El reciente artículo de Inger Enkvist publicado en ABC bajo el título “La desdigitalización en la escuela” vuelve a situar en el centro del debate educativo la cuestión de las tecnologías digitales y su papel en el aprendizaje.
A partir del ejemplo sueco, apuesta por recentrar la escuela en los libros de texto y en una secuencia de contenidos clara. Los libros físicos, en papel, ocupan un lugar central. No son un recurso más, sino el eje que organiza el trabajo y reserva la tecnología para un apoyo limitado y tardío.
No es el estudiante, junto al docente, quien decide qué aprender, cuándo y cómo, ni se le deja organizarse con proyectos y búsquedas en la red. La autora afirma que “lo mejor es desarrollar los conocimientos y las destrezas escolares ‘de siempre’”.
Este discurso está en la base de muchas de las decisiones adoptadas recientemente por algunas consejerías de Educación, que apuestan por la “vuelta al papel” y la prohibición del uso de dispositivos electrónicos individuales en los centros, como si el problema de la educación contemporánea residiera en las pantallas y no en los modos de enseñar y aprender que construimos colectivamente.
Desde la asociación Por Otra Política Educativa. Foro de Sevilla, creemos que prohibir no educa. La educación no puede basarse en prohibiciones ni nostalgias, sino en la reflexión crítica sobre cómo acompañar a las nuevas generaciones en un mundo que ya es digital. El problema no son las tecnologías, aunque ciertamente toda tecnología tiene ideología en su diseño y configuración. La cuestión es el uso que se haga de ellas y del sentido pedagógico que las acompañe. Culpar a los dispositivos del fracaso educativo es tan simplificador y errado como atribuirles, hace unos años, la promesa de una innovación automática o de ser la solución a la modernización del sistema educativo.
En lugar de renunciar a la digitalización, necesitamos repensarla. La escuela debe ser un espacio donde se aprenda a comprender críticamente la tecnología, no a depender de ella; donde se usen las pantallas para crear, investigar, dialogar, y no solo para consumir. La cuestión no es si hay que digitalizar o desdigitalizar, sino cómo integrar críticamente lo digital en un proyecto educativo que forme pensamiento autónomo, juicio ético y sensibilidad social.
Volver al libro de texto en papel es prácticamente lo mismo que usar libros de texto digitales; no debería entenderse como un rechazo a la era digital, sino como una oportunidad para equilibrar y diversificar las experiencias de aprendizaje. El libro no puede erigirse en símbolo de una supuesta pureza educativa anterior a las pantallas. La escuela del siglo XXI debe ser capaz de unir lo mejor del pasado con las herramientas del presente: el placer de la lectura y la escritura manual con la potencia expresiva y comunicativa de lo digital.
La tarea de la escuela es formar personas capaces de comprender y transformar su realidad, no de huir de ella
Desdigitalizar por decreto puede parecer una solución rápida, pero en realidad encubre una renuncia: la de enseñar a pensar con y sobre la tecnología, a comprender cómo se produce la información, cómo operan los algoritmos, cómo toda tecnología tiene ideología y cómo ejercer la ciudadanía en entornos digitales con un sentido crítico y orientado al bien común. Si privamos al alumnado de ese aprendizaje, no lo protegemos: lo dejamos indefenso ante un mundo que seguirá siendo digital, aunque la escuela le dé la espalda.
Si la escuela renuncia a formar ciudadanos digitales responsables, abandona a los jóvenes en un territorio lleno de riesgos que no sabrán identificar ni gestionar. Por eso insistimos: prohibir no educa. Lo que educa es acompañar, orientar, enseñar a comprender y discernir. Lo que transforma es el pensamiento crítico, no la prohibición. Desdigitalizar sin criterio es tan estéril como digitalizar sin sentido. La tarea de la escuela es formar personas capaces de comprender y transformar su realidad, no de huir de ella.

