Cuando la clase dominada asume la ideología de la clase dominante, no se necesitan ejércitos de ocupación. Antoni Gramsci
Desde los años 70 del pasado siglo, la escolarización, entendida como un derecho que el Estado ha de proveer, ha sido cuestionada tanto desde instancias gubernamentales (de por Margaret Thatcher a Esperanza Aguirre), como por instituciones internacionales (Banco Mundial, OMC, OECD) y por académicos (especialmente los economistas de la Escuela de Chicago, Milton Freedman, y sobre todo Friederick Von Hayek). Todos ellos han sido clave en la extensión de ideas y políticas que defienden que la actuación del Estado en determinar los valores de la Escuela es un atentando a las libertades individuales; que es el libre juego del mercado el que ha de llevar a las familias a escoger la escuela que más le interese, lo que implica que hay que financiar la demanda y no la oferta; que las escuelas funcionarían mejor si lo hicieran de acuerdo con las normas del mercado y considerando a la escolarización como una mercancía.
De ello se deriva la propuesta de que la enseñanza tendría que ser una industria al servicio del mercado (como ya sucede con las universidades), por la cual se ha de pagar un precio que reportará beneficios al cliente y al proveedor. En este sentido, hay que tener en cuenta que como señalan Miñana y Rodríguez, el Banco Mundial estableció una identificación entre ‘educación y mercado’, ‘escuela y empresa’ y ‘familia y cliente’. Lo que lleva a pensar que al neoliberalismo no le interesa ni lo que se enseña o el conocimiento que se genera, sino los beneficios económicos que aporte a sus inversores.
Será en este marco en el que se plantee el valor de ‘innovaciones’, como las competencias, las evaluaciones clasificadores, los ránquines de centros y de países. Todo dentro de una defensa de la calidad (total) y la eficacia, con la finalidad de demostrar la importancia de los indicadores para que los clientes (consumidores) puedan escoger las opciones más ventajosas.
La reforma que normalizó este enfoque fue la que impulsó el gobierno de George W. Bush, primero en Texas, y luego como presidente de Estados Unidos, con la No Child Left Behind Act (2001). Esta ley, con la excusa de no dejar a nadie en el camino, abrió la puerta a la estandarización de las relaciones de aprendizaje, a partir de la imposición de pruebas que ‘medían’ el aprendizaje, clasificaban escuelas y abrían la educación pública a los intereses privados. Este movimiento, que asocia pruebas con rendimiento y calidad de la educación, tuvo (tiene) como una de sus consecuencias, que el profesorado tenga que dedicarse a enseñar a responder las pruebas y no a formar para dar sentido a las relaciones con el mundo en el que el aprendiz ha de vivir.
Este enfoque, en el que las pruebas PISA han jugado un papel importante, ha sido el dominante desde entonces y ha guiado las reformas e innovaciones de muchos países hasta 2015. Esta es la fecha que señala Andy Hargreaves como la del inicio de un giro que comenzaba a observar en sistemas educativos como los de Finlandia, Escocia y Ontario, donde las prioridades y las agendas parece que comienzan a cambiar. Se dirigen a favorecer el desarrollo personal y social, una relación con el conocimiento vinculada a estrategias de indagación y no a dar respuestas a preguntas previamente estandarizadas.
Pero esta corriente todavía es minoritaria. La reciente crisis económica en realidad puede abrir la posibilidad de gestionar la demanda de cambio en el sistema de democracia representativa y en el contrato social que se consolidó con las socialdemocracias después de la Segunda Guerra Mundial, y que se basaba en una triple solidaridad: territorial, fiscal y generacional. Pero como señalada Díez-Gutiérrez (2015), con la política de recortes y las ayudas a los bancos, se han transformado la responsabilidad social, donde el Estado garantizaba, a través de las aportaciones de todos que nadie se quedase sin lo básico, en responsabilidad individual.
El mantra que se repite para justificarlo es que cuanto más se preocupe el Estado del bienestar de los ciudadanos, menos inclinados se sentirán éstos a recurrir a sus propias fuerzas. Se extiende así la praxis de la ‘competencia’ (de países, de compañías, de sistemas educativos…), hasta la esfera individual. Cada individuo, a través de la emprendeduría, ha de superar a los otros en el descubrimiento de nuevas oportunidades de ganancia para avanzarse a ellos.
Esto que ha sido una constante del capitalismo empresarial y financiero se lleva a los sistemas educativos y las escuelas. Un ejemplo palpable es el contenido y la mirada que proyectan las pruebas PISA o la formación financiera que, con la supervisión de los bancos, se normaliza en todas las autonomías. De esta manera, el espíritu de la empresa se lleva a la escuela, igual que los valores del capitalismo. Todo ello como parte de una batalla ideológica impulsada por instituciones como el FMI, el BM, la OMC, la OCDE y la UE, que sitúan la formación del espíritu emprendedor como una prioridad de los sistemas educativos.
Esta batalla orienta a las personas a ‘gobernarse’ bajo los principios de la competición, la obtención del máximo interés individual y que se concrete en eslóganes como: “Si no tengo trabajo es porque no soy suficientemente emprendedor”, “hay mucho paro porque faltan emprendedores”, “deja de enviar currículos y crea tu propia empresa”, “no importa lo que hayas estudiado sino lo que sepas hacer”. Lo que nos ha de llevar a pensar que, cuando se habla de innovación y de ser innovador en la educación escolar, hay que desvelar las agendas ideológicas, sociales y económicas a las que se vincula. De todo ello seguiremos compartiendo después de la pausa veraniega.