¿ Qué hay de lo mío? La Filosofía desaparece de la ESO. Yo quiero mis horas. El Gobierno no quiere que pensemos. No hay derecho.
¿Qué hay de lo mío? La Música será en un suspiro un sonido intrascendente. El Gobierno no quiere que sintamos. No hay derecho.
¿Qué hay de lo mío? La Educación Plástica sobrevive a duras penas como una maría. El Gobierno no quiere que imaginemos. No hay derecho.
¿Qué hay de lo mío? Nosotros hemos perdido horas. Pues a nosotros con las horas que tenemos no nos da para nada. No hay derecho.
¿Qué hay de lo mío? ¿Qué hay de lo mío? ¿Qué hay de lo mío?…
La nueva ley —lo de nueva quizá sea un eufemismo innecesario; todas las leyes emergentes parecen ecos que auguran un eterno retorno a lo mismo— opera una vez más, como ciclón de temporada, como acelerante de requiebros y desesperanzas, removiendo un avispero de cabreos acumulados, a la espera de su exorcismo. Redención que nunca llega ni se la espera. Cada cual salta a la yugular del ministerio gritando justicia, cada disciplina desgrana su letanía de exigencias. ¿Qué hay de lo mío?
Esta actitud corporativa refleja la herencia de un modelo curricular que concibe cada disciplina como un territorio independiente, un torreón defensivo a proteger. Los currículos de cada área se conciben bajo este prisma como cajones estancos en una cómoda; cada cajón atesora para sí anhelos y guerras, santos custodios de una bula siempre insuficiente. Cada cajón guarda su vela, vela por sus intereses. Da igual si mis exigencias debilitan las del vecino. Quien no llora no mama.
El ministerio y las consejerías saben cómo tener al profesorado dividido y, por efecto de ello, debilitados como colectivo. ¡Deja que los mortales peleen por sus vanos deseos! Dejemos que se afanen en superfluas disputas, repartamos dones al azar para tener contentos a algunos, exhaustos al resto. Que se entretengan en placebos, no sea que acaben pidiendo lo que no queremos darles. ¿Qué hay de lo mío? ¡Toma estas migajas y calla!
Y vuelta a empezar, subidos todos a este infértil tiovivo de exigencias, como si esto de la Educación fuera un salón de western, donde cada cual dispara a destajo con tal de obtener su dosis de whisky, sumando muescas en su revólver, ciego en sus orejeras. ¡A mí qué me importa lo que pidan los de Plástica! ¡Que se busquen la vida! Cada cual que salive y mueva la cola, que algo caerá. Pavlov sonríe desde su tumba contemplando este circo dantesco.
¡Dime cómo te quejas y te diré en qué modelo educativo vives! La ordenación estanca de las disciplinas académicas desactiva el poder del profesorado frente a cualquier cambio cualitativo en el modelo de enseñanza. Otro gallo cantaría si el profesorado actuara como una falange romana, un claustro con objetivos comunes, y no como un archipiélago de aldeas parceladas, cada cual enseñando como si solo él enseñara. Este modelo de enseñanza solipsista propicia no solo una ineficacia didáctica, sino que también debilita nuestro poder a la hora de corregir las distopías que aquejan a nuestro sistema educativo. Ineficacia didáctica porque desgranamos cada trimestre un rosario de calificaciones, cada cual la suya, como si los alumnos tuvieran profesores particulares, ajenos unos a los otros. Ineficacia didáctica porque planificamos bajo un modelo departamental, con un currículo ajeno al resto de disciplinas y midiendo el tiempo en cursos y no en etapas, organizando nuestro proceso de enseñanza como quien pilota un avión, en plan kamikaze, en caída libre, sin integrar su acción en un proyecto colectivo, evaluando juntos, educando juntos. Un currículo integral, pensado en términos de etapa, contextualizado a las necesidades de cada entorno, con una organización de centro que permita planificar y reunirse semanalmente a los equipos docentes, en sinergia con otros equipos y con organismos, instituciones y el tejido social del entorno. Donde lo de menos importe sea la carga curricular de cada cual, sino integrar los horarios en función de las necesidades del alumnado para un aprendizaje competencial y centrado en las demandas urgentes.
Esta es la vindicación que debiéramos exigir al ministerio, y no la moviola de temporada, arañando carga curricular. ¿Por qué no lo hacemos? Porque el modelo heredado, en el que nos educamos como alumnos y ahora como profesores desactiva esta voluntad, nos mantiene calientes como las ranas hervidas del cuento, despotricando cada cual a la espera de su ración de aprecio. ¿Qué hay de lo mío?
Es más fácil —y fijaros que es pedir mucho— que esta transformación provenga del propio profesorado que lo haga de las políticas educativas. Las estructuras administrativas son leviatanes pesados, con escasa maniobrabilidad; su labor es exclusivamente funcional y operan bajo protocolos rígidos y estamentos igualmente estancos, a menudo militarizados, con estructuras de jerarquía piramidal. A lo sumo, se ablandan como pueden gracias a la labor voluntariosa de los técnicos que las sostienen, siempre con efectos limitados. Por otro lado, las políticas educativas están determinadas no solo por estas limitaciones estructurales, sino más de lo que deseamos por injerencias electorales, de mantenimiento de estatus. Las presiones de la comunidad educativa a menudo dependen del ruido mediático y la pregnancia social que posean en tiempo y espacio, consiguiendo alivio a sus demandas siempre en función del impacto que tengan sobre la opinión pública. El control público de las narrativas es un signo de los tiempos en la dinámica política, y como es de esperar la Educación no puede ser ajena a esta mecánica. Por citar un hecho reciente, curioso momento en el que suben un 2% a los empleados públicos, curiosa estrategia de compensación emocional en un tiempo en el que la presión sobre la comunidad educativa es inaguantable y la imagen pública del ministerio y las consejerías se ha resentido sustancialmente.
El cambio educativo solo puede ser colegiado
Los cambios educativos vendrán, y es natural que así sea, gracias a la transformación colectiva de los paradigmas que vertebran la vida profesional de los docentes, unificando criterios, aunando voluntades y sumando manos. Para ello, es necesario desactivar los mecanismos que debilitan la cooperación. El menor de los problemas a los que se enfrenta el sistema educativo post pandemia no es el puzle curricular, no es cuántas horas tendrá cada disciplina. Nos enfrentamos a un panorama difícil, que requiere de un enfoque inclusivo y colaborativo en su gestión tanto desde los sillones como en las aulas. Entre los más graves y que requieren de un plan integral a largo plazo, con dotación de medios humanos y materiales, están:
- La salud mental de nuestros alumnos, a través de un proyecto que vincule a los colegios e institutos con los centros de salud y que reestructure las prioridades curriculares, incluyendo este objetivo entre sus necesidades. Este deterioro sobre la salud afecta con mayor crudeza a alumnos en contextos familiares vulnerables, destruyendo las motivaciones, ralentizando, cuando no impidiendo de forma grave, el avance en el aprendizaje. Salud mental y aprendizaje son dos variables que deben estar sobre la mesa de cualquier equipo docente, arbitrando programas contextualizados, con ayuda de profesionales y medios para llevarlos a cabo. Ni qué decir que el refuerzo de plantillas de atención a la diversidad es esencial.
- El déficit curricular de nuestros alumnos requiere un compromiso político que supone reforzar plantillas en los equipos de atención a la diversidad y en docentes de área, y una reflexión de cada claustro para elaborar un plan a medio plazo que facilite recuperar lo perdido, reintegrando objetivos curriculares más allá de la programación de cada departamento. Imposible realizar algo así bajo un modelo individualista de currículo. Hay que ver el proceso de enseñanza como un continuo a largo plazo en el que cada docente es parte de un objetivo compartido y evaluable en comunidad, no cada cual con su plantilla de calificaciones. Dar el temario bajo este escenario es una broma de mal gusto. Hay que repensar un currículo colaborativo, integrado, en el que todos aporten en busca de iguales objetivos, distinguiendo entre lo urgente, lo importante y lo que puede esperar.
- La escuela no es un territorio ajeno a la vida más allá de sus paredes. Por el contrario, el empobrecimiento de las familias debilita sustancialmente el proceso de aprendizaje e impone una responsabilidad tanto a otras administraciones públicas como a la escuela para adaptar su proceso de enseñanza a los efectos que esta vulnerabilidad origina en la voluntad y expectativas de nuestros alumnos. Esto requiere igualmente un enfoque sistémico. Cuando la pobreza entra por la puerta, por la ventana sale el interés por la educación y los medios para utilizarla como trampolín de ascenso social. El esfuerzo que deben hacer las familias para recuperar lo perdido por sus hijos en materia educativa se triplica, y la esperanza del acceso a una educación superior se revelan lejanas, cuando no imposibles. Clases particulares, másteres, mantenimiento de materiales y alojamientos… Es urgente abordar esto desde programas de cooperación y acción colectiva entre administraciones y agentes sociales, entre ellos la escuela. La Educación no puede ser exclusivamente un lugar donde uno va a aprobar exámenes.
- Y todo ello en un momento de transformación del modelo productivo y social, en el que se augura cada vez con más verosimilitud que más de un 60% de las demandas laborales provengan de una cualificación profesional y no de la Universidad. El reto está en nuestro campo y en el de las políticas educativas. Potenciar un modelo curricular que combine teoría y práctica desde la ESO hasta el Bachillerato (me sorprendió que la nueva ley no contemplara un itinerario profesional en Bachillerato), reformular el modelo de orientación en los institutos, establecer programas de colaboración entre docentes de Secundaria y FP en los centros donde convivan o en centros cercanos… Mucho por hacer, y antes de eso mucho por cambiar. Para ello hace falta ser receptivo.
- Otro melón abierto que la pandemia ha puesto sobre la mesa es la incapacidad del modelo digital de aprendizaje de facilitar la mejora del aprendizaje en alumnos con déficits competenciales graves y en contextos familiares vulnerables. No basta con dotar de portátiles; la pobreza desestructura las motivaciones del alumno, reforzadas por el entorno. Todo lo que el alumno puede aprender a través de medios digitales se limita a su uso en el aula. Fuera de ella se reduce al uso indiscriminado y sin control del móvil, que desequilibra los hábitos de sueño y alimentación y contribuye al deterioro del aprendizaje. Igualmente, en este asunto requerimos de un enfoque integral y colaborativo que sume voluntades. De lo contrario, la brecha digital, alimentada por la propia pobreza económica y social, hará casi imposible que nuestros alumnos aspiren a un futuro digno. Los estudios sobre brecha salarial son estremecedores y van en aumento. La brecha digital no es causa sino consecuencia de esta otra brecha.
- Por último, me gustaría subrayar el impacto que la pandemia ha tenido sobre el profesorado, la presión inaguantable sobre los equipos directivos, la burocracia insostenible, la imposibilidad de atender adecuadamente con ratios indignantes. La lista de agravios no cabría en una página. No se trata de un problema que haya provocado la pandemia; ya eran preocupantes antes del COVID. Las políticas educativas no eran previsoras antes de esta crisis y menos aún lo han sido bajo un escenario que exigía tapar numerosas grietas a tiempo real. Y por lo poco que podemos observar, su estrategia sigue siendo cortoplacista. La gestión de los planes de resiliencia en materia educativa —conozco de primera mano el extremeño— obedecen a criterios que no abordan los problemas urgentes arriba reseñados. Se gastan recursos en mantener los planes menos urgentes y no dañados por la pandemia, y apenas se articulan planes de recuperación de lo perdido de lo ya conocido y que en muchos casos funcionaba con escasa efectividad y sin una evaluación seria e independiente. Hasta ahora, el profesorado ha sido sumamente dócil, escasamente disruptivo ante este panorama. Esto no significa que bajo decenas de metros de fría roca no hierva una lava en ebullición. Por decirlo claro y distinto, estamos hartos. Más que hartos. Y este hartazgo no se soluciona con la golosina de un 2%. Requiere un proyecto de compromiso con la comunidad educativa que se vislumbre como algo más que pirotecnia política ante la inminencia de comicios. Hasta la fecha, nada indica que eso vaya a suceder.
El menor de nuestros problemas es el qué hay de lo mío con el que empecé esta reflexión. La invitación más relevante que nos hace esta pandemia es a repensar nuestra labor como docentes en plural, sumando voluntades, obviando miedos y egos, y no como si fuéramos náufragos en una isla, pidiendo ser rescatados. Mucho por hablar, mucho por hacer.
1 comentario
Harta estoy de que se nos culpabilice a los profesores de esa visión cortoplacista y poco involucrada en una enseñanza integral. El sistema no lo hemos inventado nosotros, es más, no se nos consulta. El hecho de que no podamos hacer una enseñanza integradora viene ya dada en el currículo que se nos da. No podemos integrar conocimientos puesto que lo que queremos integrar unos los dan en 1º, otros en 2º y hasta 4º no tienen tal asignatura. No tenemos horas de reunión, ni siquiera coincidimos y hay compañeros a los que ni siquiera conoces. Las CCP se convierten en reuniones para mandar trabajos administrativos a los departamentos o a los profesores, no es un órgano donde realmente se puedan integrar muchas estrategias. Estamos sobrecargados de informes, tenemos que justificar cada cosa que hacemos o no hacemos. Las ratios no nos permiten hacer ni lo que se planteaba con la LOGSE, ese aprendizaje individualizado, partiendo del conocimiento del alumno, como si todos tuvieran el mismo bagaje. En fin, si habláramos otro gallo cantaría. Pero no culpabilicemos al profesorado que lo peor que muchos han hecho ha sido adaptarse con éxito al entorno.