione la normalidad. Y eso no va a ocurrir por arte de magia, sino por nuestra acción decidida. La de cada persona que no delega su responsabilidad.
Esto es lo que yo pienso en un día como hoy. Y como ayer. Y como mañana.