Últimamente estamos asistiendo en diversos países europeos y americanos a un fenómeno profundamente alarmante: el avance de discursos y políticas educativas impulsadas por la derecha y la extrema derecha que pretenden silenciar, censurar o directamente eliminar del currículo escolar cualquier contenido que cuestione el orden establecido, visibilice las desigualdades o promueva una mirada crítica y emancipadora de la realidad. Bajo la coartada de “neutralidad ideológica” o de “protección de la infancia”, se orquesta una ofensiva contra lo que consideran ideología de género, memoria histórica, derechos LGTBI, o crítica al patriarcado, etc. Pero no se trata de neutralidad: se trata de imponer un pensamiento único, de blindar los privilegios y de clausurar la escuela como espacio de formación crítica.
Desde la asociación Por Otra Política Educativa. Foro de Sevilla, hace tiempo que advertimos sobre esta peligrosa deriva, que no es un caso aislado ni fruto de un exceso puntual, sino el síntoma de una estrategia cultural reaccionaria que se abre paso desde las instituciones y que busca moldear subjetividades obedientes, conservadoras y despolitizadas. Lo estamos viendo en Argentina, con la negación de los crímenes de la dictadura y el desmantelamiento de políticas de memoria y derechos humanos; en Italia, donde se blanquea el pasado fascista y se restringen contenidos sobre diversidad; en Francia, donde se criminaliza a quienes denuncian el racismo estructural y se reprime la crítica social.
Pero también asistimos a formas aún más agresivas de control ideológico en Hungría, donde el gobierno de Orbán ha reformulado el currículo para borrar la perspectiva de género y limitar el estudio de ciertos autores y temas considerados “impropios” para la juventud; o en los Estados Unidos, donde en varios estados se han prohibido contenidos sobre racismo, esclavitud o derechos LGTBI, y se impulsa una cruzada contra lo que llaman “teoría crítica de la raza”, financiada, en gran medida, por los recurrentes defensores de la privatización escolar.
Casos similares se multiplican en Brasil, Polonia, Turquía o Rusia, donde la educación se instrumentaliza como herramienta de adoctrinamiento y nacionalismo excluyente. En Irán, el sistema educativo se utiliza para imponer un modelo moral y religioso rígido, castigando duramente a quienes se desvían de las normas impuestas, especialmente a mujeres, jóvenes y minorías. Y en Israel, se eliminan contenidos que reconocen la historia y los derechos del pueblo palestino, así como se fortalece un currículo xenófobo y racista que deshumaniza a la población palestina, justificando el genocidio y alimentando una visión supremacista que imposibilita una educación orientada a la convivencia y la justicia en equidad con la población palestina.
En varias comunidades autónomas donde han accedido al poder juntamente con el Partido Popular, han condicionado gobiernos, han impulsado acciones concretas: en Murcia, exigieron la retirada de libros de texto con contenido “nocivo”; en Castilla y León, han intentado frenar programas de igualdad; en Aragón, han sido denunciados por censurar talleres de educación afectiva; y en Jaén, representantes del partido han lanzado discursos abiertamente xenófobos, cuestionando la escolarización de menores migrantes y promoviendo una visión etnocéntrica del sistema educativo. A ello se suma su insistencia en recentralizar las competencias educativas, planteando la necesidad de un currículo único nacional que refleje una concepción “española” de la historia, la lengua y los valores cívicos, en detrimento de la diversidad cultural y lingüística de las distintas comunidades autónomas.
Y si nos referimos al Estado español, Vox ha convertido la educación en uno de sus principales frentes de la batalla cultural que han emprendido contra los derechos humanos. Desde su irrupción en las instituciones, ha promovido una agenda que denuncia lo que califica como “adoctrinamiento ideológico” en las aulas, centrándose especialmente en los contenidos relacionados con igualdad de género, diversidad sexual, memoria histórica, derechos y educación afectivo-sexual. Bajo el argumento de “proteger la inocencia de los menores”, insiste en eliminar cualquier contenido que, a su juicio, no se ajuste a una visión conservadora y tradicional de la sociedad. Una de sus propuestas más mediáticas ha sido el llamado desde hace tiempo pin parental, una medida que pretende otorgar a las familias la potestad de vetar la asistencia de sus hijos e hijas a determinadas actividades complementarias, especialmente aquellas que tratan temas de diversidad, género o afectividad.
En sus intervenciones parlamentarias y discursos públicos, Vox (y el Partido Popular) acusa a los docentes y al sistema educativo de ser cómplices de una supuesta “ingeniería social” impulsada por la izquierda, y exige la retirada de materiales escolares que considera ideológicos, como libros sobre feminismo, educación sexual o derechos humanos. También ha cuestionado la enseñanza de determinados enfoques históricos, rechazando las políticas de memoria histórica y democrática e igualando el relato del franquismo al de otras etapas de la historia española. Rechazan, por ejemplo, que se hable de violencia estructural de género o de racismo sistémico, y han denunciado que materias como Filosofía, Historia o incluso Matemáticas estén “contaminadas” por una supuesta perspectiva ideológica impuesta por la LOMLOE.
En la Comunidad de Madrid, las políticas educativas con una voluntad de recentralización ideológica, purga de contenidos críticos y debilitamiento de los marcos normativos que garantizan la igualdad, la diversidad y los derechos humanos en la escuela. Han construido un relato donde la “libertad educativa” no es sinónimo de pluralismo o pensamiento crítico, sino de blindaje frente a lo que consideran intromisiones ideológicas en la educación: el feminismo, la memoria democrática, la diversidad sexual o la crítica al sistema capitalista. Bajo un discurso de libertad individual, se esconde una clara estrategia de control cultural, desmantelamiento de políticas de equidad y blanqueamiento de la historia y las estructuras de poder. Un ejemplo revelador es la reciente modificación del temario de Historia para la PAU, donde desaparecen referencias al feminismo o a los Objetivos de Desarrollo Sostenible, y se recuperan conceptos como “Reconquista” con una clara intención de reforzar una narrativa nacionalista y tradicionalista.
Más allá del currículo, el gobierno madrileño ha liderado una contrarreforma legal que ha vaciado de contenido las leyes autonómicas de igualdad y de derechos LGBTIQ+. Se han eliminado protocolos de protección, se ha suprimido la inversión en programas de prevención y ha debilitado el apoyo institucional a colectivos históricamente discriminados. La Comunidad de Madrid es hoy la única autonomía sin una ley de igualdad activa y, de hecho, ni siquiera ha logrado poner en marcha el programa que se presentó contra la discriminación por género. Esta desprotección institucional no es accidental: forma parte de una política educativa que rehúye la diversidad, castiga lo diferente y pretende imponer una escuela basada en valores conservadores y jerárquicos.
Todas estas propuestas educativas se basan en la exclusión de las diferencias, el blindaje de una moral conservadora y la recuperación de un modelo autoritario y monocultural. Frente a una escuela pública que lucha por ser inclusiva, crítica y democrática, se defiende una escuela homogénea, jerárquica y controlada, que sirva de plataforma para un proyecto ideológico y educativo retrógrado y conservador de ‘educación del carácter’, basado en ‘aculturar a los estudiantes’ a las normas convencionales de ‘buen’ comportamiento, acorde con las preocupaciones neoconservadoras por la estabilidad social.
Lo que está en juego, más allá de los contenidos concretos, es el modelo de sociedad que se quiere construir desde las aulas. Hay una hostilidad simbólica hacia la educación transformadora no es solo retórica: tiene efectos concretos sobre la vida escolar, los proyectos de centro y el bienestar de los estudiantes más vulnerables. Es una educación para el silencio, para el miedo y para la obediencia. Y en ese sentido, forma parte del mismo mapa de censura y regresión democrática que se despliega en otros territorios, tanto dentro como fuera de España. La resistencia educativa debe nombrar esta deriva sin eufemismos: no se trata solo de una batalla de contenidos, sino de una disputa profunda por eliminar la escuela pública y su compromiso por avanzar en la configuración de una sociedad más justa e igualitaria.
Desde nuestra perspectiva crítica, y de años reflexionando sobre la educación, nos preocupa especialmente el impacto de estas políticas en la práctica educativa cotidiana. La censura curricular no es un debate técnico sobre contenidos escolares: es una disputa por el sentido de la educación. Y si aceptamos que enseñar es una forma de intervenir en la realidad, de ampliar la mirada y de construir una ciudadanía más consciente y justa, entonces debemos rechazar toda forma de autoritarismo pedagógico que niegue la pluralidad y la complejidad de nuestro mundo.
La escuela pública ha de ser un espacio de libertad, donde se aprenda a pensar, a cuestionar, a empatizar y a actuar. Y eso implica hablar de feminismo, de diversidad, de justicia social, de historia con memoria, de afectos, de ecología política. Implica también incomodar, porque educar no es adiestrar ni domesticar, sino abrir preguntas, generar conflictos productivos, cultivar el pensamiento crítico. Por eso, lo que está en juego con la censura curricular no es solo el currículo, sino el proyecto de sociedad que queremos construir.
Educar no es repetir lo establecido, sino cuestionarlo; no es silenciar los conflictos, sino nombrarlos con valentía; no es domesticar conciencias, sino despertar miradas críticas…
En tiempos de retrocesos y repliegues, es imprescindible que el profesorado, formadores, familias y movimientos sociales no permanezcan en silencio. La defensa del currículo como construcción colectiva, situada, ética y comprometida no es una consigna vacía: es una responsabilidad política. Porque, como bien sabemos quienes trabajamos en educación, cada omisión es también una forma de violencia, y cada contenido eliminado deja un vacío que alguien –casi siempre desde el poder– se encargará de llenar.
La tarea educativa no puede ni debe plegarse ante el miedo, ni mucho menos renunciar a su proceso educativo profundamente transformador. Porque educar no es repetir lo establecido, sino cuestionarlo; no es silenciar los conflictos, sino nombrarlos con valentía; no es domesticar conciencias, sino despertar miradas críticas. Ante la censura organizada, necesitamos más educación crítica, más pensamiento incómodo, más pedagogía que interpele y desestabilice las verdades impuestas.
Ante las ideas de odio que se difunden desde púlpitos políticos y mediáticos, la respuesta no puede ser la tibieza ni la neutralidad, sino de una pedagogía del cuidado radical, comprometida con la dignidad de todas las personas y con la defensa activa de los derechos humanos.
Y ante el silencio impuesto, cada vez más extendido y feroz, ese que pretende borrar memorias, identidades y luchas que se han realizado durante muchos esfuerzos y años, la respuesta no puede ser el repliegue, el acomodo o el silencio. Hay que levantar más voces y más relatos. Voces antirracistas, feministas, disidentes, indígenas, campesinas, migrantes, progresistas. Voces que incomoden, que interpelen, que rompan el guión único que algunos quieren escribir para todos. Voces que nos enseñen a vivir juntas sin jerarquías, sin exclusiones, sin privilegios. Porque callar ahora es ceder terreno. Y la educación no puede ser cómplice del olvido ni del miedo.
Porque el futuro de nuestras democracias no solo se juega en los parlamentos o en las urnas. Se juega, y quizá sobre todo, en nuestras escuelas, institutos y universidades y en cada aula donde se decide si reproducimos el mundo tal como es y cómo lo quieren vender, o si nos atrevemos a imaginarlo y construirlo de otra manera. Y esa decisión, pedagógica y política a la vez, es urgente. La educación, si no es emancipadora y transformadora de la realidad hacia la justicia social y el bien común, no es nada. Y si no la defendemos colectivamente, la perderemos sin darnos cuenta.