Con frecuencia hemos visto promover en el seno de las organizaciones formas de control del comportamiento de las personas y concepciones en las que, de facto, todo quedaba supeditado a criterios de eficacia y la maximización de beneficios económicos. A la hora de la verdad, muchas palabras y muchos conceptos venían a ser mecanismos de manipulación, que hacían oportuna la evocación del origen latino de la expresión management: manu mingere, el arte de dirigir la cuadriga con la mano, con el correcto dominio del manipulum. Desde una perspectiva crítica es inaceptable una «gestión del compromiso» o una «dirección por valores» si son alienantes, contrarias a la libertad de las personas y a una concepción compartida y participativa del liderazgo.
Sin ser exhaustivo, ni pretender sintetizar la evolución de las escuelas de la organización y la dirección, podemos recordar experiencias como las de la dirección por objetivos y resultados, de los años sesenta y setenta del siglo pasado, propiciadas por Octave Gelinier, hoy vistas por algún alto directivo como «asépticas», pero de un indudable interés y notable impacto en algunos sectores económicos de la área mediterránea. Pronto se abriría camino una concepción más moderna y europea, en lo referido a la participación de los trabajadores, una nueva idea de la función social de la empresa y una filosofía del negocio de acuerdo con valores compartidos y explícitos.
Los tiempos, sin embargo, han cambiado mucho. Las organizaciones no podían quedar inactivas ante entornos sociales y económicos con cambios rápidos y profundos. Desde los años ochenta del siglo XX, la sociología europea y anglosajona venían insistiendo en definir las organizaciones como «sistemas abiertos en entornos turbulentos». Sistemas cada día con mayores dosis de inestabilidad, incertidumbre y volatilidad, a medida que nos acercábamos al orden ultraliberal de nuestros días.
Desde finales de los años 1980 en «Sociología de la Empresa y del Trabajo» compartíamos la idea de que el modelo organizativo no podía seguir patrones burocráticos, de homogeneización de los procesos, de rigidez en los flujos entre las partes de las organizaciones: se tenían que dar nuevos pasos adelante, con ideas nuevas sobre la seguridad y la flexibilidad. La UE hablaría más tarde de criterios de «flexiseguridad», siguiendo el llamado «modelo nórdico». Se abrían paso nuevos modelos de dirección y de gestión de las organizaciones: agilidad y más horizontalidad en la toma de decisiones y mayor capacidad de adaptación a entornos cambiantes. Y todo mediante nuevas estructuras matriciales, con sistemas eficientes y ágiles de coordinar, que dotaban a las organizaciones de nuevos equilibrios entre flujos formales e informales, con nuevas estructuras permanentes. Se trataría de redefinir y democratizar el ejercicio del poder. Acentuarían las voces que reclamaban una más intensa atención a las relaciones interpersonales e institucionales y los procesos y evolución histórica de cada una de las entidades, recuperando en algunos casos el viejo espíritu organizativo y el talante de una gestión personalizada, basados en la meritocracia, el trabajo intenso y que no decae, el esfuerzo mantenido, la fidelidad creativa, la claridad en los hechos, la verdad en la palabra, la fortaleza del corazón y la correspondencia en las relaciones interpersonales.
Todo apuntaba a una nueva concepción de la gestión y la dirección. Lentamente se abrían camino sistemas nuevos de coordinación, orientados hacia las personas, con autonomía relativa de los equipos y de sus responsables; se pretendía que el personal fuera capaz de asumir responsabilidades, tuviera una visión dinámica, cercana a los hechos y una cierta «unidad doctrinal», que facilitara la identificación corporativa.
La realidad y los cambios que se han ido introduciendo en muchas ONG nos llevan a subrayar la importancia del sistema de valores compartidos. Es, principalmente, por la vía de los valores y las normas compartidas entre los miembros de la organización como avanza la coherencia y la cohesión interna. Es lo que se conoce como «cultura», en el amplio sentido con que la UNESCO definía el concepto (México, 1992).
La cultura directiva compartida en el seno de las organizaciones facilita la coherencia y permite articular estilos diferentes de dirección y de liderazgos, evitando una «gestión desconectada», para utilizar una expresión ya clásica. Pero no es fácil evitar que los talantes personales, las ambiciones (por honestas y legítimas que sean) o las limitaciones personales y los equipos impidan compartir la visión, el conocimiento y la experiencia.
Hacen falta «directivos integradores» capaces de gestionar la toma de decisiones, desde el conocimiento de las personas y la visión clara del interés general; capaces de ganar la confianza y el respeto sincero de los compañeros. «Estos individuos son difíciles de encontrar, y aún no se han desarrollado técnicas de preparación para crearlos. No obstante, se ha conseguido distinguir determinados rasgos de personalidad, particularmente una gran necesidad de afiliación y la capacidad de situarse entre grupos opuestos y obtener la aceptación de todos sin ser absorbidos por uno o por otro» (Mintzberg).
Entiendo que el reto principal del momento actual no es tanto la creatividad, la capacidad de innovación y la eficiente coordinación, como la cimentación de la nueva cultura organizativa en los valores, en la «filosofía de las organizaciones», que definen y caracterizan el Tercer Sector Social. Hay que pasar del cambio de las estructuras organizativas al cambio cultural: de consolidar la estructura a fortalecer la cultura de las instituciones.
En contra de los profetas de calamidades debemos afirmar rotundamente, con Murasaki Shikibu, que de nuevo hoy «los cerezos no hacen flores negras». Quizás no sabremos si el presente es mediocre y los hombres y mujeres de hoy somos menos brillantes que los de ayer. Pero sí sabemos que no podemos dejar pasar las oportunidades que nos brinda el presente, rumiante acríticamente contra los tiempos que nos ha tocado vivir y disfrutar. No tienen razón los que consideran que los tiempos de nuestros padres fueron los buenos: simplemente ya no son nuestros.