Hace unos cursos que, gracias a un proyecto que realizamos cada año en religión, descubrí el valor que tiene para nuestro alumnado tener una pequeña mascota en el aula.
Y seguro que estaréis pensando… ¿Una jirafa es una pequeña mascota? Claramente el título es una llamada de atención y sobre todo una afirmación del gran Francisco Mora. Francisco Mora es doctor en Medicina y Neurociencia, catedrático de Fisiología Humana y profesor de la Universidad Complutense de Madrid e Iowa, en Estados Unidos, además de un referente internacional en el campo de la Neuroeducación y autor de numerosas publicaciones científicas.
En muchas de sus charlas nos explica que la neuroeducación es una nueva visión de la enseñanza basada en la neurociencia, cuyo objetivo es ayudar al profesorado a conocer y entender cómo aprendemos para así, poder enseñar y aprender mejor. Y no se trata solo de enseñar de una forma más eficiente para potenciar el talento del alumnado, sino también de ser capaces de detectar necesidades en el alumno que le dificultan la lectura, la comprensión, la memorización o el aprendizaje. En sus propias palabras: “Intentar enseñar sin conocer cómo funciona el cerebro pronto será como diseñar un guante sin nunca antes haber visto una mano”.
El tiempo de aprender y memorizar ‘porque sí’, o ‘porque entra en el examen’ quedó atrás
En muchos foros él nos lanza esta pregunta: ¿Qué ocurriría si, durante una clase, aparece una jirafa? ¿Seguirán los alumnos prestando atención? La respuesta parece, a todas luces, bien clara. La jirafa rompería los esquemas de la monotonía porque constituye algo diferente, algo que sobresale del entorno. Rápidamente, se despertará la curiosidad de los alumnos. Y con ello, la emoción. Y con la emoción se abre la ventana de la atención, requisito imprescindible para la creación de conocimiento. El tiempo de aprender y memorizar “porque sí”, o “porque entra en el examen” quedó atrás. Es necesario que los profesores y maestros tratemos de despertar permanentemente la curiosidad de los estudiantes, fomentando sus ganas de aprender.
Y aquí entra directamente mi propuesta. Mis preguntas son similares: ¿qué pasa cuando traemos, por ejemplo, una tortuga al aula? ¿O cuando traemos gusanos de seda, cuando montamos un terrario o, incluso, cuando tenemos insectos palo? Pues, efectivamente, las ganas de aprender aumentan exponencialmente en muchos aspectos.
Por un lado podemos descubrir y ver en vivo y en directo el ciclo de la vida, de una manera mucho más enriquecedora de lo que puede venir en un libro de texto. Nos hacemos más responsables, descubrimos que todos los seres vivos necesitan cuidados y nosotros, por pequeños, que seamos se los podemos ofrecer. Nos sensibilizamos con el entorno. Trabajamos en equipo y nos repartimos las tareas. Perdemos el miedo a pequeños insectos o animales. Aprovechamos nuestro maravilloso entorno para buscarles la comida y alimentarlos.
Y por último, relacionamos la vida con lo que pasa en el aula de manera que, al igual que en nuestro día a día, al llegar a clase tenemos alguna sorpresa, un nuevo nacimiento, un insecto que crece y muda, uno que se nos ha escapado, excrementos que limpiar o agua que cambiar.
Las caras del alumnado, e incluso la de los docentes, son un gran reflejo de esa emoción que genera curiosidad, memoria y, por supuesto, aprendizajes duraderos.
Termino recordando que el cerebro sólo aprende si hay emoción, o, como a mí me gusta decir, “emociona a tu alumnado y aprenderá”. Conocer cómo funciona el cerebro, sin duda, nos ayudará a innovar y mejorar la enseñanza. Lo cual considero absolutamente necesario en los tiempos que vivimos.
Como se suele decir, una imagen vale más que mil palabras.