La violencia de género es un tema que crea gran preocupación en nuestra sociedad a todos los niveles. Recientemente, y con independencia de la valoración que nos merezca, se ha firmado un pacto entre partidos políticos para hacer frente a este tipo de violencia. Como educadores y educadoras, nos preocupa especialmente su incidencia y presencia en la escuela, así como las formas de abordar su prevención y erradicación. Por eso no acabamos de entender la reciente sentencia del Tribunal Constitucional declarando conforme con los mandatos de la Constitución la “enseñanza diferenciada” que separa a los chicos y a las chicas, reconociendo además su derecho a ser financiada por el Estado.
Son numerosos los estudios que analizan la incidencia de la violencia de género en la adolescencia, de los que sólo podemos recoger algunos datos. Llama la atención, en concreto, los casos de violencia de género en menores de 18 años investigados por la Fiscalía, apenas conocidos: en el año 2016, los casos de violencia de género investigados pasaron de 433 a 543, un 25% más, y los de agresiones y abusos sexuales de 1.081 a 1.271, un 17% de incremento. Todo esto sin contar los casos de ciberacoso, de amenazas y extorsiones sexuales a través de las nuevas tecnologías, exigiendo fotografías y amenazando con su exhibición cuando finalizan la relación. Un modo de violencia de la que muchas chicas no acaban de ser conscientes.
A su vez, es en la etapa de la adolescencia cuando se consolidan y arraigan determinados estereotipos de género, reflejo de las ideas y prejuicios presentes en la sociedad. Estas ideas simplificadas sobre las características y papeles sociales de los hombres y mujeres impregnan el tejido social, se concretan en mitos, valores y creencias, y apenas son visibles dada su normalización y universalización. Es una tarea educativa identificarlos, analizarlos críticamente, mostrar sus consecuencias y trabajar por su sustitución desde otras ideas, valores y creencias basadas en la igualdad hombre y mujer.
Los estereotipos y expectativas sobre los roles de género afectan a la vida afectiva, familiar, laboral, al ocio y a la participación en la vida social o política de cada persona. Los hombres y las mujeres que se alejan del estereotipo se ven obligados a superar la reprobación social. Desde el modelo estereotipado de masculinidad se insta a los chicos a dominar y/o proteger a las mujeres, a no sentir miedo, a ser “malotes»… Y, a la vez, se les insta a las chicas a obedecer, les exige ser sumisas y buenas hijas, buenas esposas, buenas madres, a cuidar del hogar, de las personas dependientes, y se espera de ellas que sean conciliadoras, pacíficas, delicadas y débiles.
De particular interés para la etapa adolescente resulta la aparición de los mitos románticos que dibujan a ambos sexos como complementarios, medias naranjas, seres incompletos que sólo lograrán su plenitud si encuentran “al amor de su vida”. Simultáneamente plantea el antagonismo entre los sexos, con una concepción dual jerarquizada de la realidad, hombres y mujeres no pueden entenderse puesto que son opuestos, son “enemigos” a la vez que dependientes para ser completos, haciéndose así muy difícil el establecimiento de relaciones igualitarias y el desarrollo de una convivencia pacífica. Los estereotipos determinan una desigual distribución de las relaciones de poder, una concepción dual y jerarquizada de la realidad social.
Como respuesta a estas situaciones, muchos pensamos que la educación puede y debe jugar un papel fundamental para la erradicación de actitudes sexistas y la adquisición de las competencias necesarias para mantener una relación de igualdad desde el respeto a la dignidad, la paz positiva y los derechos humanos. Por ello, es necesario situar en primer plano de la institución escolar el desarrollo de una convivencia positiva entre hombres y mujeres y la erradicación de toda forma de violencia de género. El plan de igualdad hombre-mujer, las acciones para la coeducación deben ocupar un lugar destacado en los planes de convivencia y en las acciones educativas diarias de los centros.
Sin embargo, la sentencia del Tribunal Constitucional justifica la legitimidad de la educación diferenciada, que separa a los chicos y a las chicas considerándola conforme y ajustada a la Constitución, reconociendo además su derecho a ser financiada por el Estado. Supone una vuelta atrás, a años y planteamientos que ya creíamos superados, y aporta unos argumentos que no acabamos de comprender.
Sin ser expertos en derecho, nos llama la atención que se apoye en una Convención de la UNESCO del 14/12/1960, relativa a las discriminaciones en la esfera de la enseñanza. Con posterioridad, en el año 1979 se aprobó la Convención sobre eliminación de la discriminación a la mujer, ratificada por España en el año 1984 (BOE de 21 de marzo), que, entre otras disposiciones, recoge las medidas apropiadas que deben poner en marcha los Estados, entre ellas “el estímulo de la educación mixta”, algo que, además de derogar la Convención de 1960, difícilmente casa con la aceptación de la enseñanza diferenciada.
Es lo que señalan los tres votos particulares que ponen de manifiesto que la enseñanza diferenciada vulnera de manera frontal el artículo 27.2 de la Constitución, ya que la segregación por sexo impide «educar a partir de una percepción democrática de los acusados conflictos de género que en nuestra sociedad aún se mantienen», así como el papel de la escuela «como espacio de excelencia de socialización y convivencia en la igualdad desde la infancia más temprana». La educación diferenciada “lesiona el ideario educativo constitucional en uno de sus pilares: el de la igualdad», “vulnera la prohibición constitucional de la discriminación por razón de sexo e identidad sexual» y carece de justificación por «basarse en el tópico de la diferencia de talento y capacidades entre los sexos». Y es que la educación diferenciada es algo más que una mera opción pedagógica, tal y como nos la presenta la sentencia.
Desde un punto de vista estrictamente educativo, no podemos olvidar el doble papel que juega la organización: es una manera de conseguir los objetivos y, a la vez, es una potente transmisora de determinados valores. ¿Qué valores transmite este modo de organizar de forma separada a los chicos de las chicas? ¿Qué objetivos quiere conseguir con esta forma de organización del alumnado?
Intentar separar a los chicos de las chicas supone ‘querer poner puertas al campo’. Lejos de prejuicios de todo tipo, religiosos o antropológicos, sólo desde la convivencia de ambos sexos es posible superar los graves problemas de violencia de género que afectan a nuestra sociedad. No existen argumentos técnicos que justifiquen la idoneidad de la educación diferenciada y sus argumentos son sólo una burda tapadera para ocultar la realidad.
Dos principios básicos conforman hoy los planteamientos educativos: la inclusión y la igualdad. Si en lugar de separar a los chicos y a las chicas, propusiéramos una separación del alumnado en función de su rendimiento o de su origen social o su nacionalidad, pondríamos el grito en el cielo, denunciando esa situación. ¿Por qué no sucede lo mismo ante la educación segregada? Son muchos los intereses de todo tipo que existen en estos casos, intereses que, lamentablemente, siguen condicionando nuestro sistema educativo.
Desde el punto de vista de la convivencia, consideramos que esta sentencia es un claro paso atrás, que no va a beneficiar el desarrollo de la igualdad entre hombres y mujeres y que, aunque sea inconscientemente, va a contribuir a la permanencia de las actitudes, estereotipos y comportamientos sexistas. Se acata, pero no se comparte. Y nos reafirma en la necesidad de seguir trabajando por conseguir la igualdad real entre hombres y mujeres y la desaparición de la violencia entre ambos sexos. Pero, para ello, es fundamental la coeducación en la escuela a lo largo de todo el proceso de escolarización, enseñando a convivir juntos a chicos y chicas.
Pedro Mª Uruñuela Nájera. Asociación CONVIVES