Hace un tiempo, conversando con chicos y chicas que habían participado en un proyecto de eliminación de especies vegetales invasoras en la cuenca de un río, les pregunté qué especie concretamente habían contribuido a eliminar.
Para mi sorpresa, no supieron decirme ninguna. Les había encantado la actividad, que habían llevado a cabo junto con un grupo de personas con discapacidad intelectual; también habían entendido el concepto de especie invasora, pero confesaron que no tenían ni idea de cómo se llamaba la dichosa planta… Y yo pregunto: ¿tan difícil era?
Pues, bien, el nombre es divertido: tupinambo y no tan complicado como para que no se pueda memorizar. Además, resulta que a pesar de su carácter invasor, esta planta forma tubérculos de agradable sabor y de propiedades nutritivas muy interesantes.
Cuando les pregunté qué habían aprendido con aquella experiencia mencionaron habilidades como el trabajo en equipo y la organización y valores como la solidaridad, el respeto y el buen trato. ¡No se puede negar que se trata de aprendizajes relevantes!
Pero tuve la impresión de que desaprovecharon la ocasión de ampliar conocimientos o, dicho de otra manera, que la adquisición de estos o el fortalecimiento cultural no había sido central en aquella actividad.
Pues mira, ¡qué lástima! porque los proyectos de aprendizaje-servicio proporcionan muchas oportunidades de fortalecer saberes de manera muy natural y en consonancia con la acción que se lleva a cabo.
En estos proyectos se pueden ir descubriendo e hilvanando contenidos de historia, de geografía, de naturaleza, de ciencias, de lengua, de matemáticas, que muestran su poder de seducción al ser aplicados en acciones socialmente útiles. ¡Vale la pena aprovecharlo!
Si hacemos carteles, folletos, anuncios, campañas de difusión, hay que cuidar la sintaxis, incorporar nuevas palabras, eliminar faltas de ortografía, velar por la visibilidad del mensaje, la composición y equilibrio entre texto e imagen…
Si actuamos en el medio natural, hay que ubicar el territorio en el mapa, identificar el ecosistema al que pertenece, reconocer las especies vegetales y animales más representativos…
Si montamos un espectáculo, hay que identificar la música o la obra de teatro, su autoría, sus características… Y, tal vez, entrar también en los recursos necesarios, los costes, la financiación…
Hace muchos años tuve el privilegio de disfrutar de una playa al sur de Cuba, de aguas casi calientes y medio desierta: apenas cuatro turistas y nosotros.
Mientras caminábamos bastantes metros más allá de la orilla para poder sumergirnos en algún momento, observamos una decena de cubanos sentados en corro cómodamente en la arena con el agua rozándoles la cintura.
Estaban jugaban al trivial -un trivial flotante, claro- y disfrutaban y se reían un montón. Me entraron ganas de acercarme y preguntarles si podía jugar un rato con ellos. ¡Me encantan los juegos de preguntas y respuestas! Me pregunté si el alto nivel cultural de los cubanos podía tener algo que ver con aquella manera de disfrutar de los conocimientos.
De hecho, cuando era monitora e iba de excursión con un grupo de niños y niñas por la montaña, frecuentemente los ponía a prueba -y de paso yo me divertía mucho- de la manera siguiente:
Nos parábamos, por ejemplo, frente a un chopo y yo les preguntaba ¿a que no sabéis cómo se llama este árbol? ¡Normalmente nadie lo sabía! Entonces yo continuaba: bueno, os voy a dar tres respuestas y sólo una es la buena. Venga, poneos por parejas. En ese momento, los ojitos empezaban a brillar. Vamos a ver: ¿es un olmo, es un roble o es un chopo? Pensadlo bien, sólo tenéis una oportunidad.
A partir de las respuestas, obviamente al azar y sin fundamento alguno, pasaba a explicar por qué no era ni un olmo ni un roble, y cómo se pueden diferenciar. ¡Ya se había generado una curiosidad!
Muchas veces percibimos el placer que nos da saber cosas, aunque esas cosas no tengan absolutamente nada que ver con nosotros, ni, probablemente, nunca tengamos que utilizar de manera operativa ese conocimiento.
¿Me sirve de algo saber cómo se llama la luna de Júpiter donde se descubrió agua recientemente? ¿Me sirve de algo saber la frase que se atribuye a Galileo con la que esquivó a la Santa Inquisición? ¿Me sirve de algo saber lo que es un trilobite?
Bueno, pues con una mirada muy estrecha sobre lo que es la utilidad y el servir para alguna cosa, la respuesta en los tres casos es que no. No son conocimientos que vayan a aportarme una aplicación inmediata.
Últimamente me pregunto si en educación no se nos está yendo un poco la olla con tanta fijación por el procedimiento, y tanto aprender a aprender, al tiempo que parece que no damos tanto valor a adquirir conocimientos o contenidos. Y parece también que esté desprestigiada la palabra «transmitir» como si fuera un indicador de aspectos negativos en educación: pasividad del alumnado, autoritarismo del docente…
Es evidente que hay que aprender a investigar y descubrir por nuestra cuenta, pero si sólo recurrimos al ensayo-error o al descubrimiento autónomo y automotivado la cantidad de conocimientos que podemos llegar a descubrir va a ser bastante pequeña y el riesgo de egocentrismo cognitivo bastante grande.
Me parece a mí que necesitamos adquirir conocimientos también de manera simple y directa, es decir, porque alguien que los sabe nos lo transmite, sin más historias. Y eso no es menor.
Saber cosas, conocimientos puros y duros, en realidad es muy útil:
Sirve para interpretar mejor el mundo en el que vivimos. Por tanto, para poder analizar, deducir, cuestionar…
Sirve para sentirnos más capaces, también a la hora de echar una mano a los demás.
Y sirve, indudablemente, para ser un poco más humanos, más libres, más felices.