En el ámbito de la educación, los discursos hegemónicos actuales giran en torno a la necesidad de cuantificar los conocimientos, respondiendo a una política de estandarización de resultados, que no deja de ser un asunto complejo, controvertido y problemático por el propio concepto de estandarización, que tiene dimensiones e implicaciones éticas, políticas, sociales e ideológicas; su complejidad, no obstante, queda mermada y simplificada por el hecho de ser reducido a cuestiones técnico-científicas. Este es un discurso planetario basado en los principios neoliberales que han ido impregnando la educación de cualquier escuela de cualquier parte del mundo, de la más pequeña a la más grande.
Uno de sus indicadores radica en que la educación y la cultura que en ella se transmite se convierten en meros instrumentos mercantiles al servicio del capital; interesan aquellas que resulten rentables en el juego de costes y beneficios, y que, al mismo tiempo, garanticen el mantenimiento del servicio, es decir, que el capital atraiga y traiga capital. De este modo, se apuesta por una educación y una cultura “útil”, entendida su utilidad como provechosa o que reporta algo palpable. Lo provechoso resulta ser aquello que se puede medir, se puede cuantificar; tiene utilidad a corto plazo y genera beneficios tangibles para poder solventar situaciones del momento. Cuanto mayor es la tecnificación de los procesos para alcanzar lo provechoso y lo conveniente, más fácilmente se consigue, dado que los mecanismos de control desempeñan su papel de manera precisa bajo las consignas de la tecnocracia, la tecnoeconomía y la tecnopolítica, con todo lo que ello implica. Por ello, cuantificar los conocimientos tiene su sentido. Mientras nos perdemos —porque somos empujados a ello— en la cuantificación de los mismos, para poder establecer niveles y hacer comparaciones (estadísticas) para definir rankings bajo el principio de la estandarización, se sigue desmantelando el sentido de la educación, de lo público, de lo común para una ciudadanía responsable y crítica, que no es solo lo deseable sino también lo que se espera que sea. Lo deseado y lo esperado, así entendido, no entran dentro del modelo educativo neoliberal en el que se sustentan los sistemas educativos y sus consecuentes políticas. Para este, lo deseado y lo esperado necesitan de un “rebaño desconcertado” (Chomsky, 2002), de una econometría de la cotidianidad y de una privatización del ser. No interesan las aportaciones educativas más críticas, por ello las políticas educativas se han definido conforme a la eliminación de los contenidos basados en la filosofía y las humanidades (Torres, 2017), que son fuentes para el cultivo de la reflexión, de la pregunta y del análisis crítico.
En el marco educativo actual se entienden como prioritarios los resultados académicos, postergando los procesos de socialización.
Bajo esta lógica, en el marco educativo actual se entienden como prioritarios los resultados académicos, postergando los procesos de socialización, los cuales otorgan el carácter humanizador a la educación, digamos, su esencia, sostén de la palabra, del diálogo, del encuentro, de las relaciones, del reconocimiento, de la libertad. Este orden de prioridad y de subordinación es una consecuencia del modelo educativo neoliberal que se está generalizando en nuestras sociedades. Es innegable que, en la actual sociedad neoliberal, la educación cumple un papel de gran peso en torno a la reproducción de las tendencias económicas vigentes, ya que la escuela es un poderoso instrumento para inculcar en la ciudadanía destrezas mecánicas y técnicas que sirvan a los intereses del capital (Apple, 2009); lo demás reporta “inutilidad” para el logro de una sociedad del rendimiento que requiere, como no puede ser de otro modo, sujetos del rendimiento (Han, 2012, 2014). Para hacer creíble y necesario tanto la cuantificación del conocimiento, el tipo de conocimientos (“útiles”), el tipo de sujetos como el rendimiento académico, las políticas educativas neoliberales se pertrechan de un argumentario —basado en frases, consignas, instrucciones, etc. que se aproxima más bien al de ventas (gestión comercial)—, que no deja de ser un simulacro: aparenta ser lo que, en el fondo y muchas veces, más de lo deseado, en la forma, no es. El simulacro gusta de la ambigüedad, de las generalizaciones, de lo impreciso, de lo descontextualizado para cumplir con su cometido persuasorio. Dichas políticas afirman promover el bien público, cuando lo que buscan son beneficios y privilegios particulares para la élite. Por efecto, las desigualdades estructurales y las injusticias no solo se mantienen, sino que se agudizan.
El profesorado está siendo inducido a desarrollar una práctica positivista, una docencia reducida a acciones basadas en ejecutar tareas cerradas…
Para que estos planteamientos se desarrollen necesitan de mano de obra: el profesorado. Este está siendo inducido a desarrollar una práctica positivista, en la que los procedimientos de evaluación externa estandarizados obligan a que la docencia se reduzca a acciones basadas en ejecutar tareas cerradas, con una contestación única y universal, las cuales facilitan la cuantificación de los conocimientos, y se hallan, lógicamente, guiadas por el objetivo del rendimiento académico. Este modus operandi hace que la reflexión en la acción se convierta en una quimera realmente dificultosa para el profesorado, que termina siendo víctima del sistema impuesto.
Reconceptualización de la innovación educativa
En este discurso modelado desde las élites sociales e intelectuales cobra vital importancia la idea de innovación social, y, por ende, de la innovación educativa. El discurso sobre innovación social se inicia tras la Segunda Guerra Mundial y se articula en torno a la idea del desarrollo de proyectos colectivos que garanticen la redistribución social. A partir de la década de los ochenta se percibe un cambio en la conceptualización de la innovación. Esta variación gira hacia presupuestos mercantilistas y está asociada con la idea de la competición individual; lejos queda el propósito de garantizar la justicia (cognitiva, social, afectiva, de participación…) y la equidad, y velar por los bienes colectivos (no solo individuales). Este nuevo ideario social se introduce en el sistema educativo y se percibe un énfasis en lo cuantitativo en detrimento de lo cualitativo. El nuevo concepto de innovación hace que los contenidos se reduzcan a cuestiones meramente técnicas, centrándose en la lucha por conseguir cada vez mayores beneficios y rentabilidad, y olvidando el objetivo fundamental de la educación: el de desarrollar personas con “calidad humana”, con “sentido y con sensibilidad”. Se suprimen componentes que dan “vida” a la innovación educativa: es una práctica contextualizada, relacional, basada en procesos y en la construcción de conocimientos situados comprometidos socialmente. Tecnificar y convertir la innovación educativa en un producto más del mercado (educativo), para que sea rentable, se ajuste a las nuevas oportunidades económicas de la robotización, la digitalización como aspiran organismos como OCDE, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, y tenga consumidores educativos, es deshumanizarla y despolitizarla.
Centrar el debate público en que la innovación educativa es una cuestión meramente técnica está favoreciendo el desarrollo de una política educativa que fomenta, entre profesoras y profesores, la idea de que la educación ha de estar diseñada exclusivamente para transmitir conocimientos. Sin embargo, formar a los alumnos y las alumnas como personas, con pensamiento crítico y autonomía, supone, además, la ineludible carga de una educación ética que genere una sociedad que pueda vivir acorde a criterios de una ciudadanía democráticamente construida.
Todos estos discursos que rodean al sistema educativo ocultan el principio de que una escuela democrática ha de transmitir, de manera teórica y práctica, la experiencia del aprendizaje de la vida en comunidad, lo cual lleva implícito la obligatoriedad de tener experiencias y contacto directo con culturas, costumbres y hábitos diferentes. Esto supone asumir la complejidad del ser humano y reconocer el pluriverso de realidades y saberes existentes y disponibles. La escuela democrática debe desarrollar una ciudadanía crítica que no tome como referencia los valores de la competitividad, del individualismo, del utilitarismo, del emprendimiento o de la instrumentalización que marcan los valores mercantilistas, y educar sobre una base más ética y justa con el fin de formar un mundo en el que la convivencia sea el epicentro. Desde este posicionamiento, la idea de aprender a vivir juntos tiene implicaciones valorativas muy importantes para el desarrollo de la ciudadanía en términos de democracia y justicia social. Quizás sea preciso recuperar la noción del “buen sentido” gramsciano que, como herramienta crítica, ayude a desmitificar los dogmas que acarrean desigualdades y violencias estructurales que sufren quienes experimentan la exclusión y los efectos de la aplicación de la estrategia de la “acumulación por desposesión” (Harvey, 2017) (no solo en el plano económico, sino también en el de los derechos humanos); una expropiación a diferentes niveles (humano, económico, social, etc.).
Nos encontramos, pues, ante dos modelos escolares: la escuela como lugar de desarrollo integral de la persona, basada en un aprendizaje holístico, humanizador y éticamente responsable, o la escuela como lugar de desarrollo de las capacidades instrumentales del ser humano, basada exclusivamente en la competencia curricular para rendir ante las exigencias de la sociedad de mercado, cada vez más merecedora de recibir el apelativo idiotés[1]. Estas dos concepciones encierran dos presupuestos ideológicos con respecto al pensamiento y a la acción educativa. Apostar por una u otra opción implica decantarse por diferentes maneras de entender qué es la vida en sociedad y el papel que cada individuo puede jugar en ella. Mientras haya una posibilidad, hay esperanza, o, como decía Albert Camus, “donde no hay esperanza, debemos inventarla”, así no se renuncia a la posibilidad de una educación al servicio de una ciudadanía inclusiva, democrática y justa.
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