Cualquier innovación educativa resulta de un conglomerado de aspiraciones, demandas y actuaciones, atravesadas por un intricado cruce de ideologías, poderes, intereses y políticas enfrentadas, que hace compleja su teorización y, aún más, su aterrizaje en los centros educativos. Baste con observar la polémica y el malestar actual generados en el profesorado ante el aterrizaje de la LOMLOE y la burocratización ocasionada. Los cambios en el sistema escolar no se consiguen ‘por decreto’. Son muchas las reformas oficiales que no han conseguido las innovaciones pretendidas.
El diseño de cualquier innovación no asegura su desarrollo; el cambio en educación no es un problema de racionalidad técnica-instrumental. Cuando se reduce al profesorado a mero ejecutor de un determinado mandato, lo que cabe esperar es que fracase ante la complejidad de las situaciones educativas cotidianas. El cambio es una acción comunicativa que necesita condiciones de cobertura, escenarios propicios que hagan posible su reconfiguración, apropiación y aterrizaje a la realidad de cada centro: pasar de las musas al teatro.
Algunas conclusiones de la investigación sobre cambio y mejora escolar, junto a la observación y relato de experiencias innovadoras, informan de las texturas de ese escenario posibilitador y aunque no las consideremos reglas univocas de acción, sí aportan hipótesis desde las que abordar una construcción inteligente.
Cualquier reforma, propuesta de cambio e innovación estará más cerca de su desarrollo si resulta del diálogo. Innovar es cambiar actitudes, una evolución que se construye en un escenario colectivo, de reconocimiento de la otredad (como base de la diversidad y la inclusión), de despliegue de una tarea acordada, participada, distribuida —de poder y liderazgo—. Es un proceso formativo, de construcción ética y ‘enredada’ entre los distintos agentes educativos de los subsistemas macro, meso y micro. Una labor exigente, en momentos de crisis de confianza y legitimidad social, que aprovecha la ventaja de la solidaridad, lo colectivo, la acción participativa, el compañerismo y el bienestar comunitario.
La posición tradicional que han asumido las administraciones en la promoción de las innovaciones no ha sido esa. En términos generales, han puesto el énfasis en imaginarlas, diseñarlas, validarlas con expertos, dictar su cumplimiento, controlar formalmente su desarrollo y elaborar informes internos sobre sus logros. Con este planteamiento lo que se ha conseguido, en muchas ocasiones, es debilitar las intenciones innovadoras de centros y profesionales, ahogándolas en formatos, estructuras y requisitos interminables de tipo burocrático, disociando las voluntades y obstaculizando el desarrollo profesional y personal.
Esta lógica pretende asegurar el control sobre el proceso y el contenido de los cambios. La ficción burocrática de ordenación racional de la realidad encuentra su razón de ser en ese deseo de control por parte del poder político-administrativo; no presta atención al fundamento teórico y práctico del proceso que se quiere desplegar, ni a la necesidad de que, quienes van a desarrollarlo se sientan partícipes e implicados. Desde esta lógica, se explica la ausencia de otros referentes de innovación, mucho más específicos y fundamentados, como el ritmo de aprendizaje organizativo, las preocupaciones de los docentes y de las comunidades educativas, la forma de la enseñanza, la coherencia de las políticas y las actuaciones, la creación y sustento de zonas o distritos educativos con identidad propia y de referencia para el estudio y la experimentación de prácticas por parte de los profesionales, etc.
La educación es una práctica moral, más que técnica o tecnológica.
El cambio en educación debe contemplar una concepción moral ambiciosa. La innovación educativa no es esencialmente una tarea individual reconocida con “premios” y promovida por “superdocentes”. Tampoco es una cuestión de promoción mediante reality shows y TEDx mediáticos, como si la profesión docente fuera un espectáculo, a cargo de “vendedores emocionales” (Síndrome de Nick Carter). Desde ese enfoque, los fines de la acción profesional, se suelen considerar algo dado, no construido, sobre los que no se debate. Las preguntas relevantes se reducen a las formas o ‘los medios’. De considerarlo así caemos en un modelo tecnológico de actuación profesional de separación entre medios y fines. En educación los medios y los fines están relacionados constitutivamente. La educación es una práctica moral, más que técnica o tecnológica.
Las innovaciones educativas se juegan en el desarrollo y no en un argumentario plasmado ‘en papel’. Los cambios no responden a lo previsto en las grandes directrices normativas; su lógica pertenece al dominio de la incertidumbre y lo revisable, la horizontalidad y la presencia de múltiples poderes e influencias, la existencia de relaciones recíprocas e interactivas entre los múltiples actores y la influencia decisiva de tradiciones, historia, culturas y poderes en juego. La apropiación de una reforma no es una cuestión de sentido común, de pretendida racionalidad instrumental, de argumentación experta. Es una tarea compleja, poliédrica, situada en cada realidad escolar, social, dialogada, conflictiva, contrastada, evaluada, crítica y portadora de un profundo sentido de justicia. El desarrollo de una innovación resulta de un proceso de recreación y apropiación en cada contexto escolar, no se prescribe se acompaña, apoya, asesora y evalúa.
Las innovaciones son procesos relacionales y afectivos que deben contribuir a la mejora de la enseñanza, de los aprendizajes y a que los profesionales se adueñen de su quehacer.
Los procesos de innovación precisan empatía, contagio y confluencia de expectativas. Difíciles de despertar desde políticas sustentadas en directrices ‘expertas’, jerarquizadas; que demandan un éxito inmediato; basadas en ‘estándares’ y, habitualmente, en la desprofesionalización docente. Las innovaciones son procesos relacionales y afectivos que deben contribuir a la mejora de la enseñanza, de los aprendizajes y a que los profesionales se adueñen de su quehacer. Una de las fuentes en esta cualificación profesional es el conocimiento contrastado; otra la ética, de ahí la importancia de la formación en el centro educativo, la reflexión sobre la práctica a la luz de la investigación, y la indagación sobre su finalidad, ‘el para qué’.
Cualquier actuación que se dirija a la innovación de las prácticas de enseñanza sitúa en una posición incómoda, o incluso pone en cuestión, determinadas rutinas, determinadas “lógicas de acción” y, sobre todo, a determinados grupos que hasta ese momento gozaban de una capacidad “consagrada” para influir en las decisiones de la política interior de los centros. Si tomamos este hecho en consideración, no resultará extraño constatar que, ante cualquier propuesta de cambio, se ponen en funcionamiento toda una serie de estrategias internas de poder (alianzas, coaliciones, rumores…). Los grupos que hasta ese momento detentaban cierta hegemonía usarán diversas maniobras con la finalidad de no perder su prestigio y capacidad de influencia; quienes se sentían poco considerados, desplazados o ignorados también tratarán de aprovechar este movimiento para mejorar su situación. La innovación de las prácticas de enseñanza se logra a través de un trabajo de reculturalización, esto es, de análisis colectivo de rutinas e implícitos culturales, en cada contexto escolar, encaminado al logro de una práctica colegiada real.
Las políticas, la gestión administrativa y las tareas expertas aciertan cuando conjugan propósitos generales y tradiciones del ‘mundo de la vida’ de los centros. Cada escuela es un territorio en el que se disputan sentidos y significados. Las iniciativas de planificación son útiles cuando facilitan espacios de diálogo y difusión, incentivan la rigurosidad ejecutiva e investigadora, procuran una mejora auténtica de los aprendizajes y cuidan su inexcusable sentido ético. Para esto, necesitan escuchar, respetar y apoyar las iniciativas que surgen de los centros conjugándolas con las líneas comunes de desarrollo del sistema educativo, pactadas profesional, social y políticamente.
Conseguir el consenso sobre la necesidad de determinadas innovaciones y promover las condiciones para que puedan ser construidas entre todos y en cada centro, se convierten en tarea ineludible para las administraciones.
Este giro de concepción de la innovación más centrada en posibilitar su desarrollo situado, en cada contexto escolar, que en su ‘prescripción’ exige de las administraciones modificar sus modos de proceder. Someterse, como el resto de las políticas públicas, a la evaluación. Aprender a crear estructuras de mediación, asesoramiento y apoyo, y redes de docentes.
La innovación necesita paciencia, sostenibilidad, mantenimiento de las acciones, asesoramiento ‘in situ’ y retroalimentación. No es cierto que la responsabilidad del desarrollo de las reformas sea únicamente del profesorado; aun siendo su contribución decisiva, el éxito de una reforma es competencia de un amplio sector social, y la administración no puede limitarse a un papel de comparsa. La innovación es una responsabilidad compartida entre docentes en diálogo con sus comunidades educativas, legisladores y administradores de la ordenación y promoción de políticas públicas de justicia social. Lo fundamental de este diálogo sería configurar un movimiento social formado por amplios sectores de profesionales y ciudadanos, vinculados afectiva y éticamente con las innovaciones valoradas como necesarias.
La investigación educativa muestra la relevancia de un conjunto de condiciones, escenarios previos y de acompañamiento, que hacen posible la apropiación dialogada y situada de una determinada innovación. Sin estas condiciones cualquier reforma tiene el riesgo de quedarse en mera apariencia, a no ser que la intención sea precisamente esa. Una breve reflexión sobre cómo están contempladas por las actuales políticas de reforma puede explicar algunas de sus debilidades, ciertas quejas de la administración educativa y notorias manifestaciones de desconfianza del profesorado.