Lo que puede llegar a ser desesperante es que siendo este un debate tan antiguo necesite todavía renglones que lo revitalicen. Porque la crítica al libro de texto escolar se corresponde con la crítica al modelo pedagógico y didáctico de la escolástica: la verdad encerrada en un texto único, que hay que aprender a reproducir con la ayuda del sacerdote/maestro. Ustedes me dirán que ahora las cosas no son así, que los libros ya no son la Enciclopedia Álvarez y que los hay hasta digitales. Ciertamente, se modificaron los formatos -siempre menos de lo que hubieran podido modificarse- pero la esencia del discurso didáctico permanece inalterable: la colonización de la vida del aula, del trabajo del docente y del discente, de las relaciones entre sujetos, por un dispositivo que regula el conjunto de tareas y concreta lo que debe ser aprendido y como debe ser aprendido.
No insistiré en lo que todos y todas sabemos, porque las investigaciones lo vienen mostrando desde hace décadas: que los libros de texto se equivocan incluso en la reproducción de su propia verdad, o sea, que reproducen errores porque quizá no han pasado la criba de una evaluación de los propios usuarios, que mantienen estereotipos sexistas, heteropatriarcales y violentos, que ignoran las culturas populares, que suspenden en sostenibilidad, reproducen el eurocentrismo y la historia oficial, se alinean de un modo acrítico con el actual modelo económico y social, y etc.etc.
Ustedes me dirán que libros hay muchos y de diferentes editoriales, y que la maestra o el maestro pueden elegir entre varias posibilidades. La última vez que manejé estos datos un profesor podía elegir entre veinte posibilidades editoriales distintas para la docencia de las Matemáticas pero las diferencias eran insignificantes desde el punto de vista del modelo didáctico. Y en cualquier caso, como también ha sido demostrado, la elección puede depender más de las estrategias y habilidades del mercado, que de la calidad didáctica de cada libro (al respecto me atrevo a recomendar el riguroso y bien fundamentado artículo que con el título «Atados al libro de texto» publica el nº 5 de El Salto del mes de septiembre.
Antes utilicé el (discutible) concepto de sacerdote/maestro: me refiero a la idea del intérprete del texto, del que ayuda a conducir el aprendizaje por los rectos y bien marcados renglones del texto. He sido maestro de enseñanza primaria en escuela pública y sé muy bien lo que me ha costado liberarme de ese papel puramente reproductor, porque en el puesto de trabajo, ni en el de entonces ni en el de ahora, había nada que reconociera que en vez de un técnico que aplica un modelo didáctico regulado por la herramienta de trabajo libro de texto, un maestro puede ser un creador de curriculum, problematizador de su propia práctica, investigador crítico de su propio saber profesional.
Pero en una época de considerable relativismo pedagógico no vengo tanto a insistir en la crítica al libro de texto sino a cuestionar la proliferación de discursos sobre la innovación educativa, en diferentes ámbitos profesionales e institucionales, que dejan intacto el conservador modelo pedagógico escolástico y el dispositivo hegemónico que lo concreta en las aulas. Ya me doy cuenta que hoy llamamos innovación educativa a cualquier incorporación tecnológica o metodologías de adecuación al discurso de la educación eficiente, al lado de esfuerzos ejemplares de comunidades educativas por poner la escuela al servicio de un proyecto social y cultural emancipador. Y puede que en el despacho de alguna llamada Dirección General de Innovación se esté llamando con la mano izquierda al cambio en la práctica profesional docente mientras con la derecha se firma la gratuidad del dispositivo que neutraliza con más eficacia cualquier intento de cambio y transformación de la escuela.
Esto no pasaría de una preocupación personal si asistiéramos a espacios de reflexión y debate público donde se diriman este tipo de cuestiones, se dote de significado crítico a conceptos depauperados por las modas pedagógicas y se discutan los modelos didácticos que se fomentan o se interfieren desde las políticas públicas de educación. Sería menos preocupante si en la formación inicial del profesorado encontráramos materias dedicadas al análisis y evaluación crítica de la que se pretende la principal herramienta de trabajo del profesor. Y sería menos preocupante todavía si el conjunto de escuelas y esforzados maestros y maestras que hoy, a pesar de las dificultades, trabajan sin libro de texto en la dirección de una educación al servicio del crecimiento integral del ser humano, fueran el espejo o la ventana en las que los responsables académicos y políticos se asoman para inspirar sus políticas y saberes de innovación. Existe ya una renovación pedagógica en algunas escuelas basada en el saber práctico de maestros y maestras que buscan liberarse de la presión de una idea de educación obsesionada por el valor de cambio, ignorando su sentido más humano, radical y emancipador. Tal como ellas me lo cuentan, a estas maestras y estas escuelas el libro de texto les molesta.