Una semana después de la entrada en vigor de la nueva ley educativa, la LOMLOE, quizá sea un buen momento para reflexionar sobre algunos de los cambios que propone, lo que muchas personas esperábamos de ella, y lo que ha dejado en el tintero en lo referente a eso que se ha venido a llamar educación inclusiva. Este no pretende ser un análisis exhaustivo de toda la ley, ni abordar temas ya tratados en este y otros lugares, sino hacer una reflexión sobre uno de los temas centrales del texto.
Que la nueva ley iba a ser positiva con la sola derogación de la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE, 2013, también conocida como Ley Wert) resultaba evidente, ya que esta suponía un claro paso atrás en equidad, y un cambio de rumbo en el que el sistema educativo se ponía abiertamente al servicio del mercado. Partiendo de ese hecho, revisar la nueva ley educativa nos permite ver el alcance de algunas de nuestras aspiraciones y el verdadero impulso educativo que nuestros representantes políticos han estado dispuestos a desarrollar en esta ocasión. La LOMLOE es un paso adelante que, por otra parte, no deja de ser una “vuelta a la casilla de salida”, a donde estábamos antes de la Ley Wert. Es decir, se trata de una derogación para volver a la LOE (de ahí su nombre: LOMLOE, Ley Orgánica de Modificación de la LOE), aunque sea enriquecida y corregida. Algo así como un déjà vu que nos devuelve al 2006 quince años después. Sin embargo, no es tan claro que ese fuera el mejor lugar desde el que partir.
Atendiendo al contenido de la nueva ley, se puede comprobar un fuerte motor que la moviliza, constituido por las directrices de la política educativa internacional materializada particularmente en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible en lo relativo a la educación. Esto, por su parte, se sustenta en la LOMLOE con la adopción del enfoque de derechos de la infancia en los principios rectores del sistema educativo y, derivado de ello, la eliminación de diferentes formas de discriminación en la escuela y el impulso de la igualdad. El texto se asienta en varias ocasiones en la Convención sobre los Derechos del Niño de Naciones Unidas (1989), reconociendo el interés superior del menor, su derecho a la educación y la obligación que tiene el Estado de asegurar el cumplimiento efectivo de sus derechos. Por otra parte, hace referencia a las Observaciones Generales del Comité de Derechos del Niño y a los Protocolos Facultativos, lo que sitúa en el lugar que les corresponde a los órganos legítimos de interpretación de las Convenciones de Naciones Unidas (los diferentes Comités), y a los instrumentos que refuerzan las convenciones (desarrollos que los Comités realizan para interpretar cada Convención).
Todo ello muestra un claro interés por legislar de acuerdo con los instrumentos internacionales de derechos humanos, especialmente los referidos a derechos de la infancia, derechos de las personas con discapacidad y eliminación de toda forma de discriminación contra la mujer. Por tanto, un importante avance de esta ley es el de hacer suyos los instrumentos de derechos humanos. Esto tiene una especial importancia porque la realidad de las escuelas es enormemente ajena a la Carta de los Derechos Humanos, a pesar de que forme parte de la materia que enseña desde el año 2002. Esta paradoja es una de tantas que se producen dentro de los sistemas educativos: proclamar algo mientras se hace lo contrario. Así, en las escuelas a menudo se enseña la colaboración mientras el sistema es altamente competitivo; la igualdad a la vez que se clasifica a la infancia; la democracia mientras se limita la participación real; la justicia social a la par que se anticipan las desigualdades de la producción y el mercado, la capacidad crítica a través de la obediencia y la memorización sin sentido. Esto mismo es lo que ocurre con los derechos humanos, que enseñamos al alumnado a la vez que les escolarizamos de forma contraria a ellos.1 Hablar, por ejemplo, de la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad ratificada por España en 2008 y sus implicaciones educativas en la inmensa mayoría de los centros escolares es como hablar en otro idioma. Por eso cobra una relevancia especial que la nueva ley educativa proclame desde su artículo primero la equidad, la inclusión educativa y la accesibilidad universal como principios de la educación, remitiéndose a las citadas Convenciones de Naciones Unidas. Esto incorpora en la Ley Orgánica de Educación los planteamientos ratificados en ellas. Y la LOMLOE no será un texto desconocido en las escuelas, externo a la regulación del sistema educativo, sino todo lo contrario: se trata del principal texto que regula la educación en todo el estado. Y en este sentido no deja lugar a la ambigüedad:
«La adopción de estos enfoques tiene como objetivo último reforzar la equidad y la capacidad inclusiva del sistema, cuyo principal eje vertebrador es la educación comprensiva. Con ello se hace efectivo el derecho a la educación inclusiva como derecho humano para todas las personas, reconocido en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, ratificada por España en 2008, para que este derecho llegue a aquellas personas en situación de mayor vulnerabilidad». (LOMLOE, BOE 340, de 30/12/2020, pp. 122871-122872, el subrayado es nuestro)
Es el derecho a la educación sin las restricciones que ha tenido hasta el momento. La nueva ley educativa convierte el derecho a la educación en el derecho a la educación inclusiva, y lo hace en el marco de interpretación de la Convención:
«Garantizar el derecho a la educación inclusiva conlleva una transformación de la cultura, la política y la práctica en todos los entornos educativos formales e informales para dar cabida a las diferentes necesidades e identidades de cada alumno, así como el compromiso de eliminar los obstáculos que impiden esa posibilidad. También entraña el fortalecimiento de la capacidad del sistema educativo para llegar a todos los alumnos. Además, la participación plena y efectiva, la accesibilidad, la asistencia y el buen rendimiento académico de todos los alumnos, en particular de aquellos que, por diferentes razones, están en situación de exclusión o pueden ser objeto de marginación, ocupan un lugar central a la hora de garantizar el derecho a la educación inclusiva. […] Requiere además una profunda transformación de los sistemas educativos en las esferas de la legislación, las políticas y los mecanismos para financiar, administrar, diseñar, impartir y supervisar la educación». (Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU, Observación General Nº4, p. 3. Recuperado de https://bit.ly/2KS8MBL, el subrayado es nuestro)
Por todo ello, el reconocimiento de la educación inclusiva como derecho humano parte de la reclamación del colectivo de personas nombradas por la discapacidad que viene siendo discriminado y segregado del sistema general de educación, pero se convierte en un derecho para todo el alumnado: el alumnado inmigrante, el alumnado en desventaja por bajos recursos, el alumnado de minorías étnicas… y toda la población, ya que la educación inclusiva es la apuesta por hacer las escuelas amables para todo el alumnado, respetuosas con las singularidades y comprometidas con la construcción de sociedades más justas a través de la educación.
La Disposición adicional cuarta de la ley que tanta polémica ha suscitado, referida a la “evolución de la escolarización del alumnado con necesidades educativas especiales”, parte de este imperativo legal que, aunque hayamos sido ajenos a él en nuestros centros, acumula más de 12 años de incumplimiento por parte de los poderes públicos. Y no se trata de un incumplimiento cualquiera, sino de la vulneración de un derecho humano fundamental, como lo es el derecho a la alimentación o a la vivienda. Pero está ocurriendo en nuestras escuelas (¡en las escuelas!) con niños y niñas. La disposición muestra un plan para que “los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad” en un plazo de 10 años. Es decir, se da una década para hacer efectivo el derecho “a una educación inclusiva y de calidad”, que se añade a los derechos del alumnado a través de una modificación de la Ley Orgánica que regula el Derecho a la Educación (LODE, 1985). Esto es coherente con el reconocimiento del “interés superior del menor”, ya que se trata de un derecho fundamental que pertenece al niño o la niña: ni a la familia, ni a las escuelas, ni a la administración educativa.
De lo que llevamos hasta aquí cabría pensar que se trata de una ley que viene a revolucionar el sistema educativo para que todo el alumnado pueda aprender, participar y progresar unido en las mismas aulas y escuelas, pero han quedado demasiadas cosas en el aire, y una cuestión básica evidencia el carácter de esta ley: un sistema educativo inclusivo, que ha de revertir entre otras realidades la segregación histórica de personas en base a la discapacidad, no se regula con un párrafo de una disposición adicional. Supone la reelaboración y el cuestionamiento de lo que hasta ahora ha permitido esta discriminación en nuestras escuelas sin que nos despeinemos: las formas habituales de organización, las metodologías didácticas, la rigidez y estructura del curriculum, el desarrollo de la participación y la democracia en las escuelas, la formación inicial y permanente del profesorado, los materiales y el poder de las editoriales en la homogeneización de los procesos de enseñanza-aprendizaje, los modelos predominantes de investigación pedagógica sin compromiso con la transformación, el papel de la innovación en nuestras escuelas, las ratios, la escasa autonomía de los centros… Por tanto, todo queda pendiente de los desarrollos que se realicen de esta ley, de la financiación, y de lo que las autonomías y las escuelas en particular vayan desarrollando dentro de este marco.
Esto es lo más cuestionable: el marco ha sido, respecto a lo que la misma ley establece como derecho fundamental, tremendamente flexible. El artículo 74.1, referido a las modalidades de escolarización excluyentes (en unidades y centros de educación especial), ha quedado intacto. Y esto es simple: si existe la posibilidad de derivar, seguirán llenándose esos espacios segregados, porque para algo están. Las familias serán ahora preceptivamente oídas e informadas, algo limitado previamente por la propia LOE, que impedía que los padres, madres o tutores pudieran cuestionar los dictámenes de escolarización de sus hijos o hijas. Es decir, en este caso el Déjà vu nos lleva a 1990. Parece lamentable que la protección de un derecho humano fundamental mantenga los mismos procedimientos de hace 30 años, y más aún que se presente como un logro alcanzado. No hablemos ya de la lamentable campaña desarrollada durante el último año en contra de la educación inclusiva, que la situaba como una amenaza para el alumnado más vulnerable. Una patronal de escuelas privadas de educación especial mintiendo a la opinión pública y asustando a las familias para proteger y relanzar su mercado, con el apoyo de medios de comunicación y partidos políticos de la derecha, y los complejos de los partidos de izquierda. Un espectáculo que ha sido lamentable, pero que no deja de ser una anécdota en la lucha por hacer realmente públicas las escuelas.
Porque sí, la escuela común, en la que todos los niños y niñas aprenden a vivir juntos, se construye impidiendo la separación de la infancia. Obligándose a aprender a ser escuela de otra forma, que no suponga el destierro de las diferencias. Por eso, y aunque la laxitud de la LOMLOE no impida la segregación, sí que se pone un horizonte de trabajo que parte del reconocimiento de que las escuelas comunes no son de nadie, sino de cualquier niño o niña, sin restricción de ningún tipo. Y aquí entran en juego los próximos desarrollos legales, pero también la creatividad social y política de nuestras propias escuelas y colectivos. Estamos obligados a responder con valentía ante los retos que nos suponen las escolarizaciones que tan injustamente hemos venido haciendo con justificaciones de todo tipo. Pero ninguna de ellas puede ponerse por encima del derecho a la educación de un niño o una niña, ahora reconocido en el principal texto legal sobre educación en España. La pregunta no puede seguir siendo dónde escolarizar a cada chico o chica, sino cómo podemos hacer para que nuestras escuelas sean siempre las escuelas de cualquiera.
En una serie de conversaciones de la ciudadanía acerca de la educación inclusiva2 desarrolladas en la red durante los meses de mayo y junio del pasado año, emergieron un conjunto de análisis y propuestas para contribuir a la construcción de una escuela para todos y todas. Las conversaciones tuvieron un fuerte calado político y propositivo, especialmente las que mantuvieron estudiantes y familias. A pesar de que no pretendían influir en la construcción de la ley educativa, podrían haber alimentado una ley decididamente vinculada a la educación inclusiva y la democracia escolar. Sus planteamientos siguen, hoy, teniendo plena utilidad para la construcción de políticas educativas en las diferentes autonomías, pero también para el desarrollo de micropolíticas en las escuelas. Un sistema educativo comprometido con la inclusión y la equidad tiene que garantizar la escolarización de todos los niños y niñas en los mismos centros y aulas; ha de eliminar los dictámenes de escolarización y modificar los procedimientos de elaboración de los informes psicopedagógicos; requiere flexibilizar el curriculum y favorecer la autonomía de los centros, con el garante de los derechos humanos; necesita avanzar en la construcción de comunidades de aprendizaje, y concebir los centros como espacios de vida y convivencia; está obligado a crear espacios de trabajo colaborativo e intercambio dialógico entre familias, alumnado y docentes; requiere el acercamiento de la formación inicial y permanente del profesorado a la realidad de los centros educativos; y trabaja por la dignificación de la profesión docente, dotándoles de los apoyos y recursos necesarios para hacer sus lugares de trabajo más inclusivos.
Una última reflexión. Algunos cambios parecen imposibles, y a menudo nos vemos a nosotros mismos como agentes insignificantes ante la inmensidad de las necesarias transformaciones, de las manipulaciones de esta época y del inaccesible poder. Pero en procesos como el narrado, las personas encuentran y construyen sus propios discursos, y evidencian y denuncian la exclusión en lugar de enredarse en lenguajes políticamente correctos que desarticulan cualquier propuesta que revolucione el sistema. Esos discursos genuinos son poderosos, porque les asiste la razón, la emoción y la justicia. Una de esas elaboraciones la hizo llegar Antón, un estudiante de la ESO, al preguntarle a la Ministra de Educación públicamente: “¿Por qué los alumnos con diversidad funcional no consiguen el título de la ESO y hay tan pocos en la Universidad?”3 La ministra se comprometió con él, y la LOMLOE recoge por primera vez en una ley educativa que las adaptaciones curriculares no podrán seguir impidiendo la promoción o la titulación. Un chico ante una realidad vergonzante que veníamos sosteniendo sin pudor.
Nos queda seguir empujando desde nuestros lugares para comprometer acciones que nos acerquen continuamente a ese futuro deseable. El incremento de la inversión en educación para este año da muestra de una clara valoración al alza de un sistema educativo que se muestra especialmente importante en épocas de crisis como la actual. De cuánto y cómo se invierta en educación durante los próximos años dependerá buena parte de este proyecto. Pero también de nuestro trabajo y compromiso con una escuela que haga valer el derecho de toda la infancia, exigiendo a los poderes públicos y gestionando de otro modo nuestro poder dentro de las instituciones educativas.
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[1] http://tbinternet.ohchr.org/_layouts/treatybodyexternal/Download.aspx?symbolno=CRPD/C/20/3&Lang=en
[2] https://www.ignaciocalderon.uma.es/conversaciones-escuela-inclusiva/
[3] https://youtu.be/az_UO01g6VY
Ignacio Calderón Almendros. Universidad de Málaga