Cuando vuelvo a los materiales elaborados hace diez, quince o veinte años para acompañar a familias y personas en su proceso de ser y estar mejor (ahora lo llamamos “bienestar”), me encuentro criterios y orientaciones muy válidos y realmente útiles, que siguen teniendo pleno sentido hoy. Entonces me pregunto: ¿Qué es lo que los convierte en obsoletos? ¿Es la omnipresencia de internet y la IA en la vida cotidiana? ¿Es ese apéndice digital que todos llevamos en la mano o en la muñeca?
Si hago una primera búsqueda superficial, me aparecen mil respuestas que sitúan todas las maldades, desajustes y desastres de la humanidad en las redes, los videojuegos, los móviles, la IA y todo lo relacionado. ¡Y podría ser tan cómodo quedarse aquí y apostar por un regreso al pasado!
Por suerte, tenemos voces que nos ayudan a mirar un poco más allá —o más hacia aquí mismo— y darnos cuenta de que es la exigencia de utilidad y la velocidad de la vida, infiltradas en el fondo de nuestras formas de vivir y relacionarnos, lo que está modificando la vida familiar.
Alguien puede pensar que esta visión utilitarista y veloz de la vida proviene del uso abusivo de contenidos y dispositivos digitales. Pero sabemos que incluso las familias que han dejado las pantallas de lado, o quienes las gestionan un poco menos, también son presas de este activismo de 24 horas: para hacer, para consumir, para distraerse, para informarse, para producir… y estar todo el día haciendo cosas que ya tienen nombre comercializado. (Antes nos lavábamos la cara y ahora hacemos “rutina facial” —y evidentemente hay que comprar los productos. O si estábamos cansados salíamos al balcón a desconectar, y ahora nos relajamos haciendo un curso de mindfulness).
Incluso hay familias que han dejado de lado las pantallas, pero siguen igual de agobiadas porque se autoexigen estar día y noche pendientes de la criatura; no se permiten dormir ni descansar, ni dejar de jugar, ni dar espacio para que el bebé esté sin nada, sin ningún “estímulo” físico o sonoro. (¡Ay los asistentes de voz y las listas de música para bebés e infancia que ya son omnipresentes!)
Por suerte, cada niño que nace nos vuelve a situar. Un recién nacido es un contador de tiempo puesto a cero, un regalo del tiempo que nos obliga a detenernos. Un desarrollo que se pone en marcha y que solo podemos acompañar (ni acelerar ni ralentizar).
Un embarazo dura lo que dura; cada parto tiene sus propios tiempos. Cada criatura tiene su ritmo para crecer… Y el tiempo, que los adultos queremos controlar, cuando llega un bebé se empeña en entrar en otro registro que no va de minutos, ni de horas, ni de días. Va de estar bien, de sentirse acompañado, sostenido, de poder sentirse seguro para separarse un rato y poder volver.
Afortunadamente, y gracias a la sensibilidad y acción social y política, disponemos de profesionales y espacios para las familias que ofrecen tiempo para estar con los pequeños sin tener que hacer nada más. Tiempos “vacíos” de activismo. Espacios donde estar.
En estos espacios-tiempos las madres (y los padres) pueden encontrarse con otras madres, compartir el rato mientras los hijos disfrutan de ellas y de los recursos preparados por las profesionales. Y entonces, tras un tiempo viviendo estas experiencias, se dan cuenta de la evolución de su hijo, de los sentimientos que les recorren por dentro, del tipo de relación que se genera cuando todo se pausa o se ralentiza: baja el tono de voz, el cuerpo se estira en el suelo para rodar, se marcan ritmos con las manos y los dedos, se ríe con unas cosquillas detrás de la oreja…
A menudo, solo cuando se ha vivido con todo el cuerpo la no-actividad, el tiempo vacío, la no-exigencia… se puede empezar a hablar de que los niños no necesitan estar distraídos constantemente, sino sentirse incluidos y reconocidos. Y que los adultos de la familia podemos bajar el nivel de exigencia, porque no hace falta estar siempre con el niño ni construirle una vida atractiva a tiempo completo.
Dar tiempo al desarrollo infantil solo se puede hacer bien cuando el adulto está situado, en paz, sin sentirse urgido; es decir, cuando puede ser nutrido con tiempo, serenidad y comprensión.
Los adultos que viven en modo “supervivencia” necesitan toda su energía para pasar de un día al siguiente. Pero en estos espacios, las madres colaboran entre ellas y empiezan a tejer relaciones de “comadres”, porque hay una gran necesidad de sentirse grupo y proporcionarse consuelo mutuo.
Criar en grupo o poder formar parte de un grupo de crianza, de juego, de cuentos… o del parque sin otro objetivo que estar con las criaturas y entre personas sin “distracciones”, sin juguetes sofisticados ni pantallas estimulantes, tiene beneficios evidentes para madres y padres: porque no se trata solo de adquirir más conocimientos como educadores, sino de sentirse acogidos y valorados como adultos que cuidan a un menor que los necesita presentes.
Pero quiero destacar también el beneficio para los niños, que pueden experimentar espacios de serenidad, de ayuda mutua y de sororidad (o de bondad entre las personas), porque tienen ocasiones de vivir la empatía, la cooperación y el consuelo entre iguales, que les provocan admiración e impulsan la imitación.
El tiempo sin exigencias, el tiempo vivido como un don, un regalo, nos nutre y permite que resurja aquello que nos hace más humanos: la fraternidad y la bondad.
Por eso, en una sociedad que valora los derechos de la infancia y que necesita más que nunca que las familias tengan el mínimo bienestar para educar con serenidad, es fundamental favorecer desde diversos ámbitos profesionales y sociales la creación de espacios donde los adultos puedan “frenar” su vida, explicarla, saborearla o afinarla (dejando atrás las prisas y las exigencias de eficacia). Estas iniciativas pueden darse en ámbitos de salud comunitaria, en espacios educativos, cívicos, en ateneos y cooperativas, en pueblos, barrios y ciudades. Y pueden girar en torno a actividades colectivas de “baja intensidad” y alta conexión: lecturas compartidas, audiciones musicales, ratos de silencio, paseos, bailes…
Las familias, a quienes se les exige ser las primeras educadoras (y exitosas) en estos tiempos digitales, necesitan más que nunca tiempo para recibir el feedback de su propio rol educativo con todo el respeto y afecto… para que, más que sentirse urgidas y exigidas por la crianza, puedan sentirse madres y padres amorosos, y generar un clima familiar de bondad.
La bondad y el bien (como el desarrollo y la crianza infantil) necesitan tiempo.

